jueves, 17 de abril de 2025

 




SUPERAR LA CULTURA DE LA VIOLENCIA EN COLOMBIA:
 Hacia una sociedad del perdón, la reconciliación y la justicia social


Colombia ha sido, por décadas, un país atravesado por una historia dolorosa de conflicto armado, exclusión social, odios acumulados y venganzas heredadas. La violencia se instaló no solo en los territorios, sino también en el lenguaje, en la política, en las relaciones cotidianas y en el inconsciente colectivo. Esta cultura de la violencia ha moldeado la forma de resolver los conflictos, ha debilitado los lazos sociales y ha erosionado los cimientos de una verdadera democracia. Por ello, es urgente y necesario superar esta cultura del odio, la venganza y la muerte, y construir una nueva cultura basada en el perdón, la reconciliación y el amor, como pilares para una sociedad en paz, democrática y justa.

La violencia no se reproduce solo con armas, sino también con discursos que deshumanizan al otro, con estructuras sociales que perpetúan la pobreza y la exclusión, y con una justicia que muchas veces ha sido instrumento de impunidad o de revictimización. El odio como práctica política ha sido funcional para quienes lucran con el conflicto, dividen a la sociedad y se niegan a los cambios profundos que exige el país. La venganza, por su parte, ha sido disfrazada de justicia, cuando en realidad perpetúa los ciclos de violencia y aleja la posibilidad de una verdadera reparación del daño.

Superar esta cultura implica desarmar también el alma. No basta con silenciar los fusiles si no se desmontan los discursos del enemigo interno, del “nosotros contra ellos”, de la sospecha permanente. Es necesario promover una cultura del perdón, no como olvido ni como impunidad, sino como acto consciente de liberación del pasado violento y apertura hacia la convivencia. El perdón en Colombia debe ser una decisión ética y política que se ancle en la verdad, la reparación, y la garantía de no repetición.

La reconciliación es el camino que permite reconstruir la confianza social, sanar las heridas colectivas y restaurar el tejido humano que ha sido roto por el conflicto. No puede ser un pacto superficial, sino un proceso profundo que reconozca las diferencias, repare las injusticias y restituya los derechos. Reconciliarse es también renunciar al privilegio de dominar al otro por la fuerza, es aceptar que la diversidad es riqueza y que el disenso puede ser fecundo cuando se da en el marco del respeto mutuo.

Y sobre todo, Colombia necesita una cultura del amor. Un amor político, entendido como cuidado del otro, como respeto a la vida, como apuesta por el bien común. Amar es indignarse ante el hambre, ante la desigualdad, ante la exclusión; amar es comprometerse con los cambios que permitan a cada ser humano realizar su dignidad. Una sociedad que ama no mata, no odia, no excluye. Una sociedad que ama educa, protege, transforma.

Todo ello debe ir de la mano con la reconstrucción de una democracia real y participativa, no solamente electoral. Una democracia donde las voces silenciadas tengan espacio, donde las regiones históricamente marginadas sean parte activa del destino común, donde la justicia social deje de ser un ideal lejano y se convierta en una política concreta de redistribución del poder, la riqueza y las oportunidades.

Hoy Colombia tiene la oportunidad de dar un paso definitivo hacia la paz y la transformación social. Pero ese paso no lo darán solos los acuerdos firmados, ni las leyes aprobadas. Lo dará cada ciudadano cuando renuncie al odio, cuando reconozca al otro como legítimo, cuando prefiera el diálogo a la imposición, y cuando el amor y la justicia sean los nuevos horizontes éticos de la vida en común. Es

La cultura de la muerte debe ser reemplazada por una cultura de vida. Y esa vida se construye con verdad, con memoria, con justicia, pero también con esperanza, con perdón y con una voluntad colectiva de reconciliación. Porque solo así será posible una Colombia distinta: una nación en paz, democrática, plural, y profundamente humana.

CMG - DIA 
16 DE ABRIL DE 2025

 



LA MISERABLEZA DE  LOS CONGRESISTAS COLOMBIANOS FRENTE A UNA REFORMA LABORAL Y PENSIONAL, DIGNA Y JUSTA.

Para mamá TILA URIBE, con todo mi afecto.

En Colombia, hablar de una reforma pensional es tocar una de las fibras más sensibles del contrato social: la vejez. Sin embargo, esa sensibilidad no parece conmover a quienes ocupan curules en el Congreso de la República. La actitud de una parte considerable de los congresistas frente a la reforma pensional ha sido una muestra cruda de indiferencia, de cálculo electoral y de servilismo frente a los intereses de los fondos privados, que por décadas han hecho del ahorro de los trabajadores un lucrativo negocio financiero.

Resulta paradójico, e incluso insultante, que mientras los legisladores gozan de regímenes especiales de pensión con privilegios desproporcionados, miles de ancianos en Colombia sobreviven en condiciones de pobreza, sin acceso a una mesada que les garantice una vejez digna. La mayoría de los adultos mayores en el país no alcanza a cotizar lo suficiente para pensionarse. Muchos mueren sin recibir un solo peso de lo que durante años aportaron al sistema.

La actitud de estos congresistas miserables —no en lo económico, pues gozan de abultados ingresos— sino en lo ético, consiste en mantener un modelo que excluye, que castiga la informalidad sin combatirla, que privatiza el derecho y lo transforma en mercancía. Lo hacen no solo por negligencia, sino también porque muchos están directa o indirectamente atados a intereses financieros y corporativos que lucran con el ahorro de millones de trabajadores a través de los fondos privados de pensiones.

Es urgente una reforma que coloque el eje en la justicia social y no en la rentabilidad. Una reforma que garantice una mesada pensional digna para los ancianos, ajustada a una canasta familiar real y justa, que contemple los gastos esenciales de alimentación, vivienda, salud y servicios públicos. La dignidad en la vejez no puede seguir dependiendo del azar del mercado ni de la especulación financiera.

La pensión no debe ser vista como un subsidio, ni como una carga fiscal, sino como el resultado legítimo de una vida de trabajo. Y esa pensión, en una sociedad democrática, debe estar anclada a un modelo de seguridad social público, eficiente y solidario, donde el Estado garantice cobertura y sostenibilidad sin entregar los recursos de los trabajadores al capital financiero, que especula con ellos y los aleja del propósito para el cual fueron creados.

Además, debe existir una prohibición expresa del uso indebido de los recursos pensionales para fines distintos a los del bienestar de los cotizantes. No más puentes entre los fondos privados y campañas políticas. No más puertas giratorias entre los organismos de control, los bancos y los despachos legislativos.

