LOS LÍMITES Y RIESGOS DEL PRINCIPIO DE LEGÍTIMA DEFENSA EN EL CONFLICTO ARMADO COLOMBIANO
A mí amigo JEAN CARLO MEJIA de una conversación en redes
Entre la criminalidad y el terrorismo de Estado
El principio de legítima defensa constituye uno de los pilares del derecho penal y del derecho internacional. Reconoce que, en circunstancias de agresión inminente o actual, un individuo —o incluso un Estado— puede repeler el ataque para proteger su vida, su integridad o sus bienes jurídicos fundamentales.
Sin embargo, cuando este principio se traslada al escenario de un conflicto armado interno, como el colombiano, sus contornos se tornan difusos y sus riesgos se multiplican. El problema se agrava cuando quienes invocan la legítima defensa no son ciudadanos comunes, sino agentes estatales armados y dotados de un monopolio legítimo de la fuerza, lo que abre la puerta a prácticas criminales encubiertas y, en algunos casos, a formas de terrorismo de Estado.
Este ensayo propone un análisis crítico sobre los límites y riesgos del principio de legítima defensa en el contexto colombiano, mostrando cómo, bajo su amparo, se han legitimado ejecuciones extrajudiciales, prácticas paramilitares y discursos de seguridad nacional que desdibujan la frontera entre defensa legítima y represión criminal. Asimismo, se examinan las implicaciones de estos abusos en la legitimidad democrática, los derechos humanos y la construcción de paz.
I. EL PRINCIPIO DE LEGÍTIMA DEFENSA: FUNDAMENTOS JURÍDICOS y TENSIONES
En el derecho penal colombiano (artículo 32 del Código Penal), la legítima defensa se configura como causal de justificación cuando concurren tres requisitos:
1. Una agresión actual o inminente.
2. La necesidad racional del medio empleado para repeler la agresión.
3. La proporcionalidad de la respuesta.
En el plano internacional, tanto el derecho internacional de los derechos humanos (DIDH) como el derecho internacional humanitario (DIH) reconocen la defensa propia como causa excluyente de responsabilidad, aunque bajo condiciones estrictas. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha subrayado que el uso de la fuerza por parte de agentes estatales debe ser legal, necesario, proporcional y excepcional.
La dificultad surge en contextos de violencia crónica, como el colombiano, donde la distinción entre defensa legítima y retaliación armada se vuelve difusa. En la práctica, el principio puede convertirse en un escudo retórico para encubrir abusos estatales.
II. EL CONFLICTO ARMADO COLOMBIANO: ESCENARIO DE AMBIGÜEDADES
Colombia lleva más de seis décadas enfrentando un conflicto armado interno con múltiples actores: guerrillas (FARC, ELN, EPL), paramilitares, carteles de narcotráfico y estructuras armadas sucesoras del paramilitarismo. El Estado, en su intento por mantener el orden, ha desplegado a las Fuerzas Militares y de Policía bajo doctrinas de seguridad nacional fuertemente influenciadas por la Guerra Fría y el apoyo estadounidense a través del Plan LASO (1962) y posteriormente el Plan Colombia (2000).
En este escenario, el principio de legítima defensa ha sido recurrentemente invocado para justificar operaciones militares y policiales. Sin embargo, el carácter prolongado y degradado del conflicto ha erosionado los límites entre defensa, ofensiva, represión y crimen. En particular, el Estado colombiano ha enfrentado acusaciones de usar el argumento de la defensa propia para encubrir ejecuciones extrajudiciales, conocidas como “falsos positivos”, así como para validar la colaboración con estructuras paramilitares.
III. LÍMITES DEL PRINCIPIO EN CONTEXTOS DE VIOLENCIA ARMADA
La aplicación del principio de legítima defensa en un conflicto armado como el colombiano encuentra al menos tres límites críticos:
1. La desproporcionalidad de la respuesta
En múltiples casos, la fuerza pública respondió a amenazas reales o presuntas con un uso desmedido de la violencia. Operativos militares en zonas rurales se justificaron como defensa frente a supuestos ataques guerrilleros, pero terminaron en masacres de población civil. Ejemplo paradigmático es la Masacre de Santo Domingo (Arauca, 1998), donde un bombardeo de la Fuerza Aérea, presentado como acción defensiva contra el ELN, causó la muerte de 17 civiles, incluidos niños.
