LA CONDENA DE ÁLVARO URIBE VÉLEZ:
un punto de inflexión para la RECONCILIACIÓN y la DEMOCRACIA
Un artículo de URGENCIA !!!!
El reciente fallo condenatorio proferido por la Jueza 44 Penal del Circuito de Bogotá, Sandra Liliana Heredia, en contra del expresidente Álvaro Uribe Vélez, representa un hito judicial de profunda significación para la historia política y jurídica de Colombia.
Más allá de las repercusiones inmediatas del proceso penal y del impacto mediático que ha generado, este momento debe ser leído con sensatez, madurez política y altura moral. Lejos de interpretarse como un acto de venganza o como una victoria de un bando político sobre otro, esta condena debe ser asumida como una oportunidad invaluable para desactivar los discursos de odio, cerrar heridas y construir una democracia basada en la justicia, el respeto a la ley y la dignidad de todas las personas.
Álvaro Uribe Vélez no es un ciudadano cualquiera: fue presidente de la República durante ocho años, senador, líder político influyente y figura central en la configuración del proyecto de seguridad democrática que marcó la política colombiana en los primeros años del siglo XXI. Su figura ha polarizado el país durante más de dos décadas. Para unos, representa el bastión de la lucha contra el terrorismo y el orden frente a la amenaza insurgente; para otros, simboliza el autoritarismo, el desprecio por los derechos humanos y la connivencia con estructuras ilegales.
Sin embargo, lo que está en juego en este momento no es la evaluación política o ideológica de su legado, sino la afirmación de un principio básico del Estado de derecho: todos los ciudadanos, sin importar su poder, su historia o sus influencias, deben responder ante la justicia. La sentencia dictada por la jueza Heredia no es producto de una persecución política ni de una revancha judicial, sino el resultado de un proceso penal largo, garantista y riguroso, iniciado por la Corte Suprema de Justicia, trasladado a la Fiscalía y finalmente valorado en juicio por una jueza independiente. Los hechos juzgados —soborno y fraude procesal— no tienen que ver con decisiones de gobierno, sino con actuaciones personales que afectaron el curso de la justicia y que, según el fallo, fueron cometidas de manera deliberada y sistemática para manipular testigos y encubrir la verdad.
Por eso, resulta preocupante que desde ciertos sectores políticos y mediáticos se pretenda reducir esta condena a una simple expresión de revancha o persecución ideológica. Esa lectura, además de injusta con la magistratura y con el sistema judicial, aviva el fuego de la polarización, pone en entredicho la legitimidad de las instituciones democráticas y bloquea cualquier posibilidad de reconciliación nacional. Convertir una sentencia judicial en un campo de batalla discursivo, en un argumento para azuzar el odio o dividir aún más a los colombianos, sería un error histórico que solo prolongaría el ciclo de violencia simbólica y real que ha marcado nuestra historia republicana.
Es urgente, entonces, aprovechar este hecho no como una oportunidad de confrontación, sino como un punto de inflexión. La condena a Uribe puede —y debe— convertirse en un catalizador para renovar el pacto ciudadano, reafirmar la separación de poderes, valorar la independencia judicial y consolidar una cultura política donde la legalidad esté por encima de la ideología. En lugar de celebrar o lamentar el fallo desde trincheras ideológicas, deberíamos preguntarnos qué nos dice este momento sobre la madurez de nuestra democracia, sobre nuestra disposición a resolver los conflictos por vías institucionales y sobre nuestra capacidad para construir una sociedad donde impere la verdad, la justicia y la paz.
En ese sentido, la decisión judicial también puede ser leída como una pedagogía democrática. Durante años, el mensaje que muchos colombianos recibieron fue que las élites políticas eran intocables, que la justicia era selectiva, que los poderosos podían evadir la ley con abogados costosos, contactos y maniobras. Lo que ha ocurrido ahora demuestra que, con todas sus limitaciones, el sistema judicial colombiano puede actuar con independencia y aplicar la ley incluso frente a quienes antes parecían inmunes. Este mensaje es esencial para fortalecer la confianza ciudadana en las instituciones, recuperar el valor del derecho como mediador de los conflictos y desmontar la cultura de la ilegalidad.