Los congresistas deben entender que el pueblo colombiano no soporta más este modelo dual e injusto: uno para los ricos y otro para los pobres. La reforma pensional debe ser una herramienta de redistribución y justicia, no un negocio. Lo contrario es perpetuar el desprecio por los ancianos y seguir cavando la fosa del Estado social de derecho.

La vejez no puede seguir siendo una condena. Merece respeto, cuidados, garantías, y sobre todo, una pensión justa que le devuelva a la vida su dignidad en los últimos años. El Congreso está ante una prueba histórica. Y si vuelve a fallar, no será por ignorancia: será por miseria moral.

Convocar una consulta popular para decidir reformas estructurales como la pensional y la laboral no es un acto de democracia directa ni un gesto de participación ciudadana auténtica. Es, en realidad, una confesión vergonzosa de la incapacidad del Congreso para legislar en favor de los intereses del pueblo. Este recurso, que se presenta como un mecanismo de legitimidad, encubre una realidad aún más cruda: el Congreso colombiano está capturado —si se quiere, secuestrado— por los intereses del capital financiero, los fondos privados, las élites empresariales y las lógicas de privatización que se han instaurado como doctrina dominante en el aparato estatal.

Durante décadas, las reformas laborales y pensionales han sido diseñadas no para ampliar derechos, sino para restringirlos. Se ha creado un modelo profundamente regresivo, donde el trabajo se precariza y la vejez se castiga. En lugar de consolidar una seguridad social solidaria, se impone un régimen de acumulación para los fondos privados y las aseguradoras, que negocian con los recursos de los trabajadores y pensionados como si fueran mercancías.

Resulta entonces indignante que, en lugar de asumir su responsabilidad legislativa, el gobierno tenga que delegar la resolución de estos temas vitales en una consulta popular. No porque la consulta no tenga valor democrático, sino porque aquí se usa como una coartada: una manera de evadir el debate estructural que compromete a los sectores que financian campañas y controlan decisiones. Este Congreso no representa al pueblo: representa a las AFP, a los gremios, a los grandes empleadores y al capital financiero, que han hecho del Estado una maquinaria al servicio de la rentabilidad privada.

La clase política que ocupa el Congreso no actúa como legisladora en sentido democrático. Actúa como operadora política del desconocimiento sistemático de los derechos sociales de los más pobres. Cada vez que se discute una reforma, su orientación es clara: recortes, flexibilización, ampliación de la edad de pensión, eliminación de garantías laborales, individualización del riesgo. Se habla de sostenibilidad fiscal, pero nunca de sostenibilidad humana. Se protege al mercado, pero se desprotege al ciudadano, al trabajador, al anciano.

La solución no puede ser trasladar esta responsabilidad al pueblo bajo la forma de una consulta, cuando no se ha garantizado ni la pedagogía política necesaria ni la transparencia institucional que haría de ese proceso un verdadero ejercicio de soberanía popular. Mientras tanto, los ancianos siguen muriendo sin pensión, los trabajadores informales siguen creciendo en número, y los derechos sociales se siguen desmontando bajo el eufemismo de “modernización”.

Lo verdaderamente democrático sería desmontar el secuestro institucional, recuperar la ética pública, desmercantilizar la política y garantizar que las reformas se hagan en favor del bien del trabajador y la vejez y no del capital privado.

CMG - DIA
16 DE ABRIL DE 2025

 



EL TRABAJO REMOTO 
como forma sofisticada de explotación laboral

- A qué hora termina tu jornada, bella?... 
- Cuando termine el trabajo...- 
- y cuando es éso? 
- No se... No sé..

En el discurso dominante del siglo XXI, el trabajo remoto ha sido exaltado como un avance hacia la libertad laboral, la conciliación entre vida personal y profesional, y la democratización del empleo. Sin embargo, tras esta retórica seductora se oculta una de las formas más sofisticadas de explotación del trabajo humano. Este modelo, lejos de representar un verdadero progreso para la clase trabajadora, perfecciona los mecanismos de control, intensificación y precarización del empleo. Es, por ello, un modelo absolutamente detestable desde el punto de vista de la dignidad humana, la justicia laboral y la emancipación social.

El trabajo remoto se presenta como una fórmula de empoderamiento, brindando autonomía sobre el tiempo y el espacio. Pero en la práctica, esta “libertad” se convierte en una trampa donde la jornada laboral se difumina, colonizando incluso los momentos de descanso. Como afirma Byung-Chul Han, vivimos en la era del “sujeto de rendimiento”, donde “la autoexplotación es más eficiente que la explotación por parte de otros, porque va acompañada del sentimiento de libertad”. El trabajador remoto, en su aparente autodeterminación, se convierte en vigilante y verdugo de sí mismo.

Lejos de ofrecer privacidad, el trabajo remoto ha sofisticado los métodos de vigilancia empresarial mediante plataformas de monitoreo constante. Shoshana Zuboff advierte que el capitalismo de la vigilancia “convierte cada aspecto de la vida humana en datos susceptibles de ser comercializados”, y el teletrabajo se convierte en campo fértil para esta lógica. Se construye así un panóptico digital más eficaz que cualquier supervisión física, y el hogar se transforma en una extensión de la oficina, con el algoritmo como nuevo capataz invisible.

La expansión del trabajo remoto ha profundizado la tercerización, el empleo informal y los contratos “por prestación de servicios”. El modelo disuelve los derechos laborales históricos y aísla al trabajador, debilitando su capacidad organizativa. En palabras de Silvia Federici, “la precariedad no es solo inestabilidad económica, es también desarticulación del tejido social que permite resistir colectivamente”. Esta fragmentación convierte al individuo en pieza desechable del engranaje productivo, sin red de apoyo ni voz sindical.

Una de las características más cínicas del trabajo remoto es el traslado de los costos operativos al trabajador: conexión a internet, mobiliario, energía eléctrica, mantenimiento. El capitalismo contemporáneo se reinventa continuamente “externalizando los costos hacia el trabajador, el medio ambiente o las generaciones futuras”. Las empresas reducen sus gastos mientras exigen resultados cada vez más altos, perpetuando una lógica de maximización del beneficio a costa del bienestar humano (David Harvey).

