LA PRESENCIA MILITAR de EE. UU. EN EL CARIBE FRENTE A VENEZUELA
Génesis, riesgos y reacciones ante el fantasma de una INTERVENCIÓN
La acumulación de medios navales estadounidenses en el sur del Caribe, a escasas millas del litoral venezolano, reabre un expediente histórico que América Latina conoce bien: el de la coerción militar como instrumento de política exterior.
Aunque Washington encuadra el despliegue en la lógica de las “operaciones antinarcóticos” y la presión contra redes criminales y autoridades venezolanas acusadas de connivencia con estas, la proximidad física de destructores con capacidad de misiles guiados, el aumento de la retórica coercitiva y los ejercicios con aliados regionales elevan el umbral de riesgo de incidentes, errores de cálculo y escaladas.
Más allá de coyunturas, lo que está en juego es el principio de no uso de la fuerza, la arquitectura de seguridad interamericana, el equilibrio energético y humanitario regional y, en última instancia, la autoridad del derecho internacional.
En este ensayo se reconstruye el trasfondo histórico e institucional de la presencia naval de EE. UU. en el Caribe, se examinan sus motivaciones contemporáneas y se evalúan las consecuencias y reacciones —diplomáticas, políticas, militares y populares— que acarrearía una intervención sobre Venezuela.
EL RESURGIR DE LA IV FLOTA: genealogía de una presencia
El Caribe ha sido, desde el siglo XIX, el “mare nostrum” de la proyección estadounidense. La secuencia de intervenciones es conocida —Cuba, República Dominicana, Haití, Granada—, con el clímax tardío de la invasión a Granada (1983), coordinada con socios caribeños bajo el paraguas de “restaurar el orden” y “proteger vidas”, y el antecedente de la intervención en la República Dominicana (1965), formalmente avalada por la OEA en contexto de Guerra Fría. Estos episodios asentaron un patrón: despliegues rápidos, objetivos político-estratégicos amplios, costos civiles disputados y profundas huellas en la memoria regional.
Tras la postguerra fría, el vector marítimo cobró nuevo impulso con la reactivación, en 2008, de la IV Flota —la componente naval del Comando Sur (SOUTHCOM)— con responsabilidad sobre el Caribe y las aguas que rodean Centro y Suramérica. Oficialmente orientada a asistencia humanitaria, ejercicios y apoyo antinarcóticos, su relanzamiento provocó recelos en múltiples capitales latinoamericanas, que lo leyeron como retorno de una herramienta de presión estratégica sobre gobiernos "díscolos" o progresistas.
En abril de 2020, SOUTHCOM anunció “operaciones antinarcóticos reforzadas” en el Caribe y el Pacífico oriental, expandiendo patrullajes, vigilancia y apoyo a interdicciones —un marco operativo que, de hecho, ha servido para justificar sucesivas oleadas de presencia naval en torno a Venezuela.
El punto de inflexión más reciente se produjo en agosto de 2025, cuando el gobierno estadounidense ordenó el despliegue de tres destructores con sistema Aegis hacia el arco caribeño frente a Venezuela, formalmente para “golpear” cadenas del narcotráfico atribuidas a redes vinculadas al poder venezolano. La medida coincidió con la duplicación de la recompensa por la captura de Nicolás Maduro y la designación de organizaciones criminales regionales como “terroristas”, elevando el tono de confrontación y la posibilidad —aunque no declarada— de operaciones de fuerza. Caracas respondió con una movilización de milicias y denunció una amenaza contra la paz regional.
MARCO JURÍDICO y GOBERNANZA HEMISFÉRICA: de la Carta de la ONU a la Carta de la OEA
El derecho internacional contemporáneo establece límites nítidos: el artículo 2(4) de la Carta de la ONU prohíbe “la amenaza o el uso de la fuerza” contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, salvo en caso de legítima defensa o con autorización del Consejo de Seguridad. La Carta de la OEA duplica esa norma a escala regional, obligando a los Estados a no recurrir a la fuerza y a privilegiar el arreglo pacífico de controversias. Una intervención “preventiva”, una operación de “cambio de régimen” o un bloqueo naval no selectivo colisionarían frontalmente con ese andamiaje normativo. Además, el expediente venezolano en el Consejo de Seguridad ha mostrado parálisis: cuando Washington buscó resoluciones condenatorias o que habilitaran medidas, la dinámica de vetos y abstenciones —con Rusia y China como actores clave— bloqueó salidas coercitivas multilaterales, lo que hace verosímil que cualquier intento de internacionalizar una intervención fracase en Nueva York.
