domingo, 6 de abril de 2025

 




LA UNIVERSIDAD PUBLICA COMO EMPRESA PRIVADA. 
El secuestro del bien público por parte de los profesores de planta.

En el corazón de las universidades públicas, que deberían ser bastiones del conocimiento libre, la equidad y el compromiso social, se gesta una contradicción profunda. Mientras el discurso institucional habla de justicia, meritocracia y servicio a la sociedad, una élite bien consolidada de profesores de planta ha convertido la academia en un negocio personal, mercantilizando el conocimiento y apropiándose de lo público para fines privados.

La figura del “profesor de planta” se ha convertido, en muchos casos, en sinónimo de privilegio y poder enquistado. Con la excusa de la “actividad de extensión” —una función que en teoría debería acercar el saber universitario a las necesidades de la comunidad— estos docentes han montado verdaderos emporios personales. Utilizan el nombre de la universidad, sus instalaciones, su prestigio, e incluso a sus estudiantes, para celebrar millonarios contratos con entidades estatales y privadas.

Así, lo que debería ser una función pública se convierte en una fuente de enriquecimiento individual. Bajo la apariencia de legalidad, se hace empresa con lo público. Se terceriza el conocimiento. Se vende el saber como si fuera mercancía. Y lo más escandaloso: la universidad no solo lo permite, sino que lo fomenta, lo premia y lo institucionaliza.

Mientras tanto, en el otro extremo de la pirámide, están los profesores de cátedra y los ocasionales: los verdaderos parias del sistema universitario. Son ellos quienes cargan con la mayor parte de la docencia, quienes sostienen la vida académica cotidiana, quienes preparan clases, corrigen trabajos y acompañan a los estudiantes. Pero lo hacen con salarios indignos, sin estabilidad laboral, sin seguridad social digna, y bajo la amenaza constante de no ser contratados el siguiente semestre.

¿Dónde queda la ética universitaria cuando quienes deberían ser ejemplo de compromiso público se enriquecen bajo el amparo de lo colectivo? ¿Qué clase de modelo pedagógico se puede defender cuando la universidad replica las lógicas más perversas del mercado laboral? ¿Cómo hablar de excelencia académica cuando se reproducen relaciones laborales precarizadas y clientelares?

Es urgente abrir este debate con franqueza y sin miedo. La universidad pública no puede seguir siendo botín de unos pocos que, amparados en la estabilidad y el estatuto profesoral, privatizan sus funciones y se blindan frente a cualquier forma de evaluación externa. La extensión universitaria debe volver a ser lo que fue pensada: una herramienta de transformación social, no una fuente de acumulación privada.

La defensa de lo público empieza por desmontar estas prácticas. Porque mientras no se redistribuya el poder al interior de la universidad, mientras no se reconozca con justicia el trabajo docente de todos los que la hacen posible, la universidad pública seguirá siendo una ficción: un lugar donde se predica la equidad, pero se practica el privilegio.

En los últimos años, ha surgido una creciente preocupación sobre cómo los artículos de investigación, que deberían ser herramientas para difundir conocimiento y avances científicos, se han transformado en una especie de "moneda de cambio" en el mercado académico, especialmente ligado al ascenso laboral y al incremento salarial.

Muchos sistemas de evaluación académica, tanto en universidades como en instituciones públicas, premian a los investigadores por la cantidad de publicaciones que logran en revistas indexadas. Esta presión ha generado un ambiente competitivo que, en algunos casos, ha sido aprovechado por redes de revistas con prácticas corruptas o poco éticas.

Estas revistas, a menudo llamadas "depredadoras", aparentan ser serias y estar indexadas en bases de datos reconocidas, pero en realidad cobran altas tarifas por publicar sin someter los artículos a un proceso riguroso de revisión por pares. En algunos países, se han documentado incluso redes organizadas en las que investigadores, editores y funcionarios acuerdan publicar artículos sin mérito real para cumplir metas de productividad, obtener bonificaciones, o ascensos.

