jueves, 19 de junio de 2025

 





EL PODER POPULAR COMO CIMIENTO DE TRANSFORMACIONES DEMOCRÁTICAS Y CONSTRUCTOR DE PAZ EN LOS TERRITORIOS.

 

En sociedades atravesadas por la violencia estructural, el odio político y la desigualdad, como la colombiana, construir un modelo de convivencia democrática exige ir más allá de las fórmulas institucionales tradicionales. La democracia representativa, cautiva muchas veces de intereses oligárquicos y corporativos, ha demostrado ser insuficiente para garantizar el ejercicio pleno de los derechos y las condiciones de bienestar de las mayorías populares, especialmente en los territorios más abandonados y violentados del país. En este contexto, la construcción del poder popular se presenta no sólo como una estrategia legítima de resistencia y transformación social, sino como un fundamento indispensable para consolidar una paz duradera, democrática e incluyente. 

El poder popular no es un eslogan ideológico ni una categoría reservada a los discursos radicales; es la expresión concreta de la soberanía ciudadana en acción. Es el ejercicio autónomo, deliberativo y organizado de las comunidades para decidir sobre los asuntos que afectan su vida colectiva, gestionar sus recursos, defender sus derechos y construir territorios de paz. Su propósito central es garantizar que la democracia deje de ser una ficción institucional y se convierta en un instrumento real de dignificación y bienestar, en especial para los sectores históricamente excluidos: campesinos, pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes, poblaciones urbanas marginalizadas, mujeres, juventudes y diversidades.

I. El poder popular frente a la violencia estructural y la desigualdad

Colombia es un país marcado por una profunda desigualdad territorial, étnica y socioeconómica. Durante décadas, el modelo de desarrollo ha favorecido la concentración de la riqueza en manos de una minoría y ha abandonado vastas regiones a la pobreza, el atraso y la violencia. En estos territorios, la presencia estatal ha sido intermitente, cooptada o represiva, cuando no directamente funcional a los intereses de élites locales y redes criminales.

Esta situación ha producido un círculo vicioso de deslegitimación institucional, polarización social y reproducción de la violencia. Los acuerdos de paz y las políticas de seguridad ciudadana resultan insuficientes si no se acompañan de una estrategia integral de empoderamiento popular y transformación democrática en el nivel local. De ahí que la construcción de poder popular se plantee como una condición sine qua non para romper con las lógicas de exclusión, clientelismo y represión.

En comunidades donde el Estado llega principalmente con policías, fiscales o militares, fortalecer la capacidad organizativa y deliberativa de la ciudadanía es el primer paso para revertir la desconfianza y tejer relaciones sociales basadas en el respeto, la solidaridad y el diálogo. El poder popular permite así crear territorios de paz desde abajo, cimentados en el ejercicio consciente y colectivo de los derechos.

II. Democracia participativa y directa como sustento del poder popular

El marco constitucional colombiano, particularmente tras la Constitución de 1991, reconoce mecanismos de democracia participativa y directa: cabildos abiertos, consultas populares, presupuestos participativos, juntas de acción comunal, veedurías ciudadanas, entre otros. Sin embargo, estos instrumentos han sido muchas veces vaciados de contenido por prácticas burocráticas, tecnocráticas o clientelistas.

La construcción de poder popular implica revitalizar y profundizar estos mecanismos, pero también trascenderlos hacia formas más sustantivas de autogobierno comunitario y gestión participativa de los territorios. No se trata de suplantar al Estado, sino de democratizarlo desde sus bases, promoviendo un modelo de gobernanza en el que el pueblo sea protagonista activo y no mero espectador.

Una democracia participativa y directa exige reconocer la diversidad de formas organizativas populares: consejos comunitarios afrocolombianos, cabildos indígenas, organizaciones campesinas, procesos urbanos barriales, redes feministas y de juventudes, entre otras. El respeto a la diferencia y la construcción del consenso son elementos fundamentales en este proceso. La pluralidad cultural, étnica y política del país debe ser vista como una riqueza y no como un obstáculo, lo que requiere una pedagogía democrática sostenida y una ética del diálogo y el reconocimiento mutuo.

III. El poder popular como garante de derechos y bienestar

El ejercicio del poder popular tiene como propósito central garantizar los derechos de la población, particularmente de los más desfavorecidos. Esto implica ir más allá de la defensa simbólica de los derechos y avanzar hacia su realización concreta en los territorios. Entre las funciones prioritarias del poder popular están:

1. Defender el territorio frente a la depredación extractivista, la militarización y el despojo. Los pueblos y comunidades tienen el derecho de decidir sobre el uso de sus tierras y recursos, así como de proteger sus culturas y formas de vida.

2. Promover economías solidarias y alternativas. El poder popular impulsa modelos económicos basados en la autogestión, la soberanía alimentaria, el comercio justo y el bienestar colectivo, desafiando las lógicas de acumulación y exclusión del capitalismo neoliberal.

3. Fortalecer la educación, la salud y los servicios públicos con control comunitario. Las comunidades organizadas pueden desempeñar un papel clave en la vigilancia y gestión de los servicios sociales, garantizando su calidad, equidad y pertinencia cultural.

4. Garantizar la seguridad humana desde enfoques no represivos. El poder popular contribuye a construir formas de seguridad comunitaria basadas en la prevención, la mediación de conflictos y la justicia restaurativa, superando la militarización de la vida cotidiana.

5. Fomentar una cultura democrática y de paz. A través de prácticas deliberativas, educación política y procesos de memoria y reconciliación, el poder popular puede contribuir a desactivar los discursos de odio, superar las heridas del conflicto y promover la convivencia pacífica.

IV. Retos de la construcción del poder popular en una sociedad polarizada

Construir poder popular en Colombia enfrenta desafíos significativos, derivados tanto de la estructura social del país como de dinámicas políticas e ideológicas recientes.

La fragmentación social y el individualismo. Décadas de neoliberalismo han erosionado los lazos comunitarios y promovido una cultura del éxito individual, que dificulta la construcción de proyectos colectivos.

La criminalización de la protesta y la estigmatización del liderazgo social. En muchos territorios, quienes promueven procesos de poder popular son objeto de amenazas, persecuciones y violencia letal. Defender la vida de los líderes y lideresas sociales es una condición básica para avanzar.

La cooptación clientelista de las organizaciones populares. Parte del desafío es resistir la instrumentalización de las formas de organización popular por parte de partidos y gobiernos que buscan convertirlas en maquinaria electoral o redes de cooptación.

