EL RÉGIMEN OLIGÁRQUICO
COLOMBIANO: violencia, odio y desafíos para GOBIERNO PROGRESISTA y una
política de SEGURIDAD HUMANA
La historia política de Colombia
está profundamente marcada por la consolidación y persistencia de un régimen
oligárquico que ha sabido reinventarse a lo largo del tiempo para perpetuar sus
privilegios. Esta estructura de poder, profundamente excluyente, se ha
sostenido sobre pilares de violencia, represión, corrupción y manipulación de
la sociedad mediante el odio y la polarización.
En este contexto adverso, los
gobiernos progresistas enfrentan enormes obstáculos para impulsar
transformaciones que busquen el bienestar general y la consolidación de un
modelo de seguridad humana que privilegie la vida, la dignidad y los derechos
de las y los ciudadanos.
Las características de dicho
régimen, las dificultades que impone a los intentos de transformación social y
democrática, y los retos que supone desarrollar una política de seguridad
humana en una sociedad atravesada por la violencia estructural y cultural
promovida por las élites es el objetivo de esta reflexión
1.
El régimen oligárquico colombiano: raíces
y características
El régimen oligárquico colombiano
no es una construcción reciente; se gestó desde el siglo XIX, consolidándose a
través de la concentración de la tierra, el control de las instituciones
políticas y económicas, y la apropiación de los recursos del Estado en
beneficio de una élite reducida.
Su estructura básica puede
caracterizarse por varios elementos interrelacionados:
1. Concentración del poder
político y económico. Un reducido grupo de familias y clanes empresariales han
controlado históricamente las principales palancas del poder en Colombia. Esta
concentración ha derivado en un sistema clientelista donde los cargos públicos,
la contratación estatal y los recursos públicos son utilizados para perpetuar
lealtades políticas y económicas.
2. Violencia como instrumento de
control. El régimen ha utilizado sistemáticamente la violencia —física,
simbólica y estructural— para sofocar las demandas populares y mantener el
statu quo. Desde la época de La Violencia (1948-1958), pasando por las masacres
contra movimientos sociales, los asesinatos de líderes sindicales y defensores
de derechos humanos, hasta el uso de paramilitarismo como brazo extralegal del
poder, la represión ha sido una herramienta esencial.
3. Cultura del odio y
polarización. Las élites han promovido una cultura del odio para dividir a la
sociedad y justificar la represión. La criminalización de la protesta, la
estigmatización de líderes sociales, indígenas, campesinos y de cualquier
expresión de pensamiento alternativo han sido prácticas constantes. Los medios
de comunicación corporativos, controlados por estos mismos sectores, han jugado
un papel central en la difusión de narrativas que profundizan la polarización.
4. Corrupción estructural. La
corrupción no es una desviación accidental del sistema, sino un componente
funcional del régimen oligárquico. A través de redes de corrupción, se
canalizan los recursos públicos hacia los bolsillos de las élites, garantizando
su reproducción económica y política, mientras se deterioran los servicios
públicos y se debilitan las capacidades del Estado para atender las necesidades
de la ciudadanía.
5. Privatización de derechos. En
este modelo, la educación, la salud, la seguridad social y hasta la justicia se
han convertido en mercancías accesibles solo para quienes pueden pagarlas. Las
reformas neoliberales impulsadas en las últimas décadas han profundizado esta
tendencia, erosionando la idea misma de derechos universales.
En este escenario profundamente
desigual y violento, un gobierno progresista que pretenda impulsar reformas en
favor de la justicia social y la democracia real enfrenta desafíos colosales:
1)
Captura institucional. El aparato estatal está
en buena medida capturado por las élites tradicionales. El poder legislativo,
las altas cortes, los organismos de control y las fuerzas militares y de
policía están fuertemente influidos, cuando no directamente subordinados, a los
intereses oligárquicos. Esto se traduce en bloqueos sistemáticos a cualquier
intento de reforma estructural.
2)
Guerra jurídica y mediática. Cualquier
iniciativa progresista es sometida a una intensa guerra jurídica y mediática.
Las reformas se judicializan, se entorpecen con demandas inconstitucionales o
son bloqueadas por tecnicismos legales. Paralelamente, los medios de
comunicación despliegan campañas de desinformación para desprestigiar al
gobierno, sembrar temor en la población y alimentar la polarización.