MOTIVACIONES CONTEMPORÁNEAS: crimen transnacional, política doméstica y geoeconomía
Tres vectores explican la intensificación reciente de la presencia naval:
1. Narrativa antinarcóticos. Desde 2020, el Comando Sur enmarca su postura en la “disrupción” de flujos ilícitos, elevando la cooperación con guardacostas y marinas del Caribe. Sin embargo, reportajes y causas judiciales han revelado operaciones encubiertas de agencias estadounidenses en territorio venezolano (o en su perímetro) que han tensionado los límites de jurisdicción y el respeto a la soberanía, alimentando percepciones regionales de extraterritorialidad selectiva.
2. Política estadounidense y “securitización” de Venezuela. La decisión de subir recompensas contra autoridades venezolanas y de clasificar a ciertas bandas regionales como “terroristas” proyecta un marco que facilita el empleo de instrumentos militares en un entorno ambiguo entre crimen organizado y hostilidad estatal. Este repertorio discursivo endurece la postura y reduce los incentivos a soluciones negociadas, particularmente en ciclos electorales estadounidenses donde “dureza” frente a actores “hostiles” rinde políticamente.
3. Geoeconomía del petróleo y el Caribe oriental. La disputa Guyana-Venezuela por el Esequibo ha introducido a un aliado emergente de EE. UU. —Guyana, con reservas petroleras costa afuera masivas— en el cálculo estratégico. Washington ha estrechado la cooperación de seguridad y ejercicios con Georgetown, mientras Brasil, actor bisagra del Cono Norte amazónico, reforzó su frontera para evitar desbordes. El tablero combina energía, derecho del mar y disuasión regional.
¿QUÉ SIGNIFICARÍA UNA INTERVENCIÓN MILITAR? Riesgos, externalidades y efectos de demostración
Una operación militar abierta —desde un bloqueo “selectivo” hasta ataques quirúrgicos o una zona marítima de exclusión— tendría efectos negativos de amplio espectro:
a) Erosión de normas y precedentes peligrosos. Normalizar intervenciones sin mandato del Consejo de Seguridad o fuera de legítima defensa degradaría el principio cardinal de no uso de la fuerza, alentando a potencias rivales a actuar bajo justificaciones igualmente elásticas en sus áreas de influencia. La consecuencia sistémica sería un “efecto de contagio” normativo que encarece la preservación de la paz.
b) Riesgo de escalada con actores extrahemisféricos. Moscú ha exhibido, en momentos de tensión, capacidad de señalización estratégica en Venezuela, como el envío de bombarderos estratégicos Tu-160 en 2018; Teherán, por su parte, ha tejido con Caracas puentes logísticos (combustibles, equipamiento) y cooperación en sistemas no tripulados. En un escenario de intervención, esos vínculos podrían traducirse en asistencia material, ejercicios de presencia o ciberoperaciones de apoyo, ampliando el teatro de conflicto.
c) Inestabilidad marítima y accidentes. La proximidad de unidades navales con reglas de enfrentamiento tensas y la existencia de medios aéreos no tripulados elevan el riesgo de incidentes cinéticos o de navegación que desaten confrontaciones no deseadas. La lógica de “interdicción” en espacios de tránsito de terceros Estados caribeños expondría a la región a controversias por detenciones, inspecciones y decomisos, con potencial de internacionalizar disputas bilaterales. (Marco operativo de SOUTHCOM y reportes recientes ilustran ese clima de fricción).
d) Crisis humanitaria y desplazamientos. Venezuela ya ha experimentado un éxodo masivo en la última década; una intervención precipitaría nuevas olas hacia Colombia, Brasil y las islas caribeñas, tensionando sistemas de salud, educación y empleo locales, y exacerbando discursos xenófobos y securitarios.