El aislamiento, la hiperconectividad y la ausencia de límites están generando una crisis silenciosa de salud mental. La Organización Mundial de la Salud ha alertado sobre el aumento del burnout, o síndrome de desgaste profesional es un estado de agotamiento físico, emocional y mental causado por un estrés crónico relacionado con el trabajo. Ansiedad y la depresión en contextos de teletrabajo sin regulación. “el cuerpo es expulsado del proceso productivo, pero no el sistema nervioso”. Como afirma Franco Berardi.. La explotación no es visible físicamente, pero opera con una violencia simbólica y emocional cada vez más sofisticada.

El trabajo remoto no libera: sofistica los dispositivos de explotación. Se presenta como solución progresista, pero responde a la lógica neoliberal de individualización, autoexplotación y desregulación. Es un modelo detestable porque mercantiliza el tiempo vital, destruye los lazos solidarios, y oculta la violencia estructural del sistema bajo la apariencia de flexibilidad.

Ante esto, se hace urgente construir una crítica radical al teletrabajo como ideología, reclamar formas de organización colectiva y exigir condiciones laborales dignas, reguladas y humanas. Como advirtió Marx: “El trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es también la fuente, junto con el trabajo, pero aún más es el ser humano el fin último de toda producción”. Recuperar la centralidad del ser humano por encima de la lógica del rendimiento debe ser la consigna de una nueva ética del trabajo.

CMG- DIA 

15 DE ABRIL DE 2025

viernes, 11 de abril de 2025

 



LA SALUD COMO DERECHO FUNDAMENTAL

Entre la privatización, la corrupción y la urgencia de un modelo público, preventivo y eficaz


En Colombia, la salud es reconocida constitucionalmente como un derecho fundamental, inalienable y universal. Sin embargo, la realidad que viven millones de ciudadanos contradice profundamente este mandato. La salud ha sido convertida en una mercancía, gestionada bajo lógicas de mercado que priorizan la rentabilidad sobre el bienestar colectivo. El sistema de salud colombiano, organizado desde la Ley 100 de 1993, ha favorecido la intermediación financiera a través de las Entidades Promotoras de Salud (EPS), que hoy representan uno de los principales obstáculos para garantizar el acceso digno, oportuno y humano a los servicios de salud.

Los efectos de la privatización: lucro sobre vidas

La introducción del modelo neoliberal en el sector salud transformó un derecho en un bien de consumo. Las EPS, creadas como supuestos administradores eficientes del aseguramiento, han demostrado ser estructuras con profundas deficiencias operativas, financieras y éticas. En muchos casos, estas entidades retienen recursos públicos, niegan servicios esenciales, demoran citas y tratamientos, e incluso ponen en riesgo la vida de los usuarios. La lógica empresarial que rige su accionar privilegia el ahorro y el lucro, incluso a costa del sufrimiento humano.

Además, han sido protagonistas de escándalos de corrupción y manejo indebido de los recursos del Sistema General de Seguridad Social en Salud (SGSSS), evadiendo responsabilidades con pacientes y personal médico, y dejando en quiebra hospitales públicos y clínicas. Este funcionamiento corrupto se traduce en negación de derechos, deudas impagables al talento humano, y deterioro en la calidad del servicio.

El vacío de la prevención en un sistema curativo y costoso

Otro de los grandes fallos estructurales del modelo vigente es su énfasis en la atención de la enfermedad antes que en la prevención. El sistema actual ha descuidado las acciones de promoción de la salud y prevención de enfermedades, que son clave para disminuir la carga sobre los servicios asistenciales y reducir los costos a largo plazo. Este descuido favorece una medicina reactiva, especializada y hospitalaria, más lucrativa para las EPS y los prestadores privados, pero insostenible para el sistema y perjudicial para los ciudadanos.

Un modelo de salud basado en la prevención —a través de campañas comunitarias, medicina familiar, atención primaria integral y seguimiento territorial— no solo mejora los indicadores de salud pública, sino que democratiza el acceso y reduce las desigualdades.

Congreso, mercaderes de la salud y bloqueos a la reforma

La dificultad para avanzar hacia un sistema de salud verdaderamente público y preventivo no radica únicamente en cuestiones técnicas, sino en un entramado de poder profundamente enraizado en el Congreso de la República. La clase política colombiana, en buena parte financiada y cooptada por intereses privados del sector salud, se ha convertido en un muro de contención para cualquier intento de reforma estructural.

El reciente intento del Gobierno de reformar el sistema de salud evidenció el choque entre los intereses corporativos de las EPS y la necesidad de transformar el modelo. Las presiones de gremios privados, la manipulación mediática, y las componendas políticas han frustrado propuestas orientadas a fortalecer el sistema público, dignificar al personal de salud, y devolverle al Estado la rectoría del sistema.

Hacia un servicio público de salud: eficiente, ético y financiado

Frente a este panorama, se impone la necesidad urgente de avanzar hacia un sistema nacional de salud público, universal, gratuito en el punto de atención, suficientemente financiado y centrado en la prevención. Este nuevo modelo debe garantizar:

1. Eliminación de la intermediación financiera de las EPS, sustituidas por una red pública de aseguramiento y atención.

2. Fortalecimiento de la atención primaria en salud, con presencia territorial, enfoque intercultural y participación comunitaria.

3. Financiamiento estatal adecuado, con mecanismos de transparencia y vigilancia ciudadana.

4. Dignificación del trabajo del personal sanitario, con condiciones laborales estables y salarios justos.

5. Participación activa de los usuarios en la planeación, ejecución y control del sistema.

Este cambio no es utópico, es una urgencia ética, social y política. La salud no puede seguir siendo un negocio. Debe ser lo que siempre debió ser: un derecho humano garantizado por el Estado para todas las personas, sin discriminación y sin barreras.

Solo un sistema público, ético y solidario puede garantizar la salud como derecho y no como privilegio.

CMG - DIA
16 DE ABRIL 2025 

jueves, 10 de abril de 2025

 



La necesidad de una NUEVA izquierda democrática, ética y solidaria, en Colombia

Colombia atraviesa una de las etapas más complejas de su historia republicana: una sociedad profundamente marcada por la violencia estructural, la desigualdad, la polarización política y la fragmentación territorial. En este contexto, se hace urgente el surgimiento o fortalecimiento de una izquierda democrática que, con una ética y moral pública sólidas, asuma con responsabilidad el compromiso de transformar la realidad del país. Esta izquierda debe actuar no desde la imposición ideológica ni el cálculo electoral, sino desde la escucha activa a las comunidades, el respeto a la diversidad cultural y la construcción de consensos que reflejen un verdadero espíritu humanista y solidario.

