martes, 26 de agosto de 2025

 




LA POLITIZACIÓN DE LA JUSTICIA EN COLOMBIA:
Cobardía, corrupción y desigualdad en el caso de Álvaro Uribe Vélez

El sistema de justicia en Colombia ha sido, desde sus orígenes republicanos, un espacio atravesado por tensiones entre la autonomía judicial, las presiones políticas y los intereses económicos de las élites.

 La Constitución de 1991 prometió un poder judicial fuerte, independiente y garante de los derechos ciudadanos. Sin embargo, la práctica ha demostrado lo contrario: una justicia que oscila entre la arrogancia frente a los débiles y la docilidad frente a los poderosos. En este marco, el caso de Álvaro Uribe Vélez se ha convertido en un símbolo de la politización judicial, de la cobardía institucional y de la corrupción moral de los altos tribunales, incapaces de mantener coherencia en sus decisiones.

Mientras los jueces de menor jerarquía imponen severidad desproporcionada a ciudadanos comunes por faltas menores, la cúpula judicial se muestra tímida, complaciente e incluso servil ante los líderes políticos que han detentado el poder. El doble rasero, que se ha vuelto norma en la administración de justicia, evidencia un fenómeno de captura institucional: magistrados que interpretan las leyes no con base en la Constitución, sino conforme a las correlaciones de poder político y mediático.

Este ensayo analiza críticamente ese proceso, abordando el contexto histórico de la politización judicial, la trayectoria del caso Uribe, y la manera en que se sancionan con rigor desmedido infracciones menores mientras se protege a quienes concentran el poder político y económico. Finalmente, se plantea que la justicia colombiana ha devenido en un aparato cobarde y corrupto, cuya degradación erosiona los fundamentos democráticos y profundiza la desigualdad.

LA JUSTICIA COLOMBIANA: entre autonomía formal y dependencia real

Aunque la Constitución de 1991 fortaleció la arquitectura judicial con instituciones como la Corte Constitucional, la Fiscalía General y el Consejo Superior de la Judicatura, en la práctica la justicia se convirtió en campo de disputa entre élites políticas.

El bipartidismo histórico ya había condicionado la independencia judicial durante el siglo XX. La Corte Suprema de Justicia, tras la violencia de los años cincuenta, fue cooptada por el pacto de alternancia entre liberales y conservadores. En los años setenta y ochenta, la infiltración del narcotráfico evidenció el fracaso de la justicia para enfrentar con autonomía las estructuras mafiosas que habían penetrado al Estado. La masacre de la Corte en 1985 —durante la toma y retoma del Palacio de Justicia— marcó no solo una tragedia humana sino la subordinación definitiva de la justicia a la lógica de la seguridad nacional.

Desde entonces, la justicia ha operado como un poder formalmente autónomo pero materialmente condicionado: presiones de los gobiernos, intereses del Congreso en la elección de magistrados, y campañas mediáticas de desprestigio contra jueces incómodos. En ese marco, la independencia judicial se convirtió en un mito institucional, enmascarado tras discursos de legalidad pero sometido a la obediencia tácita frente a los poderosos.

EL CASO ÁLVARO URIBE VÉLEZ: Impunidad, complacencia y Cobardía 

La figura de Álvaro Uribe Vélez sintetiza la tensión entre justicia y poder en Colombia. Expresidente, senador, jefe político del uribismo y líder moral de la derecha, Uribe ha sido objeto de múltiples investigaciones judiciales por su presunta responsabilidad en violaciones de derechos humanos, vínculos con paramilitares y manipulación de testigos. Sin embargo, ninguna ha prosperado de manera efectiva.

El proceso más emblemático inició en 2018, cuando la Corte Suprema de Justicia abrió investigación por presunta manipulación de testigos. El expediente señalaba que Uribe habría intentado incidir en declaraciones de exparamilitares para desviar las investigaciones en su contra. En agosto de 2020, la Corte ordenó su detención domiciliaria, decisión que generó un terremoto político. Sin embargo, en 2021, la Fiscalía General —ya bajo el control del gobierno de Iván Duque, delfín político de Uribe— solicitó la preclusión del caso, argumentando insuficiencia probatoria.

La conducta de los magistrados y fiscales en este proceso ha evidenciado la desigualdad del sistema. Mientras un ciudadano común enfrentaría cárcel preventiva por delitos menores, el expresidente contó con garantías excepcionales: acceso privilegiado a los medios, apoyo de sectores empresariales, presión política sobre jueces y fiscales, e incluso modificaciones procesales que trasladaron el expediente de la Corte Suprema a la Fiscalía.

El contraste es brutal: campesinos acusados de hurtar comida o jóvenes detenidos por portar pequeñas dosis de marihuana enfrentan sanciones desproporcionadas, mientras un expresidente con graves señalamientos por crímenes de lesa humanidad logra evadir una condena efectiva. La justicia colombiana, en este caso, se arrodilló ante el poder político, mostrando una cobardía que bordea la complicidad.

Es esa la razón por la cuál la sentencia impuesta por la Jueza SANDRA HEREDIA a Álvaro Uribe Vélez, fue ponderada en tan alta estima porque le devolvió a las víctimas la confianza en la institución Judicial ahora opacada por el decisión del magistrado Leonel Rogeles Moreno, del Tribunal Superior de Bogotá que ordenó la libertad del condenado Álvaro Uribe Vélez que contaba con el beneficio de casa por cárcel. 