La diversidad cultural y la construcción del consenso. En una sociedad plurietnica y multicultural como la colombiana, la construcción del consenso democrático no puede basarse en imposiciones homogéneas. Se requiere una ética intercultural que respete las diferencias y construya acuerdos desde el reconocimiento de los derechos y la dignidad de todos los pueblos.

La polarización política y mediática. El clima de odio y confrontación exacerbado por sectores extremistas, incluidos medios corporativos y redes sociales, dificulta la construcción de diálogos democráticos y alimenta percepciones distorsionadas sobre el poder popular, al que se caricaturiza como amenaza subversiva o populista.

V. Horizontes estratégicos: hacia una democracia radicalmente democrática

Frente a estos retos, la construcción de poder popular debe pensarse como parte de un horizonte estratégico más amplio: avanzar hacia una "democracia" radicalmente democrática, capaz de devolverle al pueblo el control sobre su destino colectivo. Esto supone:

  1. Constituir redes territoriales de poder popular que articulen experiencias locales, intercambien aprendizajes y fortalezcan capacidades organizativas.
  2. Promover reformas institucionales que reconozcan y garanticen el autogobierno comunitario, así como el derecho de las comunidades a participar en la planificación, presupuesto y gestión de los asuntos públicos.
  3. Impulsar una pedagogía política y cultural orientada a la construcción de ciudadanía crítica, solidaria y pluralista.
  4. Construir alianzas amplias entre movimientos sociales, sectores progresistas, gobiernos locales y nacionales comprometidos con la democratización real del país.
  5. Combatir toda forma de violencia, sectarismo o exclusión en los procesos de construcción de poder popular, asegurando que estos sean siempre espacios de respeto a la dignidad y los derechos de todos y todas.

VI. El poder popular como horizonte de paz y bienestar

En una sociedad como la colombiana, atravesada por profundas heridas históricas, violencias persistentes y desigualdades estructurales, construir un modelo de paz y bienestar sostenible exige democratizar el poder en todos los niveles. No bastan las reformas desde arriba ni la buena voluntad de los gobiernos: es necesario que el pueblo organizado se constituya en protagonista activo de las transformaciones.

 El poder popular no es sólo un instrumento de resistencia frente a la opresión; es también un horizonte de construcción democrática, de recuperación del sentido colectivo de la vida, de afirmación de la dignidad de los pueblos. Allí donde el poder popular se fortalece, la violencia cede terreno frente a la convivencia, el miedo se transforma en esperanza, y la democracia deja de ser una promesa vacía para convertirse en una práctica cotidiana.

 Por ello, el desafío de nuestro tiempo no es meramente reformar las instituciones, sino refundar el pacto social desde abajo, construyendo desde los territorios una democracia participativa, directa y pluralista que garantice a todos los colombianos y colombianas el ejercicio pleno de sus derechos, el bienestar y la tranquilidad. Esa es, en última instancia, la verdadera paz: la que se construye desde el pueblo, con el pueblo y para el pueblo.

 

 


CUANDO LA LEY NO BASTA.

El secuestro normativo en las democracias capturadas

CARLOS MEDINA GALLEGO

Historiador -Analista Político

En las sociedades contemporáneas, especialmente en aquellas que se reivindican como democracias constitucionales, la ley suele presentarse como el pilar del orden social y la garantía fundamental de los derechos ciudadanos. Sin embargo, en la práctica, muchas leyes terminan por ser instrumentos inútiles para la defensa de la dignidad humana y, en no pocos casos, se convierten en verdaderos obstáculos para la justicia social. Este fenómeno se agudiza cuando los poderes del Estado están secuestrados por intereses corporativos, financieros o partidistas, como sucede de manera grotesca en Colombia. 

La ley, en estos contextos, deja de ser una herramienta para expandir derechos y se convierte en un arma para restringirlos, manipularlos o incluso revocarlos. Lejos de ser una garantía, la ley se transforma en un escenario de disputa entre poderes que no representan a los pueblos, sino a élites económicas que se reciclan en el poder legislativo, judicial y en los organismos de control. En estas condiciones, la legalidad no es sinónimo de legitimidad ni de justicia.

1.      La ley como herramienta de restricción y regresión

Una de las mayores paradojas del Estado de derecho es que puede operar, bajo la apariencia de legalidad, como un régimen que cancela derechos en lugar de garantizarlos. Esto se debe, en gran medida, a que la ley no es un producto neutral. Su contenido, su interpretación y su aplicación están atravesadas por relaciones de poder. Quien tiene el poder de legislar también tiene el poder de imponer una visión del mundo, de blindar privilegios, de construir inmunidades y de perpetuar desigualdades.

En Colombia, esta realidad ha quedado al desnudo en múltiples ocasiones. Cada vez que se ha conquistado un gobierno con una vocación progresista o una sensibilidad social mínima, los sectores tradicionales del poder, con mayoría parlamentaria, han operado como muralla. Reforman, revierten, obstaculizan, reglamentan con perversidad. No les interesa el bien común ni la justicia distributiva, sino mantener intactas las estructuras de dominación que han hecho de la política una empresa lucrativa. No legislan para servir al pueblo sino para blindar sus negocios.

Basta observar cómo, en los últimos años, los intentos de transformar el sistema de salud, el régimen pensional o las condiciones laborales han sido saboteados sin ningún rubor por una oposición que no ofrece alternativas, sino vetos. Es el caso patético de Colombia, donde el Congreso se ha vuelto un cementerio de reformas sociales y un campo de batalla donde la mayoría opositora actúa como cancerbero de los intereses empresariales, financieros y transnacionales.

2.L La fragilidad de las leyes en democracias polarizadas

En una sociedad políticamente polarizada, donde las instituciones se encuentran divididas en torno a intereses particulares, la ley pierde toda pretensión de universalidad y estabilidad. Ni siquiera las constituciones están a salvo. El ejemplo del gobierno de Álvaro Uribe Vélez es emblemático. En su mandato, la Constitución de 1991 fue objeto de una reforma exprés para permitir la reelección presidencial inmediata, torciendo no solo el espíritu de la Carta, sino también los principios básicos de la alternancia democrática.