Una NUEVA izquierda democrática y ética en Colombia no puede desligarse del carácter plurietnico, multicultural y regional de la nación. El reconocimiento efectivo de esta diversidad no debe limitarse a un discurso inclusivo, sino que debe traducirse en políticas públicas reales, diseñadas y ejecutadas de forma participativa, con las comunidades como protagonistas y no como simples beneficiarios. Esto exige una transformación profunda de las formas de hacer política, alejándose del clientelismo, la corrupción y el caudillismo que históricamente han erosionado la confianza ciudadana.

La izquierda con vocación de poder no puede postergar soluciones a los problemas urgentes: el hambre, el desempleo, la exclusión, la crisis ambiental, la educación, la salud, el empleo y la falta de oportunidades. Tampoco puede delegar su responsabilidad ética en terceros. La transformación del país requiere coherencia entre el discurso y la práctica, entre los principios y las decisiones concretas. La autoridad moral se construye con el ejemplo, no con la retórica.

En este sentido, la tarea fundamental de una izquierda democrática no es simplemente llegar al poder, sino construir un nuevo pacto social basado en la justicia, la solidaridad y el respeto por la dignidad humana. Esto supone una ruptura con las formas autoritarias y mesiánicas de ejercer el liderazgo, y la apertura a procesos colectivos, incluyentes y deliberativos.

Para avanzar hacia este horizonte, es bueno contemplar y asimilar,  cinco recomendaciones esenciales:

1. Reconstruir el tejido ético y moral de lo público: Fortalecer la transparencia, combatir la corrupción sin excepciones y establecer mecanismos de control ciudadano permanentes. La moral pública debe ser un principio rector, no una estrategia discursiva.

2. Descentralizar el poder político y económico: Impulsar una verdadera autonomía territorial que permita a las regiones construir sus propios modelos de desarrollo en armonía con sus identidades culturales y necesidades y posibilidades locales y regionales 

3. Fomentar la educación crítica y popular: Una izquierda humanista debe apostar por una educación que forme sujetos libres, reflexivos y solidarios, con capacidad de transformar su entorno. 

4. Impulsar el diálogo y la reconciliación nacional: En un país herido por el conflicto y la polarización, es vital promover escenarios de encuentro, escucha y construcción de paz desde abajo, con enfoque territorial.

5. Establecer una agenda común con los movimientos sociales: No basta con representarlos; es necesario gobernar con ellos, reconociendo su experiencia, saberes y luchas como parte esencial de cualquier transformación real.

Necesitamos una nueva izquierda que se libere de toda su historia de dogmatismo, sectarismo, vanguardismo, guerrillerismo,  y grupismo, una izquierda que ponga en el centro de su preocupación el mejoramiento de la vida humana en armonía con la vida natural. 

Colombia necesita una izquierda comprometida con la vida digna, que actúe con responsabilidad histórica y escuche con humildad a las mayorías excluidas. Una izquierda unida que abrace la pluralidad del país y apueste por la esperanza activa, no por el resentimiento ni la revancha. Solo así será posible construir una sociedad más justa, humana y solidaria.

CMG- - DIA 

12 DE ABRIL DE 2025

 



UNIVERSIDADES CAPTURADAS 

La crisis de una generación y el avance del Feminismo Autoritario.


En los últimos años, muchas universidades enfrentan un fenómeno alarmante: el debilitamiento de los valores que históricamente han sustentado el espíritu académico. El compromiso con el conocimiento, la rigurosidad intelectual y la apertura al debate parecen dar paso, en algunos sectores estudiantiles, a una cultura marcada por la fragilidad emocional, el rechazo a la crítica, y una peligrosa confusión entre militancia ideológica y vandalismo disfrazado de protesta.

Las universidades, tradicionalmente cuna del pensamiento crítico, la investigación rigurosa y el debate intelectual, se ven hoy sumidas en una profunda crisis que nadie identifica, ni reconoce.

Se habla ya de una "generación de cristal", un término polémico pero útil para describir la hipersensibilidad con la que una parte del estudiantado aborda cualquier forma de disenso. No se trata aquí de desestimar las luchas legítimas ni de menospreciar el valor de la salud mental, sino de señalar cómo ciertos discursos se transforman en escudos que impiden el crecimiento intelectual. En lugar de confrontar ideas, se cancela al interlocutor. En lugar de debatir, se impone el silencio.

A esto se suma la normalización de prácticas destructivas como el consumo excesivo de alcohol y drogas, muchas veces romantizadas como formas de rebeldía o liberación. La universidad, que debería ser un espacio de formación integral, se convierte en un terreno donde la evasión y el nihilismo se confunden con libertad.

El feminismo, movimiento esencial para la igualdad, también ha visto nacer dentro de sí corrientes que abrazan posturas fundamentalistas, intolerantes y autoritarias, cerradas al diálogo y proclives a la demonización sistemática del otro. 
El fenómeno no es espontáneo. Se ha ido gestando con la confluencia de múltiples factores: una cultura adolescente extendida en el tiempo, marcada por el alcohol y la droga como formas de evasión sistemática; una pereza intelectual que desprecia la exigencia y la excelencia; una violencia irracional, simbólica y a veces física, justificada por supuestos reclamos políticos que en realidad responden a identidades frágiles y resentidas. Pero entre todos estos factores, hay uno que merece especial atención por su peso y consecuencias: el avance de un feminismo fundamentalista que ha saboteado desde dentro el funcionamiento de la universidad.

Este feminismo de corte autoritario no busca igualdad, sino privilegios. Su lógica es la de la captura institucional: ocupar espacios de poder dentro de la academia, los centros de estudiantes, los comités evaluadores y hasta los protocolos de actuación, para imponer una narrativa única y excluyente. Bajo su mirada, toda mujer es víctima por el solo hecho de serlo, y todo hombre es un opresor en potencia, sin importar sus actos, ideas ni historia. El principio de presunción de inocencia se disuelve ante una política de denuncias que muchas veces no necesita pruebas para ser ejecutada con efectos devastadores.

El feminismo institucionalizado se ha convertido, en muchos casos, en una maquinaria de auto-victimización y oportunismo. Se invoca la violencia de género para silenciar opositores, desplazar autoridades, bloquear concursos y anular voces disidentes. Se usa el discurso del trauma como herramienta de chantaje moral. Y se desconoce deliberadamente el surgimiento de nuevas masculinidades que buscan romper con los modelos patriarcales tradicionales. Para este feminismo extremo, ningún hombre puede ser aliado: solo culpable, solo cómplice, solo sospechoso.