Este fenómeno no solo desvirtúa el valor real de la investigación científica, sino que también genera una gran desigualdad: quienes pueden pagar o tienen conexiones dentro de estas redes corruptas avanzan profesionalmente, mientras que quienes siguen los caminos éticos se ven rezagados por no poder “jugar el juego” de la corrupción académica.

Este es un tema delicado pero importante. En muchas universidades públicas, especialmente en América Latina, se ha observado un fenómeno preocupante: la privatización de los programas de posgrado, liderada por grupos de profesores que ven en estos espacios una oportunidad de enriquecimiento personal más que una misión académica.

Aunque las universidades públicas reciben financiamiento estatal y tienen como misión garantizar el acceso a la educación superior, en la práctica muchos posgrados —especialmente maestrías y diplomados— son gestionados como si fueran empresas privadas. Un grupo reducido de docentes o coordinadores controla la oferta académica, define los costos (frecuentemente elevados), selecciona a los docentes (muchas veces entre sus propios círculos), y en algunos casos manejan directamente los ingresos, marginando a la universidad como institución.

Este modelo ha generado varias consecuencias:
1. Los costos elevados excluyen a gran parte del estudiantado, especialmente a quienes provienen de sectores populares, lo cual contradice el espíritu público de estas universidades.

2. Algunos docentes perciben ingresos muy por encima de sus salarios oficiales, mientras los recursos no siempre se reinvierten en laboratorios, bibliotecas o mejoras académicas.

3. En algunos casos se crean posgrados con poca o nula pertinencia académica o social, diseñados simplemente para captar matrícula y generar ingresos.

4. La presión por mantener inscripciones altas lleva a bajar estándares de ingreso o de evaluación, afectando el nivel académico.

En resumen, se trata de una forma de "mercantilización interna" de la universidad pública, que reproduce desigualdades y desplaza la lógica del bien común por una lógica empresarial. Es un fenómeno complejo, con raíces en la falta de financiamiento estatal, pero también en la captura de espacios institucionales por grupos de poder académico, que se construyen incluso desde el discurso de la desobediencia civil, el anarquismo y procesos constituyentes capturados . Una falacia con fines económicos y apetito de poder.

CMG- DIA
7 DE ABRIL DE 2025.

viernes, 4 de abril de 2025



LA CONSTRUCCIÓN DE UNA SOCIEDAD EN PAZ, DEMOCRATICA Y CON JUSTICIA SOCIAL , requiere de la participación social.


La construcción de una sociedad en paz, democrática y con justicia social no puede ser concebida como un proyecto reaccionario y una utopía socialdemócrata. 

Por el contrario, es un proceso transformador y revolucionario cuya realización exige el reconocimiento y la participación activa de todos los sectores sociales, especialmente aquellos históricamente marginados, como los campesinos, pueblos indígenas, obreros, comunidades afrodescendientes, mujeres, estudiantes y sectores populares. La inclusión de estas voces no solo fortalece la legitimidad del proyecto democrático, sino que garantiza que la justicia social sea real, amplia y sostenible porque no viene de arriba hacia abajo, sino, que se construye desde abajo y con los de abajo. 

En primer lugar, es indispensable comprender que la democracia no se limita al ejercicio del voto ni a la existencia de instituciones formales. Una democracia verdadera es aquella que se construye desde la base social, con una ciudadanía activa que participa en la toma de decisiones que afectan sus vidas. Los campesinos, por ejemplo, desempeñan un papel fundamental en la soberanía alimentaria, el cuidado del medio ambiente y la preservación de saberes ancestrales. Su exclusión de los espacios de deliberación y toma de decisiones implica no solo una injusticia histórica, sino también una pérdida invaluable para el diseño de políticas públicas sostenibles.

 Los pueblos indígenas han sido guardianes de territorios ricos en biodiversidad y han desarrollado formas de organización comunitaria basadas en la reciprocidad, la armonía con la naturaleza y la justicia restaurativa. Su participación activa en los procesos sociales y políticos es esencial para descolonizar las estructuras del Estado y avanzar hacia modelos de desarrollo más equitativos, interculturales y respetuosos de la pluralidad.