Esa modificación fue defendida desde la legalidad, pero su legitimidad fue ampliamente cuestionada. Y no era para menos: evidenció que la ley puede ser usada para personalizar el poder, acomodar las normas al interés del caudillo de turno y abrir las puertas al autoritarismo. Fue la antesala del actual estado de captura institucional en que se encuentra buena parte del Estado colombiano, donde los intereses partidistas secuestran las cortes, los organismos de control y el propio aparato legislativo.

En este panorama, la ley se vuelve un terreno movedizo. Lo que hoy se proclama como derecho, mañana puede ser derogado; lo que se gana en una legislatura se pierde en la siguiente; y lo que se pacta en un proceso democrático puede ser desconocido por los tecnócratas de la “seguridad jurídica” al servicio del capital.

3.      El mito de la independencia de poderes

Se nos ha hecho creer que la separación de poderes garantiza el equilibrio y el control mutuo entre las ramas del poder público. Pero esta separación formal no garantiza, por sí misma, una verdadera defensa de los intereses populares. Cuando los tres poderes están colonizados por las mismas élites, su independencia se vuelve un mito útil para justificar la parálisis, la connivencia o el sabotaje institucional.

 En Colombia, la llamada independencia de poderes ha servido más para frenar los procesos de cambio que para promoverlos. El ejecutivo propone, pero el legislativo bloquea, y el judicial censura. Peor aún, los organismos de control (Procuraduría, Contraloría, Defensoría del Pueblo) actúan como prolongaciones de los partidos tradicionales. Se escudan en la legalidad para atacar, sancionar, desacreditar y obstaculizar toda agenda que ponga en jaque los intereses del establecimiento.

¿Puede hablarse entonces de un verdadero Estado de derecho cuando este funciona como dique de contención para los procesos de transformación social? ¿Puede una democracia tener futuro si la institucionalidad está secuestrada por las élites que dicen representar a la nación, pero solo defienden sus propios privilegios?

4.      Las leyes como freno a la transformación

Una ley que no se cumple es, en el mejor de los casos, letra muerta. Pero una ley que se cumple solo para proteger los intereses de las élites es una herramienta de dominación. En Colombia abundan ejemplos de leyes que jamás han sido implementadas de manera efectiva. Se legisla para aparentar, para satisfacer exigencias internacionales, para exhibirse como democracia “madura” en foros multilaterales. Pero en la práctica, muchas normas no son más que fachadas.

El Estatuto del Trabajo, previsto en la Constitución de 1991, lleva más de tres décadas sin expedirse. Las leyes de tierras, de víctimas, de restitución, de participación, de vivienda digna, han sido fragmentadas, saboteadas o simplemente ignoradas. Cuando un gobierno progresista intenta darles vida y operatividad, choca con el aparato institucional que las congela. La ley se vuelve un candado que impide la acción gubernamental, no un puente hacia la justicia. 

Lo irónico es que cuando se trata de legislar para el capital, para los bancos, para los grandes inversionistas, las leyes avanzan a toda velocidad. Se aprueban en tiempo récord, se blindan jurídicamente y se imponen con todo el peso del aparato coercitivo del Estado. Ahí sí no hay bloqueos, ni objeciones, ni salvamentos de voto. Es el doble rasero de la legalidad neoliberal: lenta y torpe para los derechos sociales, ágil y efectiva para el interés privado.

5.      Una democracia popular o el fracaso institucional

Ante este panorama, la única salida realista y esperanzadora es la construcción de una democracia popular que rebase la democracia puramente procedimental. Una democracia en la que el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial trabajen desde su autonomía institucional pero en convergencia con los intereses ciudadanos. No para blindar privilegios, sino para expandir derechos. No para castigar la diferencia, sino para garantizar la equidad. No para contener el cambio, sino para hacerlo viable.

Pero una democracia popular exige una transformación estructural del Estado. No basta con elegir a un presidente progresista si el Congreso sigue dominado por fuerzas reaccionarias, si las cortes están cooptadas por las clientelas partidistas, y si los organismos de control funcionan como instrumentos de venganza política. En esas condiciones, ningún proyecto de transformación puede prosperar, por más legítimo que sea.

Cuando un gobierno no tiene Estado, está condenado a la frustración. Sus iniciativas, por bien intencionadas que sean, serán bloqueadas, distorsionadas o anuladas por una institucionalidad que opera como trinchera del privilegio. La historia de Colombia reciente es una prueba de ello. Las reformas sociales propuestas en los últimos años han sido devoradas por una maquinaria parlamentaria y judicial diseñada para la inmovilidad.

6.      Más allá de la ley, la movilización consciente

La conclusión es dura pero necesaria: la ley, por sí sola, no garantiza derechos. En sociedades polarizadas, capturadas por intereses corporativos y mediadas por una institucionalidad servil a las élites, la ley puede ser un obstáculo más que un instrumento. Por eso, es indispensable construir poder popular desde abajo, fortalecer la conciencia ciudadana, movilizarse en defensa de los derechos conquistados y presionar la reconfiguración democrática del Estado.

No se trata de renunciar al orden jurídico, sino de disputarlo. No se trata de despreciar la ley, sino de exigir que responda al interés general y no al interés de unos pocos. La democracia no puede ser una puesta en escena institucional: debe ser una práctica viva de participación, vigilancia y transformación.

Solo cuando el pueblo sea sujeto activo y vigilante del poder, y cuando las leyes respondan a su voluntad y no a la de los mercados, la democracia dejará de ser una farsa decorativa para convertirse en una herramienta de justicia, equidad y dignidad. De lo contrario, seguiremos repitiendo la historia de gobiernos bienintencionados derrotados por Estados cínicamente diseñados para que nada cambie.

 CARLOS MEDINA GALLEGO


JUNIO 6 DE 2025. 

 

 




" CONTRA LA GERONTOFOBIA Y EL DESPRECIO A LA VEJEZ".

La dignidad del tiempo vivido.

 

A los estudiantes de la UN que nunca van a llegar a viejos... 

En un mundo que glorifica la juventud como si fuera un valor en sí mismo y que idolatra la velocidad, la novedad y la eficiencia, enmudecen con frecuencia las voces de quienes han vivido más. Los ancianos y ancianas, portadores de la memoria colectiva, de la experiencia acumulada y de la ternura silenciosa de quien ha visto nacer y caer muchas primaveras, son hoy víctimas de una forma de violencia social sutil pero devastadora: la gerontofobia, ese desprecio solapado, burlesco o impaciente que convierte la vejez en una carga, en un estorbo, en una supuesta inutilidad.

