FEMINISMO
PUNITIVO Y POLITICA DE GENERO AUTORITARIA
Injusticia y destrucción de vidas...
En las últimas
décadas, el auge de la política de género ha significado, sin duda, un avance
crucial en la visibilización de las violencias estructurales que históricamente
han afectado a las mujeres y diversidades. No obstante, ese mismo discurso,
cuando es instrumentalizado y pervertido por intereses particulares o agendas
ideológicas radicalizadas, puede convertirse en un arma que corroe los
fundamentos de la justicia, vulnera derechos fundamentales y destruye
reputaciones, vidas y familias sin que medie el debido proceso.
En diversos
contextos institucionales, judiciales y sociales, se ha consolidado una
peligrosa modalidad de activismo que opera no como un vehículo de emancipación,
sino como un mecanismo de castigo social y disciplinamiento moral. Un sector de
activismo de género ha derivado en prácticas profundamente punitivas,
sustentadas más en la lógica del linchamiento público que en el imperio de la
prueba, el derecho a la defensa y la presunción de inocencia. Se trata de un
feminismo mercantilizado y, en no pocos casos, criminal, que ha hecho de la
victimización una industria rentable, tanto simbólica como económicamente.
1.
Activismo rentista y fabricación de
victimarios
La cultura de la
denuncia, sin matices ni procedimientos garantistas, se ha instalado en
instituciones educativas, administrativas, laborales y judiciales. Se trata de
un modelo de activismo que no busca tanto proteger a las víctimas reales como
consolidar un capital de poder simbólico y político basado en la posibilidad de
señalar, destruir y excluir.
No son pocos los
casos donde denuncias infundadas, maliciosas o simplemente carentes de sustento
terminan por desatar procesos disciplinarios, juicios penales, despidos
injustificados, cancelaciones sociales y linchamientos mediáticos. Todo ello
ocurre sin que los señalados tengan la más mínima posibilidad de defenderse
antes de ser estigmatizados como culpables en la plaza pública. Esta lógica de
sospecha permanente transforma la política de género en una máquina de fabricar
victimarios, sin importar los daños colaterales.
Detrás de muchas
de estas sindicaciones hay activistas profesionales que han convertido la
militancia de género en una forma de capital político y económico. Existen
redes y plataformas que viven de gestionar el dolor ajeno, que monetizan la
denuncia, que acumulan poder a través de la ruina ajena y que encuentran su
sentido en la repetición permanente del conflicto. A mayor número de enemigos,
mayor es su visibilidad y mayor su rentabilidad discursiva. Así, se construye
una nueva élite militante que no responde a la ética del cuidado ni de la
justicia, sino a la necesidad de perpetuar su hegemonía en el debate público.
2.
Justicia instrumentalizada, derechos
vulnerados
La
institucionalidad ha cedido peligrosamente a estas lógicas, generando un
sistema de justicia paralelo donde no se juzga con pruebas sino con narrativas.
Comités de ética, consejos universitarios, oficinas de género, medios de
comunicación, todos han sido colonizados por esta lógica que reemplaza la
deliberación por la cancelación, la búsqueda de verdad por el imperativo de
creer ciegamente, y el respeto al proceso legal por el juicio sumario.
Esto ha tenido
consecuencias nefastas para personas que han sido víctimas de falsas
acusaciones o de denuncias manipuladas. Profesores que pierden su trabajo,
funcionarios que son despedidos sin derecho a defensa, familias estigmatizadas,
hijos e hijas marcados por el escarnio social, trayectorias laborales
truncadas, e incluso suicidios provocados por la desesperación de no poder
limpiar el nombre ante un señalamiento que se asume como verdad absoluta.
Esta situación
no sólo afecta a los acusados. Desgasta profundamente la credibilidad de las
verdaderas luchas feministas, debilita el sistema judicial y pone en entredicho
el debido proceso. Lo que comienza como un acto de justicia puede terminar en
una cacería de brujas que mina la legitimidad de toda política de género.
3.
Feminismo crítico y justicia
restaurativa
No se trata de
negar la violencia que sufren millones de mujeres. Esa violencia es real,
estructural y debe ser combatida con decisión y justicia. Lo que se cuestiona
aquí es la deriva autoritaria de un sector que ha sustituido la emancipación
por el castigo, y que ha hecho del antagonismo una práctica habitual,
promoviendo la división y el odio en lugar del diálogo y la reparación.
Es urgente
volver a un feminismo crítico, ético, comprometido con la justicia, que no tema
al debate ni al disenso, y que no instrumentalice el dolor de las víctimas como
herramienta de poder. Un feminismo que respete los principios constitucionales
y que reconozca que los derechos humanos no son selectivos: también aplican
para los hombres, para los acusados y para quienes aún no han sido vencidos en
juicio.
Las políticas de
género deben basarse en la verdad, la proporcionalidad, el respeto al debido
proceso y la presunción de inocencia. Todo lo contrario, conduce a un modelo
autoritario donde el miedo se impone como norma y donde las instituciones ya no
funcionan como espacios de justicia sino como escenarios de escarmiento.
4.
El daño irreparable
El daño que este
modelo de activismo punitivo genera no es solo individual. Erosionan la
confianza social, destruyen el diálogo político, convierten las instituciones
en instrumentos de venganza, y abren la puerta a un populismo judicial que,
lejos de reparar, solo multiplica el dolor y la fragmentación. Además,
refuerzan una cultura del miedo que impide el ejercicio libre del pensamiento y
del afecto, criminalizando incluso las relaciones humanas más básicas.
Cuando las
políticas de justicia de género se convierten en prácticas disciplinarias
absolutistas, cuando la sospecha se convierte en condena, y cuando el activismo
se transforma en inquisición, estamos ante una peligrosa inversión de los
principios democráticos. No es feminismo lo que allí se practica. Es
autoritarismo con disfraz emancipador.
5.
Un llamado al equilibrio
La justicia no
puede ser ideológica. La causa de los derechos de las mujeres y la equidad de
género exige una transformación social real, pero no puede fundarse sobre la
destrucción de inocentes, ni sobre la mercantilización del dolor. Es momento de
exigir responsabilidad, no solo a los acusados, sino también a quienes acusan.
Es momento de exigir garantías procesales, responsabilidad mediática y ética en
el activismo.
Reivindicar la
política de género no debe significar callar ante sus excesos. Solo el
pensamiento crítico puede corregir sus desviaciones y preservar su sentido
original. Porque cuando se destruyen vidas en nombre de la justicia, lo que se
consuma no es justicia, sino una nueva forma de opresión y esa es la que lidera
ese feminismo instrumental y mercantil carente de toda ética y respeto por los
derechos de las personas.
Frente a esto
que está haciendo una institucionalidad capturada por el temor y la
subordinación política e ideología a esa política criminal: NADA.
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