La clase obrera, motor del desarrollo económico, ha sido también objeto de explotación y precarización. Su inclusión en las discusiones sobre políticas laborales, derechos económicos y bienestar colectivo es crucial para revertir las lógicas de desigualdad estructural. Una democracia que no escuche a sus trabajadores está condenada a reproducir la injusticia bajo el ropaje de la legalidad y a encontrase permanentemente con la inconformidad y la protesta legítima 

En el caso de las comunidades afrodescendientes, su participación implica reconocer las profundas raíces del racismo estructural y trabajar activamente para erradicarlas. Las negritudes han sido protagonistas en luchas por la dignidad, la cultura y la vida, y su voz es imprescindible para la construcción de una sociedad plural, incluyente y libre de discriminación.

Las mujeres, que históricamente han sido marginadas del poder político y económico, deben ocupar un lugar central en cualquier proyecto de justicia social. La equidad de género no puede ser un simple eslogan, sino un principio transversal en la construcción de paz y democracia. Incorporar la perspectiva de las mujeres permite cuestionar y transformar estructuras patriarcales que perpetúan la violencia y la exclusión. Pero igualmente un feminismo capturado por las agendas neoliberales como agente de división y dispersión. 

Los estudiantes y la juventud, por su parte, encarnan el potencial transformador de la sociedad. Su participación activa en movimientos sociales y en la formulación de propuestas educativas, culturales y políticas es clave para garantizar la renovación democrática y la vigencia de los derechos en las futuras generaciones.  

Finalmente, los sectores populares en su conjunto, organizados en barrios, cooperativas, movimientos sociales y culturales, son el tejido vivo de la sociedad. Su participación fortalece la democracia participativa, descentraliza el poder y promueve la corresponsabilidad ciudadana en la construcción del bien común.

Una sociedad en paz, democrática y con justicia social no puede edificarse sobre la exclusión ni el silenciamiento de los sectores populares. Solo a través de la participación activa, protagónica y vinculante de campesinos, indígenas, obreros, afrodescendientes, mujeres, estudiantes y demás sectores sociales, se puede construir un proyecto nacional justo, plural y sostenible. 

La paz no es simplemente la ausencia de conflicto, sino la presencia de justicia, y esta solo se logra cuando todas las voces son escuchadas y tienen poder para transformar la realidad.

CMG- DIA 
ABRIL 5 DE 2025

 




Hacia UNA NUEVA CULTURA POLITICA en Colombia: Por una democracia transformadora y solidaria. 


Colombia atraviesa una profunda encrucijada histórica. Tras décadas de conflicto armado, exclusión social, corrupción sistémica y una institucionalidad debilitada por intereses particulares, el país enfrenta el reto de reinventar su democracia. La democracia representativa de corte liberal –heredera de la tradición burguesa– ha sido incapaz de responder a las demandas de justicia, inclusión y equidad que claman desde los territorios, las comunidades y los sectores históricamente marginados. En este contexto, se hace urgente construir una nueva Cultura Política que confronte los vicios del modelo actual y se funde en valores profundamente humanos y transformadores.

La democracia colombiana ha sido, en muchos casos, una formalidad vaciada de contenido social. Las élites políticas y económicas han capturado el Estado, mientras la ciudadanía ha sido relegada al papel pasivo del votante ocasional. Las instituciones, aunque formalmente democráticas, reproducen desigualdades, perpetúan exclusiones y, muchas veces, silencian las voces disidentes. A esto se suma una cultura política arraigada en el clientelismo, el miedo, la apatía y la violencia como método de resolución de los conflictos. Todo ello nos obliga a repensar radicalmente la forma en que entendemos y practicamos lo político.