La sociedad contemporánea —cada vez más banal, más hostil y más desmemoriada— parece haber olvidado que sus ancianos fueron los que un día construyeron los cimientos de su presente. Fueron campesinos que araron la tierra, obreros que forjaron ciudades, maestras que enseñaron a leer, madres y padres que renunciaron a sí mismos por el bienestar de sus hijos. Muchos de ellos se levantaron en la madrugada durante décadas para trabajar en empleos mal pagos, soportando injusticias y silencios, para que a las nuevas generaciones no les faltara pan ni dignidad.

Y sin embargo, al llegar la vejez, se encuentran con un mundo que los excluye, que los impacienta, que les niega el derecho a la voz, al deseo, a la participación y muchas veces hasta a la salud. Se convierten en “ ESTORBO”  o en “problemas” logísticos que hay que ubicar en algún hogar geriátrico o que deben sobrevivir con pensiones miserables en barrios periféricos sin acceso a servicios dignos. El edadismo (o edadismo estructural) se expresa no solo en burlas o comentarios crueles, sino en políticas públicas indiferentes, en sistemas de salud colapsados que los relegan, en ciudades diseñadas sin tenerlos en cuenta, y en un discurso de  una generación de cristal que  los borra.

Peor aún, el fenómeno de la gerontofobia se agudiza entre las clases populares, donde la vejez es sinónimo de precariedad extrema. Miles de ancianos y ancianas en los sectores más empobrecidos del país sobreviven como pueden: vendiendo dulces en los semáforos, mendigando en las calles o encerrados en viviendas indignas, esperando que la vida se apague con lentitud. Muchos viven solos, abandonados por familias que también han sido víctimas de la pobreza estructural, de la deshumanización sistémica y de una cultura que ya no sabe cuidar.

Esta crueldad hacia la vejez no es solo un síntoma de descomposición social: es una forma de violencia estructural. Porque ser viejo no es un fallo, ni una carga, ni una enfermedad. Es una fase del ciclo humano que debería estar acompañada por el respeto, la gratitud y la ternura. La vejez, lejos de ser un problema, es una fuente de sabiduría, una reserva ética y espiritual que enriquece a las sociedades que la saben escuchar.

Las personas mayores tienen derechos. La Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, adoptada en 2015, reconoce su derecho a la salud, a la seguridad social, al trabajo, a la educación, a la cultura, a la accesibilidad y a una vida libre de violencia y discriminación. Estos derechos no son una concesión piadosa: son una obligación jurídica y ética que interpela a los Estados y a la sociedad entera.

El cuidado de los adultos mayores no puede limitarse a políticas asistencialistas o a subsidios simbólicos. Requiere una transformación cultural que devuelva a la vejez el lugar que le corresponde: el del respeto, la gratitud y la integración. Implica repensar nuestras ciudades con accesibilidad universal, fortalecer los sistemas de salud geriátrica, garantizar pensiones dignas, crear redes de cuidado comunitario y, sobre todo, sembrar en las nuevas generaciones una ética del respeto intergeneracional.

Hay que educar para la ternura. Hay que enseñar en las escuelas que un abuelo o una abuela no es solo un cuerpo frágil, sino una vida llena de batallas, de sacrificios y de amor. Hay que visibilizar y celebrar las historias de vida de nuestros mayores: los obreros que lucharon por los derechos laborales, las mujeres que criaron a sus hijos solas, los campesinos que defendieron su tierra, los ancianos que aún a sus ochenta años participan de colectivos culturales, barriales o políticos. La vejez es también resistencia, creatividad, memoria viva.

 

En muchas culturas ancestrales, los ancianos eran los consejeros, los sabios, los guardianes de la tradición y la palabra. ¿En qué momento nuestra sociedad occidental, obsesionada con el consumo, la juventud y la imagen, decidió ignorarlos, esconderlos o desecharlos? ¿Cómo llegamos a ese punto de degradación moral donde la vejez se convierte en motivo de vergüenza o de burla?

Detrás de cada arruga hay una historia. Detrás de cada paso lento, una batalla ganada. Detrás de cada mirada cansada, un amor que sostuvo generaciones. No hay nada más injusto que negar a quienes nos dieron la vida, nos educaron, nos alimentaron y nos protegieron el derecho a envejecer con dignidad.

Y es que envejecer dignamente no significa solo tener una pensión o un techo: significa sentirse útil, escuchado, amado. Significa tener acceso a salud mental, a cultura, a recreación, a compañía. Significa no ser abandonado en los hospitales ni arrinconado en una habitación sin luz. Significa no tener miedo de ser una “carga”.

La responsabilidad de cambiar esta realidad es colectiva. Los gobiernos deben asumir su deber con firmeza: legislar y ejecutar políticas públicas integrales que protejan a los adultos mayores y les reconozcan como sujetos plenos de derechos. Las instituciones educativas deben promover el respeto intergeneracional como un valor fundamental. Los medios de comunicación deben abandonar la representación burlesca o lastimera de la vejez y mostrarla en toda su complejidad y dignidad. Y cada familia, cada comunidad, cada ciudadano tiene el deber ético de cuidar, escuchar y valorar a sus mayores.

Cuidar a los viejos es cuidar nuestra humanidad. Es reconciliarnos con nuestro pasado y proyectar un futuro menos egoísta. Porque todos, si la vida lo permite, llegaremos ahí: a esa etapa donde lo vivido importa más que lo que falta por vivir. Y entonces, cuando nos toque, esperaremos —como hoy lo hacen ellos, nosotros...— que alguien nos mire con ternura y nos diga: “Gracias por todo lo que hiciste. Aquí estamos para cuidarte”.

La vejez no es el final: es el legado. Y una sociedad que no honra a sus viejos es una sociedad que ha perdido el alma.

Es una sociedad desalmada...

 

Carlos Medina GALLEGO 

Historiador y Analista Político 

 

 

 



CONTRA EL PATERNALISMO COMUNITARIO

Por una autogestión democrática en territorios adversos

 

En vastas regiones de América Latina, y particularmente en contextos como el colombiano, las comunidades enfrentan una doble condena: la violencia persistente que fractura el tejido social y la indiferencia o negligencia histórica del Estado. Ante esa realidad, muchas comunidades han optado por un camino empinado pero digno: la construcción de autonomía, autogestión e independencia en medio de territorios donde la institucionalidad brilla por su ausencia y la guerra —ya sea criminal, revolucionaria o paramilitar— marca la cotidianidad.