UNA JUSTICIA ARRODILLADA CON LOS PODEROSOS, ARROGANTE CON LOS DEBILES.

La desigualdad judicial no es solo un problema abstracto; se materializa en el trato diferenciado entre ciudadanos comunes y élites. Casos abundan:

Pequeños hurtos: jóvenes detenidos por robar un celular o una bicicleta reciben condenas efectivas de prisión, sin considerar contextos de pobreza y exclusión.

Protestas sociales: manifestantes del Paro Nacional 2021 fueron judicializados bajo cargos de terrorismo y concierto para delinquir, mientras que agentes estatales responsables de ejecuciones extrajudiciales enfrentan procesos lentos y dilatados.

Campesinos cocaleros: judicializados por cultivar hoja de coca, mientras grandes empresarios vinculados al narcotráfico gozan de protección política.

En todos estos casos, la justicia actúa con severidad, demostrando su “autoridad” frente a los débiles. Sin embargo, cuando se trata de los poderosos, esa misma justicia se convierte en un escenario de dilaciones, nulidades, recusaciones y pactos de impunidad. Se trata de un patrón histórico: arrodillados frente a los fuertes, arrogantes frente a los vulnerables.

MAGISTRADOS: ENTRE ARROGANCIA y COBARDÍA 

El papel de los magistrados de las altas cortes merece un análisis particular. Estos, llamados a ser guardianes de la Constitución, han mostrado un comportamiento errático. Mientras en ocasiones adoptan posturas valient00wz,s dees —como la sentencia de la Corte Constitucional que reconoció la tutela como mecanismo universal de protección de derechos—, en otros casos se someten a los intereses de las élites políticas.

La elección de magistrados por cooptación, pactos políticos en el Congreso y cuotas burocráticas ha minado la credibilidad de las cortes. No son raros los episodios de corrupción: el “cartel de la toga” (2017) evidenció cómo magistrados de la Corte Suprema recibían sobornos para manipular fallos judiciales.

En el caso Uribe, esta falta de independencia se expresó en la incapacidad de sostener con firmeza la detención domiciliaria y en la rapidez con que la Fiscalía, respaldada por sectores judiciales complacientes, logró encaminar la preclusión. Mientras tanto, los mismos magistrados que mostraron “prudencia” con el expresidente no dudaron en respaldar medidas extremas contra jóvenes judicializados por protestar.

LA JUSTICIA COMO INSTRUMENTO DE CONTROL POLÍTICO 

La politización de la justicia no es una anomalía aislada, sino un mecanismo estructural. La justicia en Colombia ha sido utilizada para disciplinar a la oposición política y proteger a quienes están en el poder.

A líderes sociales y defensores de derechos humanos se les judicializa por supuestos nexos con grupos armados, criminalizando la protesta.

A los opositores políticos se les abre procesos interminables, mientras a expresidentes se les archivan expedientes con celeridad.

El derecho penal se aplica como herramienta de control social más que como instrumento de justicia imparcial.

Este uso político de la justicia profundiza la desconfianza ciudadana y refuerza la percepción de que la ley no es igual para todos. La justicia deja de ser garante de derechos para convertirse en un aparato de dominación.

EROSIÓN DE LA JUSTICIA  y LEGITIMIDAD PERDIDA 

La falta de respeto de los magistrados por las decisiones de los jueces de menor jerarquía, la selectividad en la aplicación de la ley y la cobardía frente a los poderosos generan efectos devastadores:

1. Deslegitimación institucional: la ciudadanía percibe que la justicia es corrupta, lo que alimenta la desconfianza hacia el Estado.

2. Profundización de la desigualdad: quienes no tienen poder político ni recursos económicos son castigados con rigor, mientras las élites permanecen intocables.

3. Debilitamiento democrático: sin un poder judicial independiente, la democracia se vacía de contenido, reducida a un formalismo que encubre la dominación de las élites.

4. Cultura de impunidad: la falta de sanción a los poderosos refuerza la idea de que en Colombia delinquir sí paga, siempre que se tenga poder suficiente para manipular la justicia.

IDEAS FUERZA PARA CERRAR 

El caso de Álvaro Uribe Vélez no es solo un expediente judicial; es un espejo de la degradación de la justicia colombiana. La politización de los tribunales, la cobardía de los magistrados frente a los poderosos y la arrogancia frente a los débiles configuran un sistema judicial corrupto y deslegitimado.

Mientras los ciudadanos comunes enfrentan sanciones severas por delitos menores, los grandes responsables de crímenes de Estado, corrupción y vínculos con el paramilitarismo gozan de privilegios y protección institucional. La justicia colombiana, en lugar de ser garante de derechos, se ha convertido en un mecanismo de dominación política y económica.

En últimas, la justicia en Colombia es reflejo de una democracia capturada por las élites. Sin independencia judicial, no hay igualdad ante la ley ni posibilidad real de construir un Estado de derecho. Recuperar la dignidad de la justicia exige despolitizar la elección de magistrados, garantizar transparencia en los procesos y sancionar con la misma severidad a poderosos y a ciudadanos comunes. Mientras ello no ocurra, el país seguirá atrapado en un círculo de cobardía institucional, corrupción judicial e impunidad estructural.

CARLOS MEDINA GALLEGO 
Historiador- Analista Político

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