3)
Amenazas y violencia contra los cambios. Los
actores armados ligados a las mafias, a sectores empresariales corruptos y a
estructuras paramilitares actúan como garantes de los intereses oligárquicos en
los territorios. Líderes comunitarios, ambientalistas y defensores de derechos
humanos son asesinados de manera sistemática, en un intento por frenar los
procesos de organización y resistencia popular.
4)
Fragmentación y cooptación social. El régimen
OLIGÁRQUICO ha promovido históricamente la fragmentación del tejido social,
cooptando organizaciones populares mediante prebendas o dividiéndolas a través
de mecanismos clientelistas. Esto dificulta la construcción de un movimiento
social unificado que pueda respaldar de manera sostenida un proyecto
progresista.
5)
Limitaciones fiscales y dependencia económica.
El modelo económico, basado en el extractivismo y el rentismo, limita el margen
de maniobra de un gobierno progresista. La presión de los grandes capitales y
de los organismos financieros internacionales impone restricciones fiscales que
dificultan la ampliación del gasto social y la inversión pública necesaria para
transformar las condiciones de vida de la población.
2.
Retos para desarrollar una política de
seguridad humana
En este contexto, desarrollar una
política de seguridad humana resulta no solo necesario, sino profundamente
subversivo frente al régimen oligárquico. La seguridad humana implica poner en
el centro la protección integral de las personas, garantizando sus derechos, su
bienestar y su dignidad, en contraposición a los modelos autoritarios y
represivos tradicionales. Entre otros aspectos se requiere:
1)
Desmilitarización de la seguridad. Un primer
reto es desmontar el enfoque militarista que ha dominado la política de
seguridad en Colombia. Esto implica redefinir el rol de las Fuerzas Armadas,
fortalecer los componentes civiles de la seguridad y construir cuerpos
policiales democráticos, respetuosos de los derechos humanos y vinculados a las
comunidades.
2)
Reconstrucción del tejido social. La seguridad
humana no puede lograrse sin una profunda reconstrucción del tejido social. Es
necesario promover procesos de organización comunitaria, participación
ciudadana y fortalecimiento de las capacidades locales para gestionar los
conflictos y promover el desarrollo humano.
3)
Justicia y reparación. La impunidad ha sido uno
de los principales motores de la violencia. Una política de seguridad humana
debe incluir mecanismos eficaces de justicia, reparación integral a las
víctimas y garantías de no repetición. Esto supone enfrentar las resistencias
de los sectores que se han beneficiado históricamente de la violencia y la
impunidad.
4)
Lucha contra la corrupción. Sin enfrentar
de manera frontal la corrupción, cualquier esfuerzo en favor de la seguridad
humana estará condenado al fracaso. Es necesario desmontar las redes de
corrupción que permean el aparato estatal y que impiden que los recursos
públicos lleguen efectivamente a la población.
5)
Democratización de la información. La batalla
por la seguridad humana también se libra en el terreno simbólico. Es
indispensable promover una democratización de la información, que contrarreste
las narrativas de odio y estigmatización promovidas por los medios corporativos
y que construya discursos en favor de la convivencia, la solidaridad y el
respeto a la diversidad.
6)
Enfoque territorial y diferencial. La política
de seguridad humana debe responder a las realidades específicas de cada
territorio y tener en cuenta las diversas formas de violencia que afectan de
manera diferencial a mujeres, pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes,
jóvenes y otras poblaciones vulnerables.
A manera de cierre de esta
reflexión se puede afirmar que el régimen oligárquico colombiano ha hecho de la
violencia, el odio, la corrupción y la represión una práctica de gobierno que
sacrifica sistemáticamente los derechos, el bienestar y la tranquilidad de las
y los colombianos. En este contexto, los gobiernos progresistas enfrentan
enormes dificultades para avanzar en reformas que promuevan la justicia social
y la democracia real.
Desarrollar una política de
seguridad humana en estas condiciones es un acto profundamente transformador
que choca de frente con los intereses de las élites tradicionales. No obstante,
es un camino indispensable si se quiere construir una sociedad más justa,
pacífica e incluyente.
Este proceso requiere valentía
política, movilización social y una profunda renovación de las instituciones
públicas. Solo así será posible desmontar las estructuras de odio y violencia
que han marcado la historia del país y abrir paso a un futuro donde la
seguridad de las personas esté garantizada no por el miedo, sino por el respeto
a su dignidad y sus derechos.
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