 

Sin embargo, persiste también otro fenómeno menos visible, pero igualmente destructivo: el comunitarismo paternalista. Se trata de comunidades que, atrapadas en una lógica asistencialista, han renunciado a sus capacidades de agencia y organización, convirtiéndose en solicitantes permanentes de favores estatales o de organizaciones externas. En vez de levantar la voz desde su propia fuerza, se postran ante el poder, demandando lo que no construyen ni se atreven a imaginar. Es una dependencia crónica que neutraliza las posibilidades de transformación estructural y perpetúa relaciones coloniales, incluso dentro del propio país.

 

Este artículo busca hacer una crítica profunda a esa postura mendicante, pero al mismo tiempo, exaltar con firmeza a las comunidades que han decidido romper esas cadenas y construir desde abajo, desde el barro y la esperanza, procesos de vida y justicia social. Porque sí existen —aunque no sean protagonistas en los titulares— comunidades que no esperan al Estado, sino que lo enfrentan desde la ética del cuidado, el trabajo colectivo y la decisión política de no ser esclavos de la caridad ni víctimas perpetuas del abandono.

 

1. El mito del Estado benefactor: una trampa paralizante

 

Durante décadas, el discurso dominante ha promovido una imagen del Estado como un ente todopoderoso, obligado a suplir todas las necesidades de la población. En teoría, esta visión responde a un modelo de justicia distributiva en el que el Estado, como garante de derechos, debe intervenir activamente en los territorios más vulnerables. Pero la práctica ha sido otra. Allí donde más se requiere la presencia estatal, ha habido omisión, negligencia o corrupción.

 

Ante esa ausencia, muchas comunidades han desarrollado una relación tóxica con el Estado: lo acusan —con razón— de su olvido, pero al mismo tiempo lo idealizan como el único capaz de resolver sus problemas. Esto alimenta una cultura de la espera, de la queja permanente, de la solicitud infinita de ayudas que rara vez llegan y que, cuando lo hacen, son paliativos sin transformación estructural.

 

Ese modelo paternalista, además, ha sido aprovechado por élites políticas, ONGs, iglesias y partidos que entienden que una comunidad que vive mendigando es más fácil de manipular. La dependencia se convierte en una herramienta de control social y político. Así, se bloquea toda posibilidad de construir una ciudadanía activa, crítica y transformadora.

 

2. Comunidades de pie: cuando la dignidad se organiza

 

Pero no todo es inercia ni resignación. En muchos rincones de Colombia —como en el Pacífico, la Orinoquía, el Catatumbo o el suroccidente del país— han emergido comunidades que se niegan a vivir como víctimas eternas. Son pueblos indígenas, afrodescendientes, campesinos, barrios populares, procesos juveniles o colectivos de mujeres que han comprendido que la justicia social no se mendiga: se construye.

 

Estas comunidades no esperan al Estado para tener agua potable, educación o salud. Las gestionan. No esperan subsidios para alimentar a sus hijos. Producen, cooperan, truecan. No esperan ser reconocidas por leyes escritas desde arriba. Reclaman sus derechos con el cuerpo y la palabra. No le entregan su destino a caudillos o partidos. Deciden en asamblea, deliberan, se autogobiernan. Son ejemplos vivos de democracia radical.

 

Un caso paradigmático son las Zonas de Reserva Campesina, espacios autogestionados que reivindican el control territorial comunitario sobre el uso de la tierra. En muchas de ellas, los habitantes han construido escuelas, centros de salud, sistemas de justicia comunitaria y economías propias. Otro ejemplo son los Consejos Comunitarios afrodescendientes, que gestionan sus territorios con visión ancestral y sostenible. También se encuentran las iniciativas de educación popular autónoma como las Escuelas de Paz, que surgen como respuesta a la guerra y la exclusión.

 

3. El valor de la autonomía: más allá de la autosuficiencia

 

Hablar de autonomía no es romantizar el aislamiento. No se trata de crear comunidades cerradas, sino de procesos colectivos que recuperan el control sobre sus decisiones fundamentales: qué producir, cómo educar, cómo curar, cómo vivir. Es una apuesta por la soberanía popular desde abajo, no como consigna, sino como práctica cotidiana.

 

La autonomía no significa negar al Estado, sino dejar de depender de él como único proveedor. Implica más bien interpelarlo, exigirle desde la fuerza construida, no desde la carencia. Una comunidad autónoma no renuncia a sus derechos: los defiende con hechos. Y cuando negocia con el Estado, lo hace desde la dignidad, no desde la súplica.

 

Además, la autonomía no es autosuficiencia individualista, sino construcción colectiva. Se sustenta en el trabajo común, en la redistribución interna, en la solidaridad concreta. No hay autonomía sin tejido comunitario, sin confianza mutua, sin organización.

 

4. Territorios adversos: democracia desde el riesgo

 

Estos procesos no se dan en contextos fáciles. Muchas de estas comunidades construyen su dignidad en medio de la violencia de grupos armados, el narcotráfico, la minería extractiva, la militarización o el desplazamiento. No tienen garantías, ni acuerdos de ningún tipo, ni pactos firmados. Pero aún así resisten. Y en esa resistencia florecen alternativas democráticas de un valor incalculable.

 

En territorios donde ser líder comunitario es casi una sentencia de muerte, donde defender la tierra puede costar la vida, organizarse no es un lujo ideológico sino un acto de sobrevivencia. Por eso, estas comunidades no son solo autónomas: son heroicas. Su ejemplo es más potente que cualquier discurso institucional. Son prueba viviente de que es posible otra manera de habitar el país.

 

5. Contra el paternalismo: pedagogía de la emancipación

 

Superar el paternalismo implica una profunda transformación cultural. Significa desmontar el discurso del “pobrecito” y sustituirlo por una narrativa de dignidad. Significa dejar de ver a las comunidades como destinatarias pasivas y reconocerlas como sujetos políticos. Significa reemplazar la lógica del favor por la lógica del derecho.

 

Esto no se hace solo con discursos. Requiere pedagogía. Necesitamos formar sujetos comunitarios que piensen con cabeza propia, que conozcan sus derechos, que se organicen, que no se dejen comprar por promesas electorales ni por limosnas institucionales. Una pedagogía para la emancipación no reproduce la dependencia, sino que siembra la autoconfianza colectiva.