2. La ficción de la agresión inminente
Los denominados falsos positivos (más de 6.400 casos documentados por la Jurisdicción Especial para la Paz entre 2002 y 2008) evidencian cómo se fabricaban escenarios de combate para simular que campesinos, jóvenes urbanos pobres o líderes sociales eran guerrilleros dados de baja en enfrentamiento. La agresión inminente era ficticia, pero el Estado la presentaba como real para justificar la muerte bajo el principio de legítima defensa.
3. La militarización de la seguridad interna
El discurso de la defensa frente a una agresión interna ha permitido que el Estado traslade lógicas de guerra al manejo del orden público. Las protestas sociales han sido tratadas como actos de insurgencia, lo que legitima un uso excesivo de la fuerza bajo el argumento de defensa institucional. El estallido social de 2021 mostró cómo la Policía Nacional, a través del ESMAD, invocó la necesidad de protegerse frente a agresiones para justificar ejecuciones, mutilaciones o detenciones arbitrarias.
IV. DE LA LEGÍTIMA DEFENSA AL TERRORISMO DE ESTADO
El terrorismo de Estado ocurre cuando las instituciones estatales emplean el terror como método de control político y social, violando sistemáticamente derechos humanos. En Colombia, la invocación del principio de legítima defensa se ha convertido en discurso legitimador de prácticas cercanas a esta lógica.
1. Ejecuciones extrajudiciales: Como ya se mencionó, los falsos positivos son el ejemplo más evidente. El Estado alegaba defensa frente a agresores armados, pero en realidad asesinaba civiles para mostrar resultados en la lucha contra el terrorismo.
2. Paramilitarismo: Desde los años ochenta, la connivencia entre sectores de la fuerza pública y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) se justificó bajo el principio de defensa frente al avance guerrillero. La creación de Convivir (decretadas en 1994) institucionalizó formas de “defensa comunitaria” que derivaron en aparatos paramilitares responsables de masacres como la de Mapiripán (1997) y la de El Salado (2000).
3. Criminalización de la protesta: El principio de defensa se ha usado para justificar la represión de movimientos sociales, presentados como amenazas a la seguridad nacional. Esto ha generado un clima de estigmatización, donde defender derechos laborales, ambientales o territoriales se asimila a agredir al Estado.
V. IMPLICACIONES PARA EL ESTADO DE DERECHO Y LA DEMOCRACIA
El uso abusivo del principio de legítima defensa por parte de agentes estatales tiene profundas consecuencias:
Erosiona la legitimidad del Estado: Cuando la ciudadanía percibe que la fuerza pública mata inocentes y luego lo justifica como defensa, se rompe el contrato social.
Normaliza la violencia estatal: Se instala la idea de que el Estado puede responder con cualquier nivel de violencia, incluso contra civiles, sin rendir cuentas.
Debilita la democracia: La represión encubierta bajo la defensa institucional reduce los espacios de disenso y pluralismo.
Fomenta la impunidad: La narrativa de la defensa propia dificulta judicializar a los responsables, pues se ampara en causales de justificación.
En Colombia, estas implicaciones se han visto reflejadas en la falta de confianza en la justicia ordinaria y en la necesidad de crear mecanismos extraordinarios como la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) para investigar los crímenes estatales en el marco del conflicto.
VI. RIESGOS ACTUALES y PROYECCIONES
Aunque el Acuerdo de Paz de 2016 y la política de “paz total” buscan cerrar los ciclos de violencia, persisten riesgos asociados al abuso del principio de legítima defensa:
En zonas con alta presencia de economías ilegales (Catatumbo, Arauca, Cauca, Nariño), la fuerza pública sigue operando bajo la narrativa de defensa frente a agresiones armadas, lo que facilita abusos.
La expansión de grupos posparamilitares ha revitalizado discursos de “autodefensa”, peligrosamente similares a los de los años noventa.