En nombre de la inclusión y el respeto a la diversidad, muchos centros académicos se han convertido en territorios capturados por una generación hipersensible, reactiva, ideologizada hasta la parálisis institucional. Una generación que rinde culto al facilismo, al victimismo y a la mediocridad disfrazada de militancia.
 La violencia, en algunos casos, se justifica en nombre de ninguna causa, perdiendo toda conexión con el pensamiento crítico y transformador. Es la violencia como alteración del orden por el desorden como meta y fin. 

La política universitaria, por su parte, se ha visto reducida muchas veces a una caricatura: símbolos vacíos, rituales de enfrentamiento, consignas sin contenido. La protesta se convierte en un fin en sí mismo, y no en un medio para mejorar el sistema educativo o democratizar el conocimiento.

En este contexto, no sorprende que el facilismo gane terreno. La pereza intelectual se disfraza de crítica a las “estructuras opresivas” del conocimiento tradicional. La mediocridad se escuda en la reivindicación de la diversidad. Se espera que el mérito sea reemplazado por la identificación con causas sociales, lo cual diluye el sentido mismo de la universidad como espacio de excelencia y superación.

Así, la universidad deja de ser un espacio de pensamiento para convertirse en un tribunal ideológico. Se impone la autocensura, se patologiza la crítica, se desmantelan procesos meritocráticos en nombre de una supuesta reparación histórica que nunca se satisface. Se enseñan dogmas, no teorías. Se forman militantes alienados , no ciudadanos libres.

Por supuesto, existen importantes excepciones. Hay jóvenes –hombres y mujeres– que entienden la igualdad como una responsabilidad compartida, no como una guerra de sexos. Hay estudiantes y docentes que aún creen en el diálogo, la exigencia y el valor del disenso. Pero hoy, en muchas facultades, son minoría silenciada o arrinconada.

Sin embargo, sería injusto hablar de una generación perdida. Existen, y son muchos, jóvenes comprometidos, brillantes y críticos de verdad, que no temen a la exigencia, que defienden ideas sin recurrir a la censura, que construyen en lugar de destruir. Ellos son la excepción significativa que, con suerte, marcará el rumbo hacia una universidad renovada y fiel a su misión original: formar ciudadanos libres, responsables pensantes y críticos.

Es urgente recuperar la universidad como lugar de encuentro, debate y pensamiento. Y para ello, es necesario desenmascarar los discursos que se presentan como progresistas pero en realidad reproducen formas nuevas de opresión. 

CMG- DIA 
ABRIL 10 DE 2025

domingo, 6 de abril de 2025

 




LA UNIVERSIDAD PUBLICA COMO EMPRESA PRIVADA. 
El secuestro del bien público por parte de los profesores de planta.

En el corazón de las universidades públicas, que deberían ser bastiones del conocimiento libre, la equidad y el compromiso social, se gesta una contradicción profunda. Mientras el discurso institucional habla de justicia, meritocracia y servicio a la sociedad, una élite bien consolidada de profesores de planta ha convertido la academia en un negocio personal, mercantilizando el conocimiento y apropiándose de lo público para fines privados.

La figura del “profesor de planta” se ha convertido, en muchos casos, en sinónimo de privilegio y poder enquistado. Con la excusa de la “actividad de extensión” —una función que en teoría debería acercar el saber universitario a las necesidades de la comunidad— estos docentes han montado verdaderos emporios personales. Utilizan el nombre de la universidad, sus instalaciones, su prestigio, e incluso a sus estudiantes, para celebrar millonarios contratos con entidades estatales y privadas.

Así, lo que debería ser una función pública se convierte en una fuente de enriquecimiento individual. Bajo la apariencia de legalidad, se hace empresa con lo público. Se terceriza el conocimiento. Se vende el saber como si fuera mercancía. Y lo más escandaloso: la universidad no solo lo permite, sino que lo fomenta, lo premia y lo institucionaliza.

Mientras tanto, en el otro extremo de la pirámide, están los profesores de cátedra y los ocasionales: los verdaderos parias del sistema universitario. Son ellos quienes cargan con la mayor parte de la docencia, quienes sostienen la vida académica cotidiana, quienes preparan clases, corrigen trabajos y acompañan a los estudiantes. Pero lo hacen con salarios indignos, sin estabilidad laboral, sin seguridad social digna, y bajo la amenaza constante de no ser contratados el siguiente semestre.

¿Dónde queda la ética universitaria cuando quienes deberían ser ejemplo de compromiso público se enriquecen bajo el amparo de lo colectivo? ¿Qué clase de modelo pedagógico se puede defender cuando la universidad replica las lógicas más perversas del mercado laboral? ¿Cómo hablar de excelencia académica cuando se reproducen relaciones laborales precarizadas y clientelares?

Es urgente abrir este debate con franqueza y sin miedo. La universidad pública no puede seguir siendo botín de unos pocos que, amparados en la estabilidad y el estatuto profesoral, privatizan sus funciones y se blindan frente a cualquier forma de evaluación externa. La extensión universitaria debe volver a ser lo que fue pensada: una herramienta de transformación social, no una fuente de acumulación privada.

La defensa de lo público empieza por desmontar estas prácticas. Porque mientras no se redistribuya el poder al interior de la universidad, mientras no se reconozca con justicia el trabajo docente de todos los que la hacen posible, la universidad pública seguirá siendo una ficción: un lugar donde se predica la equidad, pero se practica el privilegio.

En los últimos años, ha surgido una creciente preocupación sobre cómo los artículos de investigación, que deberían ser herramientas para difundir conocimiento y avances científicos, se han transformado en una especie de "moneda de cambio" en el mercado académico, especialmente ligado al ascenso laboral y al incremento salarial.

Muchos sistemas de evaluación académica, tanto en universidades como en instituciones públicas, premian a los investigadores por la cantidad de publicaciones que logran en revistas indexadas. Esta presión ha generado un ambiente competitivo que, en algunos casos, ha sido aprovechado por redes de revistas con prácticas corruptas o poco éticas.

Estas revistas, a menudo llamadas "depredadoras", aparentan ser serias y estar indexadas en bases de datos reconocidas, pero en realidad cobran altas tarifas por publicar sin someter los artículos a un proceso riguroso de revisión por pares. En algunos países, se han documentado incluso redes organizadas en las que investigadores, editores y funcionarios acuerdan publicar artículos sin mérito real para cumplir metas de productividad, obtener bonificaciones, o ascensos.