 

6. Comunidades que construyen país

 

El futuro de Colombia no está en manos de tecnócratas ni de burócratas. Está en esas comunidades que, día tras día, levantan territorios con dignidad, con autonomía, con justicia social. Son ellas las que están reconstruyendo el país real mientras otros lo debaten en los salones del poder.

 

Necesitamos mirar allí, apoyar allí, aprender allí. Porque no hay transformación verdadera sin pueblos organizados. No hay justicia sin autogestión. No hay democracia sin autonomía. Las comunidades que dejan de mendigar y comienzan a construir no solo dignifican su existencia: nos muestran el camino a todos.

 

Es tiempo de dejar atrás la dependencia y el paternalismo. Es tiempo de levantar comunidades autónomas que, sin renunciar a sus derechos, asuman el reto de ser gestoras de su presente y constructoras de su futuro. Porque solo así la justicia dejará de ser un sueño y se convertirá en territorio.

 

CARLOS MEDINA GALLEGO 

MAYO 27 DE 2025. 

 

viernes, 13 de junio de 2025

 



LA PROCASTRINACIÓN EN LA GESTIÓN PÚBLICA
Un cáncer silencioso que mina los resultados de los gobiernos y corroe los derechos fundamentales

De una conversación con  mi hija GABRIELA, sobre el significado del término.

La procrastinación —el hábito de postergar tareas, decisiones o responsabilidades importantes sin una razón justificada— suele asociarse al ámbito personal. Sin embargo, su impacto en el terreno de la gestión pública es profundo, corrosivo y, a menudo, subestimado. En el contexto gubernamental, cuando los actores del aparato estatal procrastinan, no solo comprometen la eficiencia y eficacia del Estado; lo que está en juego son derechos fundamentales, calidad de vida, confianza ciudadana y, en última instancia, la legitimidad misma de los gobiernos.

En este artículo explorare cómo la procrastinación en la gestión pública —que no es sino un disfraz elegante para la negligencia, la falta de voluntad política o incluso la corrupción solapada— aniquila los resultados de los gobiernos de cualquier tipo, socava la ejecución de sus planes de desarrollo y deteriora los pilares de la democracia y el bienestar social lo que resulta más grave en un gobierno progresista.

1. Procrastinación en la gestión pública: definición y dimensiones

Procrastinar, en la administración pública, no es simplemente demorar procesos burocráticos por inercia. Es postergar deliberadamente decisiones estratégicas, retrasar la implementación de políticas prioritarias, aplazar la resolución de cuellos de botella o posponer la asignación de recursos para acciones fundamentales. Estas demoras pueden surgir de múltiples fuentes:

a.      Desidia o falta de liderazgo.

b.     Temor al costo político de ciertas decisiones.

c.      Falta de coordinación interinstitucional.

d.     Presiones de grupos de interés que buscan frenar cambios estructurales.

e.      Incapacidad técnica o incompetencia gerencial.

f.         Burocratización extrema que encubre la inacción.

Cuando este comportamiento se naturaliza, genera un círculo vicioso de inacción institucional, que afecta especialmente a las políticas públicas que garantizan derechos fundamentales, como la salud, la educación, la vivienda, la seguridad social y la protección del medio ambiente.

2. Impacto sobre los planes de desarrollo

Los planes de desarrollo son la hoja de ruta de los gobiernos. Allí se comprometen objetivos estratégicos, indicadores de impacto, metas y líneas de acción para mejorar las condiciones de vida de la población. Su ejecución requiere no solo voluntad política sino también celeridad, capacidad gerencial y compromiso ético. La procrastinación, en este contexto, es letal:

a.      Retraso en la materialización de resultados. Los objetivos definidos en el papel no se trasladan a acciones concretas. Los cronogramas se incumplen y las metas se postergan indefinidamente.

b.     Desviación presupuestal. Los recursos asignados quedan congelados o se redireccionan de forma ineficiente. Los saldos de apropiación no ejecutados se convierten en una muestra vergonzosa de incapacidad administrativa.

c.      Obsolescencia de las políticas. Las dinámicas sociales y económicas avanzan mucho más rápido que la acción gubernamental. Políticas diseñadas para contextos determinados pierden pertinencia si su ejecución se posterga, volviéndose anacrónicas.

d.     Pérdida de credibilidad del gobierno. La ciudadanía percibe con claridad la distancia entre las promesas de los planes de desarrollo y los resultados tangibles. Este desencanto erosiona la confianza y el respaldo popular.

e.      Ineficiencia sistémica. La procrastinación genera sobrecostos: el aplazamiento de soluciones incrementa los problemas, obliga a posteriores intervenciones de emergencia y multiplica los gastos asociados.

3. El caso de las políticas públicas de garantía de derechos

El daño causado por la procrastinación es aún más grave cuando se trata de políticas públicas orientadas a garantizar derechos fundamentales. Aquí, el costo de la demora no es abstracto: se mide en vidas humanas, generaciones condenadas a la pobreza, enfermedades evitables, violaciones a la dignidad, sufrimiento evitable. Veamos algunos ejemplos:

Salud pública: postergar la ampliación de redes hospitalarias, la compra de medicamentos esenciales o la implementación de programas de prevención provoca muertes evitables y crisis sanitarias.

Educación: demorar la construcción de infraestructura escolar o la actualización curricular perpetúa la desigualdad y limita el acceso de las poblaciones más vulnerables a una educación de calidad.

Vivienda digna: procrastinar en los programas de vivienda social o en la regularización de títulos de propiedad condena a millones de familias a vivir en condiciones precarias e inseguras.

Medio ambiente: aplazar la adopción de políticas de mitigación y adaptación al cambio climático agrava la vulnerabilidad ambiental de los territorios y compromete el bienestar de las futuras generaciones.

Justicia: postergar reformas judiciales, la dotación de recursos a las defensorías públicas o la descongestión de los tribunales perpetúa la injusticia estructural y el acceso desigual a la justicia.

Cada día que un burócrata, un alto funcionario o una autoridad local decide “dejar para mañana” la implementación de una política pública, se violan derechos humanos y se perpetúan las desigualdades sociales.