Una nueva Cultura Política en Colombia debe nacer del respeto profundo por la diferencia, en un país que es étnica, cultural y territorialmente diverso. El racismo estructural, el clasismo, la homofobia, el patriarcado y la exclusión de los pueblos indígenas y afrodescendientes deben ser confrontados con decisión. La política no puede seguir siendo un espacio de homogenización ni de imposición, sino un lugar de encuentro, diálogo y construcción colectiva. Reconocer al otro y a la otra en su diferencia es el primer paso hacia una verdadera democracia intercultural.

Esta cultura también debe fundarse en la unidad sobre lo fundamental. En Colombia, la historia nos ha enseñado que los acuerdos políticos muchas veces han estado marcados por el cálculo y no por la convicción. Pero hoy, más que nunca, necesitamos una unidad ética y política que garantice lo básico: el derecho a la vida, a la paz, a la tierra, a la salud, a la educación, al agua limpia, a la participación y a un futuro sin miedo. Esta unidad no borra las diferencias, sino que se construye a partir de la conciencia de que hay mínimos que no pueden ser negociables.

La solidaridad, por su parte, debe ser el antídoto contra la indiferencia y el individualismo que han desgarrado el tejido social. En una sociedad atravesada por el conflicto, la desigualdad y la desconfianza, es vital reconstruir los lazos comunitarios y promover una ética del cuidado. La solidaridad no puede ser un gesto esporádico, sino una práctica política cotidiana que se manifiesta en la defensa de lo público, en la protección de los más vulnerables y en el fortalecimiento de los procesos colectivos.

Esta nueva Cultura Política no puede quedarse en el discurso. Debe traducirse en acciones concretas y transformadoras. Implica fortalecer las organizaciones de base, los cabildos, las asambleas populares, los procesos de paz territorial, las pedagogías críticas y las economías alternativas. Requiere un compromiso activo con la justicia social, la memoria histórica, la verdad y la no repetición. También demanda una nueva generación de liderazgos éticos, transparentes y comprometidos con el bien común, no con la acumulación de poder.

Colombia tiene hoy la posibilidad de transitar hacia una democracia auténtica, construida desde abajo, desde los territorios, desde las resistencias y desde los sueños colectivos. La nueva Cultura Política que necesitamos debe ser profundamente democrática, incluyente, solidaria y transformadora. Debe romper con la lógica del privilegio, rechazar toda forma de violencia como mecanismo político, y abrir caminos hacia una convivencia plural, justa y digna.

Construir esta cultura es un reto de largo aliento, pero también una necesidad urgente. No se trata solo de cambiar leyes o instituciones, sino de transformar las mentalidades, las prácticas y los imaginarios que han sostenido la exclusión y la injusticia. Es, en definitiva, una apuesta por la esperanza activa y por un futuro en el que la política vuelva a ser el arte de cuidar la vida en común.

CMG-DIA 
ABRIL 7 de 2025 

jueves, 3 de abril de 2025

 





DIALÉCTICA DE LA ESTUPIDEZ

Una reflexión crítica sobre la violencia, la guerra y la urgencia de la transformación social

La historia de la humanidad está marcada por una constante pugna entre la razón y la sinrazón, entre la lucidez creadora y la estupidez destructiva. La guerra, como máxima expresión de esta última, representa no solo un fracaso ético, sino también un colapso racional. La violencia organizada, ejecutada con precisión técnica y justificada con discursos ideológicos, constituye una de las formas más brutales de estupidez colectiva: aquella que destruye lo que debería proteger, que mata en nombre de la vida y que oprime invocando la libertad. Aquella que se alegra con el fracaso de la paz y le otorga el triunfo a la estupidez de la guerra  y la violencia. 

La dialéctica de la estupidez emerge cuando los actores sociales, políticos, económicos y armados sustituyen el diálogo por la imposición, la empatía por el odio, y la justicia por la venganza. Esta dialéctica no construye, sino que descompone el tejido de lo humano. Se sostiene en un conjunto de lógicas perversas que normalizan lo inaceptable: la desigualdad, la explotación, la marginación y la muerte de inocentes. A lo largo de la historia, imperios, estados y movimientos han sido arrastrados por esta inercia de la estupidez, repitiendo las mismas lógicas criminales bajo nuevas banderas, porque han hecho de la guerra un oficio y un negocio. 