e) Shock energético y sanciones cruzadas. Aunque la capacidad exportadora venezolana es limitada por daños acumulados y sanciones, la coerción militar en torno a su litoral y zonas de explotación fuera de costa (propias y en disputa) elevaría primas de riesgo, alteraría rutas y seguros y podría detonar represalias en mercados donde convergen barriles sancionados (venezolanos, iraníes, rusos), con impactos en precios y en la logística del “dark fleet”. (Al menos desde 2019 se ha documentado una densa red de evasión de sanciones que conecta estos mercados).
f) Golpe a la arquitectura regional de “zona de paz”. La Proclama de la CELAC que consagra a América Latina y el Caribe como “zona de paz” encarna un consenso mínimo contra la militarización de controversias políticas internas. Una intervención en Venezuela vaciaría de contenido ese principio y fracturaría aún más la convergencia regional.
¿CÓMO REACCIONARÍA EL ENTORNO?. Diplomacia, política, militares y pueblos
1) Diplomacia multilateral. En el Consejo de Seguridad, es previsible un bloqueo de iniciativas que pretendan legitimar la intervención: Moscú y Pekín han frenado resoluciones deseadas por Washington en el expediente venezolano. Sin mandato del Consejo, la operación carecería de amparo en derecho internacional general. En la OEA, el cuadro sería de polarización: gobiernos alineados con Washington apostarían por resoluciones políticas de condena al “régimen” y apoyo a medidas “de presión”, pero sin consenso para una acción colectiva de fuerza; CELAC y ALBA, por su parte, activarían cumbres de emergencia y pronunciamientos por la paz, con Cuba, Bolivia, Nicaragua y países caribeños defendiendo el principio de no intervención.
2) Política regional y doméstica. Brasil —actor pivote y vecino mayor— ya ha demostrado en crisis recientes una preferencia por la contención: reforzó su frontera norte durante la escalada Guyana-Venezuela y llamó a la “moderación”, lo que sugiere que, ante una intervención, aumentaría despliegues defensivos para evitar desbordamientos, al tiempo que impulsaría foros de mediación (UNASUR/CELAC ad hoc o iniciativas con CARICOM). México probablemente reafirmaría su doctrina Estrada de no intervención, resistiendo el arrastre a esquemas “antiterroristas” regionales aplicados a conflictos domésticos extranjeros.
3) Posturas de aliados extrarregionales. La Unión Europea —dividida entre sanciones y canales de diálogo— tendería a pedir desescalada y elecciones creíbles; Rusia y China intensificarían su respaldo político a Caracas y podrían exhibir banderas (presencia naval o aérea simbólica, apoyo técnico, propaganda), elevando el costo geopolítico para Washington.
4) Reacciones militares inmediatas. Caracas activaría capacidades asimétricas: defensa costera, guerra electrónica, drones y lanchas rápidas; forzaría la dispersión de activos y la movilización de milicias territoriales. En el plano declarativo, ya ha anunciando la activación de millones de milicianos, aunque estimaciones independientes advierten que la cifra operativa real sería muy inferior; más importante que el número, no obstante, es el efecto de anclaje territorial, disuasión social y costo político de cualquier operación. Países vecinos reforzarían perímetros (Brasil, Colombia, Guyana) y los aliados caribeños de Washington articularían apoyos logísticos (espacios aéreos, puertos) sujetos a sus propios equilibrios internos.
5) Movilización popular y sociedad civil. En Venezuela, la intervención reconfiguraría el campo político: sectores críticos al gobierno podrían cerrar filas en torno al rechazo a la injerencia, combinando patriotismo defensivo con demandas de garantías humanitarias; simultáneamente, se registrarían protestas contra ambas partes en disputa por el riesgo a la población civil. En América Latina, redes sociales, sindicatos, movimientos estudiantiles y organizaciones de derechos humanos reactivarían repertorios antimilitaristas que han sido constantes desde los 60, con marchas, boicots simbólicos y campañas de denuncia. En la diáspora venezolana, la fractura reproduciría el clivaje intervención/no intervención, con impactos en las políticas migratorias de países receptores.