4. Procrastinación como corrupción solapada

La procrastinación en la gestión pública no puede entenderse únicamente como un defecto de carácter o un problema cultural. En muchos casos, es una estrategia deliberada de corrupción solapada:

a.      Congelamiento de políticas incómodas: Grupos de interés o sectores del Estado pueden impulsar la procrastinación de reformas o programas que amenazan sus privilegios (por ejemplo, reformas fiscales progresivas, políticas de redistribución o medidas de protección ambiental que afectan a grandes conglomerados empresariales).

b.     Manipulación de tiempos para favorecer intereses particulares: La dilación en la adjudicación de contratos, la expedición de reglamentos o la firma de convenios permite manipular los procesos para beneficiar a determinados actores.

c.      Cooptación institucional: La colonización de los entes de control y de las oficinas clave de la administración por parte de mafias políticas permite que se utilice la procrastinación como mecanismo de chantaje, extorsión o captura de rentas públicas.

d.     Negligencia corrupta: La pasividad deliberada frente a actos de corrupción o a fallas administrativas graves es en sí misma una forma de corrupción: quien no actúa a tiempo para corregir o denunciar se convierte en cómplice.

La procrastinación, cuando se institucionaliza, configura una red de complicidades que blinda a los actores corruptos y obstaculiza las transformaciones que demanda la sociedad.

5. Efectos sobre la eficiencia, eficacia y economía de las políticas públicas

Desde la perspectiva de la gestión pública, la procrastinación destruye los tres pilares de una administración orientada a resultados:

1.      Eficiencia: Los recursos se utilizan de manera subóptima. Los procesos se alargan innecesariamente, aumentando costos administrativos y desperdiciando oportunidades.

2.       Eficacia: Los objetivos de las políticas no se alcanzan o se logran de manera tardía, perdiendo impacto y relevancia.

3.       Economía: Los costos finales de la acción pública se disparan. Problemas que podrían haberse resuelto con una intervención oportuna requieren luego medidas costosas y reactivas.

Además, los costos políticos de la procrastinación son considerables: erosiona la legitimidad de los gobiernos, alimenta el cinismo ciudadano, fortalece narrativas populistas que explotan el desencanto popular y debilita la democracia representativae impide elejercicio de la democracia participativa.

6. Romper el círculo vicioso: hacia una gestión pública proactiva y ética

Combatir la procrastinación en la gestión pública no es tarea fácil. Requiere una transformación cultural profunda y reformas institucionales audaces. Algunas claves para avanzar en esta dirección:

1)      Reforzar los sistemas de planeación y seguimiento: Los planes de desarrollo deben contar con indicadores claros, cronogramas rigurosos y mecanismos de evaluación que permitan detectar y corregir demoras injustificadas.

2)      Establecer sanciones para la negligencia y la inacción: La procrastinación deliberada en la gestión pública debe tipificarse como falta grave, con consecuencias administrativas, disciplinarias y penales cuando afecte derechos fundamentales.

3)      Fomentar la ética pública y el liderazgo transformador: Es urgente promover una nueva cultura de servicio público basada en la responsabilidad, la diligencia y el compromiso ético. Los liderazgos políticos y administrativos deben ser ejemplos de proactividad.

4)      Fortalecer el control social y la transparencia: La ciudadanía debe contar con herramientas efectivas para exigir rendición de cuentas y monitorear el avance de los planes de desarrollo. La participación activa de la sociedad civil es el mejor antídoto contra la procrastinación gubernamental.

5)      Blindar las políticas públicas frente a la captura corporativa: Se requiere diseñar instituciones autónomas y resilientes que garanticen la ejecución oportuna de políticas clave, especialmente aquellas que protegen derechos fundamentales, más allá de los vaivenes políticos o de las presiones de los grupos de interés.

En síntesis, la procrastinación en la gestión pública no es un vicio menor: es una práctica que mata, excluye y profundiza las injusticias sociales. Cuando los gobiernos procrastinan, niegan derechos, agravan la pobreza, perpetúan desigualdades y dinamitan la confianza de la ciudadanía en las instituciones democráticas.

Pero aún más grave: cuando la procrastinación se convierte en estrategia deliberada, se transforma en una forma sofisticada y solapada de corrupción, invisible en las auditorías tradicionales pero devastadora en sus efectos sociales.

Superar este flagelo exige un compromiso político, ético y cultural de primer orden. Solo gobiernos proactivos, transparentes y profundamente comprometidos con el bienestar de la ciudadanía podrán cerrar el ciclo perverso de la procrastinación y construir Estados más justos, eficaces y democráticos.

CARLOS MEDINA GALLEGO

Historiador y Analista Político 

 


 





HACIA UNA POLÍTICA DE SEGURIDAD CIUDADANA HUMANA, DEMOCRÁTICA Y PROFESIONAL.

 

A CLAUDIA GOMEZ  por sus valiosos  aportes a los estudios sobre la seguridad ciudadana y la institución policial.

En un contexto de complejas transiciones sociales, conflictos persistentes, desconfianza ciudadana y mayor demanda de seguridad, los problemas de la seguridad ciudadana no pueden continuar siendo  un asunto exclusivamente policial o de aplicación  del ejercicio de la fuerza bruta del Estado.

 Hoy  se impone la necesidad de redefinir el modelo de seguridad, ampliando su mirada desde una perspectiva centrada en el concepto de seguridad humana, que coloque en el centro la dignidad de las personas, sus derechos y la convivencia pacífica en los territorios.

Este nuevo enfoque exige una transformación profunda de la política de seguridad ciudadana, que articule tres grandes pilares: la creciente profesionalización de la policía, la concurrencia integral de la institucionalidad estatal y la participación activa y consciente de las comunidades.

 No se trata solo de garantizar el orden público, sino de construir seguridad con legitimidad, confianza y proximidad entre ciudadanos y agentes del Estado.

I. Seguridad humana: una nueva concepción de la seguridad

La seguridad humana implica proteger a las personas no solo frente al delito, sino también frente a amenazas estructurales como la pobreza, la exclusión, la violencia institucional, el abandono estatal y la impunidad. En este marco, la seguridad deja de ser un privilegio de unos pocos o una herramienta de represión, para convertirse en un derecho que debe ser garantizado por el Estado con enfoque de derechos humanos, género, etnia y territorio.

Para materializar este enfoque, se requiere una reorganización profunda de la Policía Nacional, que supere los modelos de corte militarista y autoritario heredados del conflicto armado, para convertirse en una institución civil al servicio de la ciudadanía, de carácter preventivo, respetuosa de las libertades, que proteja la vida y los derechos fundamentales.