La guerra no es —como algunos pretenden— una necesidad natural ni un destino inevitable. Es una construcción política y económica que responde a intereses de dominación y acumulación. Quienes la promueven suelen estar lejos del frente de batalla; sus beneficios son siempre desproporcionados frente a un elevadísimo costo humano en vidas y sufrimientos . En este sentido, la estupidez no radica únicamente en la violencia en sí, sino en su legitimación social cuando las comunidades y los pueblos  aceptan la guerra como única salida, han sido ya vencidos en el terreno de la conciencia, son comunidades alienadas.

Por ello, repudiar la guerra no es una postura ingenua ni romántica, sino un imperativo ético, humano y revolucionario. Es preciso rechazar todo discurso que glorifique el conflicto armado como vía de solución o de redención histórica después de décadas de estruendosos fracasos y terribles desenlaces. La única victoria verdadera es la que preserva la vida, garantiza la dignidad y protege los derechos fundamentales de todas y cada una de las comunidades y de cada ser humano.

Frente a esta dialéctica perversa, saludamos y celebramos los esfuerzos de paz, diálogo y transformación social que surgen desde abajo, desde los márgenes, desde las comunidades que se niegan a ser carne de cañón. La paz no es solo la ausencia de balas; es la presencia de justicia, de pan, de salud, de educación, de tierra, de libertad. Es una construcción ardua, que exige valentía y compromiso, pero es el único camino digno de ser recorrido.

Las transformaciones sociales verdaderas —las que rompen con las estructuras de opresión y promueven una redistribución justa del poder y los recursos— no pueden imponerse por la fuerza, porque entonces reproducen la lógica que dicen combatir. Solo una sociedad que renuncia conscientemente a la violencia como instrumento político puede aspirar a una paz duradera y a una democracia real. Estos son otros tiempos que están movidos por nuevas fuerzas sociales y políticas, que han aprendido del fracaso de la vía armada y le están apostando a reinventar la política y la democracia sin renunciar a su agenda de cambios y transformaciones revolucionarias . 

En tiempos donde resurgen los discursos de odio, la militarización de la vida civil y la normalización del sufrimiento ajeno, es urgente desenmascarar la dialéctica de la estupidez. No basta con denunciar sus efectos: hay que atacar sus raíces, combatir la indiferencia, rechazar la desinformación y desarticular las estructuras que la sostienen. La lucidez crítica es un acto de resistencia que construye y transforma.

Hoy más que nunca, defender la paz, los derechos humanos y la dignidad de las comunidades y de los pueblos no es un acto de debilidad, sino el mayor signo de fortaleza y humanidad. Porque en un mundo donde todo conspira contra el sentido común, pensar, amar y transformar son actos radicales y revolucionarios.

CMG- DIA 
 ABRIL 8 DE 2025 



ECONOMIAS CIRCULARES , ECONOMIAS POPULARES Y MINIMALISMO: caminos hacia la justicia social en una Colombia polarizada y en transición. 


En un contexto global marcado por crisis ambientales, desigualdades crecientes y una democracia cada vez más desafiada por intereses económicos concentrados, surgen con fuerza alternativas que replantean nuestras formas de producir, consumir y convivir.

Tres enfoques —la economía circular, la economía popular y el minimalismo— confluyen como herramientas prácticas y filosóficas para acompañar una transición hacia sociedades más justas, equitativas y profundamente humanas y democráticas.

Colombia enfrenta un momento histórico de definiciones. Las heridas del conflicto armado, la persistencia del narcotráfico y la desigualdad estructural heredada de siglos de exclusión territorial, económica y social urgen transformaciones profundas.