Este fenómeno no solo desvirtúa el valor real de la investigación científica, sino que también genera una gran desigualdad: quienes pueden pagar o tienen conexiones dentro de estas redes corruptas avanzan profesionalmente, mientras que quienes siguen los caminos éticos se ven rezagados por no poder “jugar el juego” de la corrupción académica.

Este es un tema delicado pero importante. En muchas universidades públicas, especialmente en América Latina, se ha observado un fenómeno preocupante: la privatización de los programas de posgrado, liderada por grupos de profesores que ven en estos espacios una oportunidad de enriquecimiento personal más que una misión académica.

Aunque las universidades públicas reciben financiamiento estatal y tienen como misión garantizar el acceso a la educación superior, en la práctica muchos posgrados —especialmente maestrías y diplomados— son gestionados como si fueran empresas privadas. Un grupo reducido de docentes o coordinadores controla la oferta académica, define los costos (frecuentemente elevados), selecciona a los docentes (muchas veces entre sus propios círculos), y en algunos casos manejan directamente los ingresos, marginando a la universidad como institución.

Este modelo ha generado varias consecuencias:
1. Los costos elevados excluyen a gran parte del estudiantado, especialmente a quienes provienen de sectores populares, lo cual contradice el espíritu público de estas universidades.

2. Algunos docentes perciben ingresos muy por encima de sus salarios oficiales, mientras los recursos no siempre se reinvierten en laboratorios, bibliotecas o mejoras académicas.

3. En algunos casos se crean posgrados con poca o nula pertinencia académica o social, diseñados simplemente para captar matrícula y generar ingresos.

4. La presión por mantener inscripciones altas lleva a bajar estándares de ingreso o de evaluación, afectando el nivel académico.

En resumen, se trata de una forma de "mercantilización interna" de la universidad pública, que reproduce desigualdades y desplaza la lógica del bien común por una lógica empresarial. Es un fenómeno complejo, con raíces en la falta de financiamiento estatal, pero también en la captura de espacios institucionales por grupos de poder académico, que se construyen incluso desde el discurso de la desobediencia civil, el anarquismo y procesos constituyentes capturados . Una falacia con fines económicos y apetito de poder.

CMG- DIA
7 DE ABRIL DE 2025.

viernes, 4 de abril de 2025



LA CONSTRUCCIÓN DE UNA SOCIEDAD EN PAZ, DEMOCRATICA Y CON JUSTICIA SOCIAL , requiere de la participación social.


La construcción de una sociedad en paz, democrática y con justicia social no puede ser concebida como un proyecto reaccionario y una utopía socialdemócrata. 

Por el contrario, es un proceso transformador y revolucionario cuya realización exige el reconocimiento y la participación activa de todos los sectores sociales, especialmente aquellos históricamente marginados, como los campesinos, pueblos indígenas, obreros, comunidades afrodescendientes, mujeres, estudiantes y sectores populares. La inclusión de estas voces no solo fortalece la legitimidad del proyecto democrático, sino que garantiza que la justicia social sea real, amplia y sostenible porque no viene de arriba hacia abajo, sino, que se construye desde abajo y con los de abajo. 

En primer lugar, es indispensable comprender que la democracia no se limita al ejercicio del voto ni a la existencia de instituciones formales. Una democracia verdadera es aquella que se construye desde la base social, con una ciudadanía activa que participa en la toma de decisiones que afectan sus vidas. Los campesinos, por ejemplo, desempeñan un papel fundamental en la soberanía alimentaria, el cuidado del medio ambiente y la preservación de saberes ancestrales. Su exclusión de los espacios de deliberación y toma de decisiones implica no solo una injusticia histórica, sino también una pérdida invaluable para el diseño de políticas públicas sostenibles.

 Los pueblos indígenas han sido guardianes de territorios ricos en biodiversidad y han desarrollado formas de organización comunitaria basadas en la reciprocidad, la armonía con la naturaleza y la justicia restaurativa. Su participación activa en los procesos sociales y políticos es esencial para descolonizar las estructuras del Estado y avanzar hacia modelos de desarrollo más equitativos, interculturales y respetuosos de la pluralidad.

La clase obrera, motor del desarrollo económico, ha sido también objeto de explotación y precarización. Su inclusión en las discusiones sobre políticas laborales, derechos económicos y bienestar colectivo es crucial para revertir las lógicas de desigualdad estructural. Una democracia que no escuche a sus trabajadores está condenada a reproducir la injusticia bajo el ropaje de la legalidad y a encontrase permanentemente con la inconformidad y la protesta legítima 

En el caso de las comunidades afrodescendientes, su participación implica reconocer las profundas raíces del racismo estructural y trabajar activamente para erradicarlas. Las negritudes han sido protagonistas en luchas por la dignidad, la cultura y la vida, y su voz es imprescindible para la construcción de una sociedad plural, incluyente y libre de discriminación.

Las mujeres, que históricamente han sido marginadas del poder político y económico, deben ocupar un lugar central en cualquier proyecto de justicia social. La equidad de género no puede ser un simple eslogan, sino un principio transversal en la construcción de paz y democracia. Incorporar la perspectiva de las mujeres permite cuestionar y transformar estructuras patriarcales que perpetúan la violencia y la exclusión. Pero igualmente un feminismo capturado por las agendas neoliberales como agente de división y dispersión. 

Los estudiantes y la juventud, por su parte, encarnan el potencial transformador de la sociedad. Su participación activa en movimientos sociales y en la formulación de propuestas educativas, culturales y políticas es clave para garantizar la renovación democrática y la vigencia de los derechos en las futuras generaciones.  

Finalmente, los sectores populares en su conjunto, organizados en barrios, cooperativas, movimientos sociales y culturales, son el tejido vivo de la sociedad. Su participación fortalece la democracia participativa, descentraliza el poder y promueve la corresponsabilidad ciudadana en la construcción del bien común.

Una sociedad en paz, democrática y con justicia social no puede edificarse sobre la exclusión ni el silenciamiento de los sectores populares. Solo a través de la participación activa, protagónica y vinculante de campesinos, indígenas, obreros, afrodescendientes, mujeres, estudiantes y demás sectores sociales, se puede construir un proyecto nacional justo, plural y sostenible. 

La paz no es simplemente la ausencia de conflicto, sino la presencia de justicia, y esta solo se logra cuando todas las voces son escuchadas y tienen poder para transformar la realidad.

CMG- DIA 
ABRIL 5 DE 2025

 




Hacia UNA NUEVA CULTURA POLITICA en Colombia: Por una democracia transformadora y solidaria. 