Pero esta pedagogía solo será efectiva si se acompaña de una reflexión colectiva más profunda. El caso Uribe no debe convertirse en un trofeo político, ni en una excusa para la burla o la revancha. Al contrario, debe invitarnos a detener la espiral de odio que ha contaminado el debate público, a escuchar con respeto las distintas posiciones, a recuperar el valor del disenso sin agresión y a reconocer que, en una democracia, nadie tiene el monopolio de la verdad ni de la legitimidad moral. Así como quienes han defendido a Uribe tienen derecho a expresar su dolor o su desacuerdo, también deben reconocer la validez de un fallo judicial y evitar alimentar teorías conspirativas que solo socavan la convivencia democrática.
Al mismo tiempo, este momento puede ayudar a sanar viejas heridas. La figura de Uribe ha sido asociada, con razón o sin ella, a múltiples violencias: los falsos positivos, las masacres paramilitares, el exterminio de líderes sociales, el señalamiento de defensores de derechos humanos. La condena por manipulación de testigos puede parecer menor frente a esas tragedias, pero tiene un valor simbólico profundo: indica que la impunidad no es eterna, que la verdad puede abrirse paso incluso frente al poder, y que las víctimas, aunque hayan sido silenciadas, tienen derecho a la justicia.
Este hecho también interpela al conjunto de la sociedad colombiana. Nos invita a revisar nuestra cultura política, muchas veces basada en el caudillismo, el clientelismo y la lealtad ciega. Nos exige construir liderazgos nuevos, más éticos, más transparentes, más comprometidos con el bien común. Nos desafía a superar el miedo y la desconfianza que nos han dividido, y a imaginar juntos un país donde la ley no sea un arma contra el adversario, sino una garantía de convivencia para todos.
En este contexto, el papel de los medios de comunicación, de la academia, de los partidos políticos y de la ciudadanía en general es crucial. Debemos promover una narrativa que desactive la lógica del enemigo interno, que celebre el pluralismo y que rechace toda forma de violencia, ya sea física, verbal o simbólica. La paz no se construye solo con acuerdos entre grupos armados, sino también con gestos cotidianos de respeto, con decisiones institucionales justas, con debates públicos responsables.
De igual manera, este hecho puede ser un punto de partida para repensar el sentido mismo de la justicia en Colombia. No se trata solo de castigar, sino de restaurar. No se trata de sustituir la impunidad por la venganza, sino de crear condiciones para la verdad, la reparación y la no repetición. En este camino, el proceso contra Uribe debe ser un ejemplo de cómo el país puede enfrentar su pasado sin reproducir sus violencias, sin negar sus complejidades y sin cerrar los caminos del perdón y la reconciliación.
Por supuesto, este tránsito no será fácil. Habrá intentos de instrumentalizar el fallo, de debilitar a la jueza, de desacreditar el sistema. Habrá sectores que vean en este hecho una amenaza a sus intereses o una confirmación de sus temores. Pero si el país logra sostener este proceso dentro del marco del respeto, si evita caer en la trampa de la confrontación permanente, si convierte este hecho en una oportunidad de transformación ética, entonces habrá dado un paso decisivo hacia la paz.
La condena a Álvaro Uribe Vélez no es el fin de una era, pero sí puede ser el inicio de otra. Una era donde la justicia no dependa del poder, donde la política no se base en el odio, y donde el futuro no esté secuestrado por los fantasmas del pasado. No se trata de borrar la historia, sino de aprender de ella. No se trata de negar los logros de nadie, sino de asumir con responsabilidad los errores. No se trata de dividirnos más, sino de unirnos en torno a un proyecto de país que nos incluya a todos.
En suma, la decisión de la jueza Sandra Liliana Heredia debe ser acogida con serenidad, con respeto por el debido proceso y con el firme propósito de transformar este hecho doloroso en una oportunidad de esperanza. Colombia no necesita más venganzas, necesita justicia; no más gritos, sino escucha; no más odios, sino acuerdos. Solo así podremos construir, por fin, una sociedad democrática, libre, justa y en paz.
CARLOS MEDINA GALLEGO
Historiador - Análisista Político
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