II. La profesionalización de la Policía: entre la formación, la ética y la legitimidad

La profesionalización de la policía no puede limitarse a capacitaciones técnicas. Requiere una formación integral, permanente y crítica en derechos humanos, resolución de conflictos, manejo de crisis, derechos civiles, historia del país, legislación nacional e internacional, salud mental y enfoque diferencial. La policía no puede seguir funcionando como un aparato reactivo y violento, sino como un cuerpo que actúe con criterio ético, empatía y vocación de servicio público.

En este proceso, es indispensable una revisión profunda de la estructura institucional de la Policía, que reorganice sus aspectos administrativos, operativos y formativos. Esta reorganización debe centrarse en:

Fortalecer los mecanismos de control interno y externo, con participación ciudadana y veeduría social.

Separar funciones civiles y militares, delimitando claramente el papel constitucional de la Policía como fuerza civil y no como brazo represivo del Estado.

Reformular el sistema de ascensos, priorizando el mérito, la conducta ética, la formación en derechos humanos y la capacidad de liderazgo democrático.

Ampliar la presencia territorial de la policía comunitaria, orientada al diálogo, la mediación y la construcción de confianza con las comunidades.

III. Concurrencia institucional: más allá del modelo policial

 La seguridad ciudadana no puede ser responsabilidad exclusiva de la Policía Nacional. Por el contrario, exige una concurrencia real y efectiva de todas las instituciones públicas —justicia, salud, educación, desarrollo social, cultura, planeación, entes territoriales— en articulación con los procesos organizativos y sociales de las comunidades.

Este modelo debe promover:

  1.  Mesas locales de seguridad ciudadana con participación comunitaria, donde se analicen los problemas de cada territorio y se construyan soluciones concertadas.
  2.  Rutas de atención interinstitucional para víctimas de violencia, priorizando a las poblaciones más vulnerables (niñez, mujeres, disidencias sexuales, líderes sociales).
  3. Planes integrales de convivencia y cultura ciudadana, que fortalezcan el tejido social y generen dinámicas colectivas de cuidado mutuo, solidaridad y participación.
  4.  La articulación interinstitucional debe convertirse en el principio operativo de la política de seguridad, reconociendo que no hay seguridad si no hay educación, salud, empleo digno y justicia eficaz. 

IV. La comunidad como protagonista de la seguridad legítima

 No es posible construir una política de seguridad ciudadana legítima sin una comunidad informada, empoderada y corresponsable. El alejamiento entre las comunidades y la policía ha sido fuente constante de desconfianza, abusos y violencia. Por ello, es urgente cerrar esa brecha.

 La proximidad policial debe basarse en el respeto mutuo, la pedagogía del cuidado y el acompañamiento institucional. La comunidad debe participar activamente en la vigilancia de las actuaciones policiales, en los planes de prevención del delito, en las campañas de cultura ciudadana y en la definición de las prioridades territoriales en materia de seguridad.

 Se requiere una policía cercana, transparente, visible y dialogante, que entienda que la legitimidad no se impone con uniforme ni con armas, sino que se construye día a día en las calles, los barrios, las veredas y los territorios más excluidos.

V. Policía civil: la urgencia de su desmilitarización

 Uno de los temas más sensibles de la reforma policial es su desmilitarización real. La Policía debe dejar de funcionar como una institución de guerra y pasar a ser una fuerza de carácter civil y ciudadano, como lo establece la Constitución.

 Esto implica:

  1. Retirar a la policía del Ministerio de Defensa y reubicarla en una cartera civil como el Ministerio del Interior o un Ministerio de Seguridad Ciudadana con enfoque de derechos.
  2. Sustituir la doctrina de enemigo interno por una doctrina del cuidado, la prevención y la protección ciudadana.
  3. Definir claramente los roles, límites y atribuciones de la Policía en consonancia con los estándares constitucionales, eliminando ambigüedades que han favorecido el abuso de poder y el uso desproporcionado de la fuerza.

La legítima protesta social, consagrada como derecho fundamental, debe ser respetada por la Policía. No puede seguir tratándose como amenaza, sino como una expresión legítima de la ciudadanía en una democracia robusta. La respuesta no puede ser la represión, sino el acompañamiento preventivo, la mediación y la garantía de derechos.

 VI. Cuidar a quienes cuidan: salud mental y condiciones laborales dignas

Una policía más humana también requiere humanizar las condiciones de vida y trabajo de sus agentes. La salud mental de los policías ha sido históricamente relegada, generando consecuencias graves: depresión, violencia intrafamiliar, suicidios, estrés crónico, agresividad y adicciones.

Es indispensable implementar una política de salud mental integral para los miembros de la institución, que contemple:

  1. Atención psicológica permanente y especializada.
  2. Espacios de descompresión emocional tras situaciones de alto impacto.
  3. Procesos de formación en inteligencia emocional, autocuidado y gestión del estrés.
  4.  Estrategias para la armonización de la vida laboral y familiar, que reduzcan la sobrecarga, la rotación desmedida y las jornadas extendidas sin compensación.

 No se puede exigir respeto por la vida si quienes deben garantizarla viven bajo condiciones de precariedad, violencia simbólica o institucional y abandono emocional. Cuidar a quienes cuidan debe ser una prioridad ética y estructural.

VII. Una política de seguridad con enfoque de derechos, democracia y paz

 La reforma a la política de seguridad ciudadana debe ir mucho más allá de un simple cambio de nombre o de uniforme. Se trata de repensar el papel del Estado en la vida de las personas y en los territorios desde una lógica democrática, participativa y garantista.

 Una política de seguridad eficiente y legítima se fundamenta en:

  La profesionalización humanista de la Policía Nacional.

  1. La articulación de toda la institucionalidad pública en torno a la seguridad humana.
  2. La participación activa de las comunidades como sujetos de derechos y corresponsables de la seguridad.
  3.  El respeto irrestricto por la vida, la dignidad, la protesta social y las libertades ciudadanas.
  4. La desmilitarización y redefinición de los roles institucionales en consonancia con la Constitución.
  5.  El bienestar psicosocial, laboral y familiar de quienes prestan el servicio policial.

 En una sociedad como la colombiana, marcada por décadas de violencia estructural, autoritarismo y desconfianza, no hay tarea más urgente que reconciliar la seguridad con la democracia y la legalidad con la dignidad humana. Una policía cercana, legítima y respetuosa de la ciudadanía es uno de los pilares para alcanzar esa transformación.

 La seguridad ciudadana no puede construirse con miedo, sino con confianza. No con represión, sino con derechos. No desde arriba, sino desde las comunidades. Es hora de construir una seguridad para la vida, la convivencia y la paz.