Colombia atraviesa una profunda encrucijada histórica. Tras décadas de conflicto armado, exclusión social, corrupción sistémica y una institucionalidad debilitada por intereses particulares, el país enfrenta el reto de reinventar su democracia. La democracia representativa de corte liberal –heredera de la tradición burguesa– ha sido incapaz de responder a las demandas de justicia, inclusión y equidad que claman desde los territorios, las comunidades y los sectores históricamente marginados. En este contexto, se hace urgente construir una nueva Cultura Política que confronte los vicios del modelo actual y se funde en valores profundamente humanos y transformadores.

La democracia colombiana ha sido, en muchos casos, una formalidad vaciada de contenido social. Las élites políticas y económicas han capturado el Estado, mientras la ciudadanía ha sido relegada al papel pasivo del votante ocasional. Las instituciones, aunque formalmente democráticas, reproducen desigualdades, perpetúan exclusiones y, muchas veces, silencian las voces disidentes. A esto se suma una cultura política arraigada en el clientelismo, el miedo, la apatía y la violencia como método de resolución de los conflictos. Todo ello nos obliga a repensar radicalmente la forma en que entendemos y practicamos lo político.

Una nueva Cultura Política en Colombia debe nacer del respeto profundo por la diferencia, en un país que es étnica, cultural y territorialmente diverso. El racismo estructural, el clasismo, la homofobia, el patriarcado y la exclusión de los pueblos indígenas y afrodescendientes deben ser confrontados con decisión. La política no puede seguir siendo un espacio de homogenización ni de imposición, sino un lugar de encuentro, diálogo y construcción colectiva. Reconocer al otro y a la otra en su diferencia es el primer paso hacia una verdadera democracia intercultural.

Esta cultura también debe fundarse en la unidad sobre lo fundamental. En Colombia, la historia nos ha enseñado que los acuerdos políticos muchas veces han estado marcados por el cálculo y no por la convicción. Pero hoy, más que nunca, necesitamos una unidad ética y política que garantice lo básico: el derecho a la vida, a la paz, a la tierra, a la salud, a la educación, al agua limpia, a la participación y a un futuro sin miedo. Esta unidad no borra las diferencias, sino que se construye a partir de la conciencia de que hay mínimos que no pueden ser negociables.

La solidaridad, por su parte, debe ser el antídoto contra la indiferencia y el individualismo que han desgarrado el tejido social. En una sociedad atravesada por el conflicto, la desigualdad y la desconfianza, es vital reconstruir los lazos comunitarios y promover una ética del cuidado. La solidaridad no puede ser un gesto esporádico, sino una práctica política cotidiana que se manifiesta en la defensa de lo público, en la protección de los más vulnerables y en el fortalecimiento de los procesos colectivos.

Esta nueva Cultura Política no puede quedarse en el discurso. Debe traducirse en acciones concretas y transformadoras. Implica fortalecer las organizaciones de base, los cabildos, las asambleas populares, los procesos de paz territorial, las pedagogías críticas y las economías alternativas. Requiere un compromiso activo con la justicia social, la memoria histórica, la verdad y la no repetición. También demanda una nueva generación de liderazgos éticos, transparentes y comprometidos con el bien común, no con la acumulación de poder.

Colombia tiene hoy la posibilidad de transitar hacia una democracia auténtica, construida desde abajo, desde los territorios, desde las resistencias y desde los sueños colectivos. La nueva Cultura Política que necesitamos debe ser profundamente democrática, incluyente, solidaria y transformadora. Debe romper con la lógica del privilegio, rechazar toda forma de violencia como mecanismo político, y abrir caminos hacia una convivencia plural, justa y digna.

Construir esta cultura es un reto de largo aliento, pero también una necesidad urgente. No se trata solo de cambiar leyes o instituciones, sino de transformar las mentalidades, las prácticas y los imaginarios que han sostenido la exclusión y la injusticia. Es, en definitiva, una apuesta por la esperanza activa y por un futuro en el que la política vuelva a ser el arte de cuidar la vida en común.

CMG-DIA 
ABRIL 7 de 2025 

jueves, 3 de abril de 2025

 





DIALÉCTICA DE LA ESTUPIDEZ

Una reflexión crítica sobre la violencia, la guerra y la urgencia de la transformación social

La historia de la humanidad está marcada por una constante pugna entre la razón y la sinrazón, entre la lucidez creadora y la estupidez destructiva. La guerra, como máxima expresión de esta última, representa no solo un fracaso ético, sino también un colapso racional. La violencia organizada, ejecutada con precisión técnica y justificada con discursos ideológicos, constituye una de las formas más brutales de estupidez colectiva: aquella que destruye lo que debería proteger, que mata en nombre de la vida y que oprime invocando la libertad. Aquella que se alegra con el fracaso de la paz y le otorga el triunfo a la estupidez de la guerra  y la violencia. 

La dialéctica de la estupidez emerge cuando los actores sociales, políticos, económicos y armados sustituyen el diálogo por la imposición, la empatía por el odio, y la justicia por la venganza. Esta dialéctica no construye, sino que descompone el tejido de lo humano. Se sostiene en un conjunto de lógicas perversas que normalizan lo inaceptable: la desigualdad, la explotación, la marginación y la muerte de inocentes. A lo largo de la historia, imperios, estados y movimientos han sido arrastrados por esta inercia de la estupidez, repitiendo las mismas lógicas criminales bajo nuevas banderas, porque han hecho de la guerra un oficio y un negocio. 

La guerra no es —como algunos pretenden— una necesidad natural ni un destino inevitable. Es una construcción política y económica que responde a intereses de dominación y acumulación. Quienes la promueven suelen estar lejos del frente de batalla; sus beneficios son siempre desproporcionados frente a un elevadísimo costo humano en vidas y sufrimientos . En este sentido, la estupidez no radica únicamente en la violencia en sí, sino en su legitimación social cuando las comunidades y los pueblos  aceptan la guerra como única salida, han sido ya vencidos en el terreno de la conciencia, son comunidades alienadas.

Por ello, repudiar la guerra no es una postura ingenua ni romántica, sino un imperativo ético, humano y revolucionario. Es preciso rechazar todo discurso que glorifique el conflicto armado como vía de solución o de redención histórica después de décadas de estruendosos fracasos y terribles desenlaces. La única victoria verdadera es la que preserva la vida, garantiza la dignidad y protege los derechos fundamentales de todas y cada una de las comunidades y de cada ser humano.