6) Economía política local y regional. Una intervención aceleraría el retraimiento de inversiones en sectores energéticos y logísticos, afectaría los corredores de exportación/importación y dispararía el costo de seguros marítimos en el arco ABC (Aruba-Bonaire-Curaçao) y el oriente caribeño. La coordinación con Guyana —cementada en ejercicios y cooperación con SOUTHCOM— tensionaría además las conversaciones sobre el Esequibo, al superponer una lógica de balance militar a una controversia sujeta al arreglo judicial en la CIJ, con Brasil jugando de amortiguador.
CONTRADICCIONES ESTRATÉGICAS
Una intervención, incluso limitada, condensaría varias contradicciones:
Antinarcóticos vs. estatalidad. Tratar a un Estado como teatro de “guerra contra carteles” diluye límites entre policía y guerra, compromete a terceros Estados soberanos y multiplica externalidades criminales (desplazamientos de rutas, mayor violencia en periferias), como han mostrado décadas de “mano dura” en la región.
Democracia y selectividad. El expediente de Venezuela en instancias multilaterales, incluidas elecciones disputadas y crisis de legitimidad, coexiste con la renuencia de actores globales a validar salidas armadas; forzar la vía militar confirmaría la crítica de “doble rasero” y dificultaría, no facilitaría, transiciones electorales verificables.
Contención vs. escalada extrahemisférica. La historia reciente muestra que rivales de EE. UU. aprovechan estos escenarios para proyectar poder a bajo costo (visitas de bombarderos, asistencia tecnológica, envíos de combustible), complejizando la ecuación de “intervención corta y quirúrgica”.
DISUASIÓN SIN INTERVENCIÓN y DIPLOMACIA CON DIENTES...
Frente a la lógica de la fuerza, existen opciones con menor probabilidad de desbordamiento: un paquete diplomático de múltiples sedes (OEA, CELAC, CARICOM, Vaticano y facilitadores regionales) que combine garantías de no intervención con hojas de ruta electorales verificables, alivios condicionados y mecanismos humanitarios robustos; una cooperación antinarcóticos verificable (con supervisión multilateral y respeto estricto a jurisdicciones) que reduzca incentivos a la extraterritorialidad; y un esquema de seguridad cooperativa amazónica-caribeña, con Brasil y potencias caribeñas como pivotes, que ancle la “zona de paz” en capacidades reales de prevención de crisis. Tales instrumentos son difíciles y lentos, pero menos costosos que las guerras que intentan evitar.
IDEAS FUERZA A MANERA DE CIERRE
La presencia naval estadounidense frente a Venezuela no es un rayo en cielo sereno: es la última fotografía de una película de larga data en la que el Caribe funciona como interfaz de poder militar, intereses económicos y disputas normativas.
La reactivación de la IV Flota, las operaciones antinarcóticos reforzadas y el reciente envío de destructores componen la gramática de una presión que, si cruza el umbral de la intervención, abrirá una caja de Pandora: erosión del derecho internacional, fractura de la arquitectura latinoamericana de paz, escalada con actores extrahemisféricos, desestabilización humanitaria y energética, y una ola de reacciones diplomáticas, políticas, militares y populares que multiplicarán los costos más allá del teatro venezolano. No hay ingenuidad posible frente a la realidad del crimen transnacional ni a la crisis venezolana; pero tampoco hay salida sostenible que ignore el núcleo duro del orden legal internacional y la memoria histórica de la región. Disuadir sin intervenir, negociar con garantías y bajar el volumen militar en el Caribe no son gestos de debilidad: son, en el siglo XXI, el único realismo que evita convertir al vecindario en un laboratorio más de catástrofes anunciadas.
CARLOS MEDINA GALLEGO
Historiador- Analista Político
Notas sobre fuentes clave: Se han citado documentos oficiales (Cartas de la ONU y OEA; historia y postura de la IV Flota y SOUTHCOM), reportes periodísticos de alta credibilidad sobre los despliegues navales y las respuestas venezolanas recientes, y antecedentes regionales (Guyana-Esequibo, reforzamiento fronterizo de Brasil). Estas referencias sostienen las afirmaciones medulares sobre legalidad, hechos recientes y patrones históricos.
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