La represión de movilizaciones sociales continúa presentándose como una respuesta defensiva a la violencia de manifestantes, invisibilizando el carácter político y legítimo de la protesta.
Un aspecto igualmente repudiable y que complejiza los debates sobre el principio de legítima defensa es el secuestro y retención de agentes del Estado por parte de comunidades movilizadas y, en mayor medida, por grupos armados ilegales. Estas prácticas, que se justifican discursivamente como mecanismos de presión política o resistencia frente al abandono estatal, constituyen una violación flagrante de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario. Casos recientes en regiones como el Cauca, Arauca y Caquetá han mostrado cómo soldados, policías y funcionarios públicos han sido retenidos en condiciones indignas, utilizados como fichas de negociación y sometidos a tratos crueles e inhumanos. La instrumentalización de la vida de servidores estatales deslegitima cualquier causa que se pretenda defender, pues se trata de actos contrarios a los principios más elementales de humanidad.
En escenarios aún más extremos, se han registrado hechos atroces en los que agentes estatales han sido incinerados o asesinados tras ser secuestrados, configurando prácticas de barbarie que ninguna causa política o social puede justificar. El caso del cabo del Ejército Jair de Jesús Villar Ortiz, secuestrado en 2016 por el ELN en Norte de Santander y hallado posteriormente muerto, o los ataques donde policías han sido quemados vivos en retenes ilegales, constituyen muestras de degradación del conflicto que no pueden ser relativizadas. Estas acciones, además de generar dolor y retaliaciones en cadena, alimentan la espiral de violencia y dificultan el tránsito hacia la paz. Repudiar estos crímenes es indispensable para sostener un marco ético y jurídico consistente: la defensa de la vida y de la dignidad humana debe ser principio irreductible tanto para el Estado como para los actores armados y las comunidades movilizadas.
De no controlarse, estos riesgos perpetúan la espiral de violencia y bloquean la construcción de un Estado democrático de derecho.
VII. HACIA UN CONTROL DEMOCRÁTICO DEL USO DE LA FUERZA
Para enfrentar los riesgos mencionados, se requieren transformaciones profundas:
1. Reforma doctrinal: La fuerza pública debe abandonar la lógica de enemigo interno y adoptar plenamente el enfoque de seguridad humana, que prioriza la protección de la vida.
2. Fortalecimiento del control civil: El Congreso, la Procuraduría y la sociedad civil deben ejercer una supervisión efectiva sobre las operaciones militares y policiales.
3. Rendición de cuentas judicial: Debe garantizarse que los abusos cometidos bajo la excusa de legítima defensa sean investigados y sancionados por la justicia ordinaria, no solo por la penal militar.
4. Educación en derechos humanos: La formación de militares y policías debe incluir el respeto irrestricto al DIDH y al DIH, con énfasis en los límites de la legítima defensa.
5. Memoria y reparación: Reconocer públicamente los crímenes cometidos bajo el discurso de la defensa institucional es fundamental para reconstruir la confianza ciudadana.
IDEAS FUERZA A MANERA DE CIERRE
El principio de legítima defensa, concebido originalmente para proteger la vida frente a agresiones ilegítimas, ha sido manipulado en el contexto del conflicto armado colombiano hasta convertirse en un mecanismo de legitimación de crímenes de Estado.
Bajo su amparo se encubrieron ejecuciones extrajudiciales, se avaló la expansión paramilitar y se reprimió la protesta social. Estos abusos erosionaron la legitimidad del Estado, socavaron la democracia y consolidaron formas de terrorismo de Estado que aún resuenan en la memoria colectiva.
Hoy, el reto es doble: restringir de manera estricta la aplicación del principio de legítima defensa en el uso de la fuerza estatal, y reconstruir la confianza ciudadana en instituciones que durante décadas abusaron de este argumento. Solo así podrá avanzarse hacia una paz sostenible y hacia una democracia que, en lugar de escudarse en la violencia, se fundamente en la garantía de derechos y en el respeto a la dignidad humana.
CARLOS MEDINA GALLEGO
Historiador- Analista Político
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