Frente a esta dialéctica perversa, saludamos y celebramos los esfuerzos de paz, diálogo y transformación social que surgen desde abajo, desde los márgenes, desde las comunidades que se niegan a ser carne de cañón. La paz no es solo la ausencia de balas; es la presencia de justicia, de pan, de salud, de educación, de tierra, de libertad. Es una construcción ardua, que exige valentía y compromiso, pero es el único camino digno de ser recorrido.

Las transformaciones sociales verdaderas —las que rompen con las estructuras de opresión y promueven una redistribución justa del poder y los recursos— no pueden imponerse por la fuerza, porque entonces reproducen la lógica que dicen combatir. Solo una sociedad que renuncia conscientemente a la violencia como instrumento político puede aspirar a una paz duradera y a una democracia real. Estos son otros tiempos que están movidos por nuevas fuerzas sociales y políticas, que han aprendido del fracaso de la vía armada y le están apostando a reinventar la política y la democracia sin renunciar a su agenda de cambios y transformaciones revolucionarias . 

En tiempos donde resurgen los discursos de odio, la militarización de la vida civil y la normalización del sufrimiento ajeno, es urgente desenmascarar la dialéctica de la estupidez. No basta con denunciar sus efectos: hay que atacar sus raíces, combatir la indiferencia, rechazar la desinformación y desarticular las estructuras que la sostienen. La lucidez crítica es un acto de resistencia que construye y transforma.

Hoy más que nunca, defender la paz, los derechos humanos y la dignidad de las comunidades y de los pueblos no es un acto de debilidad, sino el mayor signo de fortaleza y humanidad. Porque en un mundo donde todo conspira contra el sentido común, pensar, amar y transformar son actos radicales y revolucionarios.

CMG- DIA 
 ABRIL 8 DE 2025 



ECONOMIAS CIRCULARES , ECONOMIAS POPULARES Y MINIMALISMO: caminos hacia la justicia social en una Colombia polarizada y en transición. 


En un contexto global marcado por crisis ambientales, desigualdades crecientes y una democracia cada vez más desafiada por intereses económicos concentrados, surgen con fuerza alternativas que replantean nuestras formas de producir, consumir y convivir.

Tres enfoques —la economía circular, la economía popular y el minimalismo— confluyen como herramientas prácticas y filosóficas para acompañar una transición hacia sociedades más justas, equitativas y profundamente humanas y democráticas.

Colombia enfrenta un momento histórico de definiciones. Las heridas del conflicto armado, la persistencia del narcotráfico y la desigualdad estructural heredada de siglos de exclusión territorial, económica y social urgen transformaciones profundas.

 En este contexto, estos tres enfoques emergen como apuestas para una transición democrática con justicia social: la economía circular, la economía popular y el minimalismo. Su articulación no solo representa una respuesta a los desafíos ambientales y sociales contemporáneos, sino también una oportunidad para sanar el tejido social y redistribuir poder en un país históricamente fragmentado.

1. ECONOMÍA CIRCULAR: reconstrucción desde la sustentabilidad.

La economía circular plantea un rediseño del modelo económico, priorizando la regeneración de los ecosistemas y la reutilización de materiales por encima del consumo lineal y extractivista. En Colombia, donde el modelo económico se ha basado en la explotación intensiva de recursos naturales, esta visión representa un giro necesario. Además, ofrece un camino para la inclusión económica en territorios afectados por la guerra. Como señala la Comisión de la Verdad, "la paz exige una transformación estructural del modelo económico que incluya a las regiones históricamente excluidas" (Informe Final, 2022). La economía circular puede ser un componente clave de esa transformación, generando empleo digno y local, especialmente en sectores como la agricultura, el turismo ecológico, el reciclaje industrial y la bioeconomía.

2. ECONOMIA POPULAR: justicia desde abajo

La economía popular, protagonizada por campesinos, mujeres, comunidades afrodescendientes e indígenas y, sectores populares,  ha sido históricamente marginada por el mercado y el Estado. Sin embargo, representa una forma solidaria de producir vida y bienes. En Colombia, fortalecer esta economía implica avanzar en la reforma agraria pendiente, garantizar el acceso a la tierra y el agua, y reconocer el rol fundamental de las comunidades campesinas en la soberanía alimentaria. Como afirma el sociólogo Alfredo Molano, “el conflicto en Colombia ha sido, sobre todo, por la tierra. Sin resolver eso, no habrá paz” (Molano, Desterrados, 2001). Vincular la economía popular con circuitos de economía circular permite no solo aumentar su viabilidad económica, sino también consolidar territorios de paz y autonomía frente a economías ilegales como el narcotráfico.

3. MINIMALISMO: un cambio cultural sobre el consumo. 

En un país atravesado por el hiperconsumo en las ciudades y la precariedad en las periferias, el minimalismo propone una ética de vida centrada en lo esencial. Esta práctica, lejos de ser un lujo urbano, puede ser una herramienta política para combatir el modelo aspiracional que sustenta el capitalismo, el narcotráfico y la economía criminal. Promover una cultura del “vivir sabroso”, como proponen muchas comunidades afrocolombianas, implica desnaturalizar el derroche, revalorizar lo comunitario y descolonizar el deseo. No se trata de tener más, sino de vivir mejor.

4. CONVERGENCIAS para hacer posible UNA SOCIEDAD JUSTA. 

Articular estos tres enfoques no es un ejercicio técnico, sino profundamente político. Se trata de reconfigurar las bases del contrato social colombiano, reconociendo que la justicia ambiental, económica y cultural son indivisibles. La economía circular encuentra en las prácticas ancestrales y populares formas sostenibles de producción; el minimalismo ofrece un horizonte ético para reducir la presión sobre los recursos y sobre las personas; y la economía popular puede ser la columna vertebral de una transición con sentido de lo  humano.

Para que estas alternativas tengan impacto real, deben ser respaldadas por políticas públicas integrales que garanticen tierra, educación, financiación y reconocimiento. En palabras del Acuerdo de Paz de La Habana: “la construcción de una paz estable y duradera requiere democratizar el acceso a los recursos productivos y fortalecer la economía campesina, familiar y comunitaria” (Acuerdo Final, 2016).

Colombia, país de resistencias y esperanzas, tiene en sus territorios, en sus pueblos y en sus saberes populares las claves para una transición justa. No se parte de cero: ya existen miles de iniciativas que reciclan, siembran, comparten y viven con dignidad. El desafío es escucharlas, conectarlas y potenciarlas como ejes de un nuevo modelo de país que se aleja de todo fundamentalismo político y económico y de todo  totalitarismo ideológico. 

CMG- DIA 
Abril 4 de 2025