 En este contexto, estos tres enfoques emergen como apuestas para una transición democrática con justicia social: la economía circular, la economía popular y el minimalismo. Su articulación no solo representa una respuesta a los desafíos ambientales y sociales contemporáneos, sino también una oportunidad para sanar el tejido social y redistribuir poder en un país históricamente fragmentado.

1. ECONOMÍA CIRCULAR: reconstrucción desde la sustentabilidad.

La economía circular plantea un rediseño del modelo económico, priorizando la regeneración de los ecosistemas y la reutilización de materiales por encima del consumo lineal y extractivista. En Colombia, donde el modelo económico se ha basado en la explotación intensiva de recursos naturales, esta visión representa un giro necesario. Además, ofrece un camino para la inclusión económica en territorios afectados por la guerra. Como señala la Comisión de la Verdad, "la paz exige una transformación estructural del modelo económico que incluya a las regiones históricamente excluidas" (Informe Final, 2022). La economía circular puede ser un componente clave de esa transformación, generando empleo digno y local, especialmente en sectores como la agricultura, el turismo ecológico, el reciclaje industrial y la bioeconomía.

2. ECONOMIA POPULAR: justicia desde abajo

La economía popular, protagonizada por campesinos, mujeres, comunidades afrodescendientes e indígenas y, sectores populares,  ha sido históricamente marginada por el mercado y el Estado. Sin embargo, representa una forma solidaria de producir vida y bienes. En Colombia, fortalecer esta economía implica avanzar en la reforma agraria pendiente, garantizar el acceso a la tierra y el agua, y reconocer el rol fundamental de las comunidades campesinas en la soberanía alimentaria. Como afirma el sociólogo Alfredo Molano, “el conflicto en Colombia ha sido, sobre todo, por la tierra. Sin resolver eso, no habrá paz” (Molano, Desterrados, 2001). Vincular la economía popular con circuitos de economía circular permite no solo aumentar su viabilidad económica, sino también consolidar territorios de paz y autonomía frente a economías ilegales como el narcotráfico.

3. MINIMALISMO: un cambio cultural sobre el consumo. 

En un país atravesado por el hiperconsumo en las ciudades y la precariedad en las periferias, el minimalismo propone una ética de vida centrada en lo esencial. Esta práctica, lejos de ser un lujo urbano, puede ser una herramienta política para combatir el modelo aspiracional que sustenta el capitalismo, el narcotráfico y la economía criminal. Promover una cultura del “vivir sabroso”, como proponen muchas comunidades afrocolombianas, implica desnaturalizar el derroche, revalorizar lo comunitario y descolonizar el deseo. No se trata de tener más, sino de vivir mejor.

4. CONVERGENCIAS para hacer posible UNA SOCIEDAD JUSTA. 

Articular estos tres enfoques no es un ejercicio técnico, sino profundamente político. Se trata de reconfigurar las bases del contrato social colombiano, reconociendo que la justicia ambiental, económica y cultural son indivisibles. La economía circular encuentra en las prácticas ancestrales y populares formas sostenibles de producción; el minimalismo ofrece un horizonte ético para reducir la presión sobre los recursos y sobre las personas; y la economía popular puede ser la columna vertebral de una transición con sentido de lo  humano.

Para que estas alternativas tengan impacto real, deben ser respaldadas por políticas públicas integrales que garanticen tierra, educación, financiación y reconocimiento. En palabras del Acuerdo de Paz de La Habana: “la construcción de una paz estable y duradera requiere democratizar el acceso a los recursos productivos y fortalecer la economía campesina, familiar y comunitaria” (Acuerdo Final, 2016).

Colombia, país de resistencias y esperanzas, tiene en sus territorios, en sus pueblos y en sus saberes populares las claves para una transición justa. No se parte de cero: ya existen miles de iniciativas que reciclan, siembran, comparten y viven con dignidad. El desafío es escucharlas, conectarlas y potenciarlas como ejes de un nuevo modelo de país que se aleja de todo fundamentalismo político y económico y de todo  totalitarismo ideológico. 

CMG- DIA 
Abril 4 de 2025