LA SACRALIZACIÓN DEL DERECHO A LA
VIDA EN UNA COLOMBIA ATRAVESADA POR LA VIOLENCIA
En una sociedad desgarrada por
múltiples violencias, como lo es Colombia, el derecho a la vida —ese principio
fundante de toda convivencia digna y de toda organización jurídica legítima— ha
sido sistemáticamente vulnerado.
Durante décadas, la
violencia revolucionaria, el narcotráfico, el paramilitarismo y el terrorismo
de Estado han convertido la vida humana, especialmente la de los sectores más
vulnerables y contestatarios, en materia desechable , un obstáculo a destruir,
en blanco de acciones criminales. En este contexto de barbarie normalizada,
urge no solo proteger la vida como derecho constitucional sino también
reivindicar su sacralidad como fundamento ético de una sociedad verdaderamente
democrática y humanista.
Colombia ha vivido una historia
prolongada de conflicto armado interno, pero lo que inicialmente se presentó
como una lucha por la justicia social pronto se fue degradando en una espiral
de violencias cruzadas donde todos los actores —estatales e insurgentes,
legales e ilegales— han cometido crímenes atroces. Esta larga noche de
violencia ha golpeado con especial crudeza a las comunidades rurales,
indígenas, afrodescendientes y campesinas; ha exterminado a generaciones de
líderes sociales, defensores de derechos humanos, comunicadores comunitarios,
sindicalistas y ambientalistas; ha dejado cicatrices imborrables en los cuerpos
y las memorias de los sobrevivientes. En medio de este panorama, el derecho a
la vida no ha sido solo violado, ha sido despreciado, relativizado y
sacrificado en nombre de ideologías, intereses económicos y lógicas de poder.
Resulta entonces urgente colocar
la vida en el centro del debate político, ético y jurídico. Pero no como un
concepto abstracto o formalista, sino como una experiencia concreta, encarnada
en los cuerpos que habitan los territorios, en las resistencias que florecen en
medio del miedo, en las luchas silenciosas de quienes, a pesar de todo, se
aferran a la esperanza. Sacralizar la vida no implica una consagración
religiosa, sino una toma de posición ética radical que rechace cualquier forma
de instrumentalización de la existencia humana. Es asumir que ninguna causa,
ningún proyecto político, ningún cálculo de gobernabilidad o control
territorial justifica el asesinato, la desaparición, el desplazamiento o la
tortura de un ser humano.
La violencia revolucionaria, en
sus diferentes expresiones guerrilleras, ha sido una de las más complejas de
analizar y de condenar, pues durante décadas estuvo revestida de un lenguaje
emancipador que justificaba la lucha armada como único camino ante un Estado
autoritario y excluyente. Sin embargo, en la medida en que esa lucha fue
transformándose en prácticas de control territorial, extorsión, secuestro,
minería ilegal y narcotráfico, el discurso político fue cediendo paso al
interés económico y a la lógica del poder por el poder. Las guerrillas, en
muchos casos, terminaron replicando las mismas lógicas de opresión que decían
combatir. La vida de los pobladores rurales pasó a ser subordinada a la guerra,
y quienes se atrevían a disentir eran marcados como enemigos. Líderes
comunitarios que no compartían las órdenes del grupo armado, mujeres que
defendían su autonomía, jóvenes que soñaban con otro futuro, fueron
desaparecidos, asesinados o condenados al exilio.
Por otro lado, el narcotráfico y
el paramilitarismo —mutaciones perversas del capitalismo más salvaje— han
convertido el control del territorio en una empresa bélica donde la vida humana
vale menos que una hectárea sembrada de coca, un cargamento de armas o una ruta
de tráfico. Las organizaciones criminales han hecho de la muerte una
herramienta sistemática de dominación. Sus métodos, de una brutalidad
escalofriante, buscan sembrar el terror para garantizar obediencia y silencio.
Los paramilitares, muchas veces en connivencia con sectores del Estado y del
empresariado, fueron responsables de verdaderas campañas de exterminio social,
especialmente contra líderes campesinos, indígenas, afrodescendientes y
defensores de derechos humanos. El desplazamiento forzado, la masacre
selectiva, la desaparición sistemática, fueron parte de un proyecto de
reconfiguración territorial que no dudó en eliminar al diferente, al incómodo,
al que se atrevía a reclamar.
Pero quizás una de las formas más
insidiosas y menos reconocidas de violencia ha sido la ejercida por el propio
Estado. Cuando las instituciones que deberían garantizar los derechos
fundamentales se convierten en agentes de persecución, represión y muerte, se
configura una forma particular de terrorismo de Estado. En Colombia, múltiples
sentencias judiciales, informes de organismos internacionales y testimonios de
víctimas han documentado ejecuciones extrajudiciales (los mal llamados “falsos
positivos”), persecuciones judiciales arbitrarias, espionaje ilegal,
desapariciones forzadas y uso desproporcionado de la fuerza pública contra
manifestantes. En estos casos, la vida pierde su valor no solo en el campo de
batalla, sino también en las calles, los barrios y los despachos del poder. La
estigmatización de la protesta, el silenciamiento de los medios alternativos,
la criminalización de la defensa de los derechos humanos, son expresiones de
una violencia institucional que no dispara siempre balas, pero sí destruye
biografías, sueños y tejidos sociales.
En medio de este escenario de
múltiples violencias, los más golpeados han sido precisamente quienes más han
luchado por la vida. Los liderazgos naturales de las comunidades —maestras,
enfermeros rurales, sabedores ancestrales, comunicadoras populares— han sido
blanco sistemático de las violencias porque encarnan proyectos de dignidad,
autonomía y paz territorial. Son ellas y ellos quienes defienden los ríos, las
montañas, los saberes, la cultura, los derechos colectivos. Son ellos ellas
quienes alzan la voz cuando todo conspira para el silencio. Y por eso mismo,
son objeto de amenazas, atentados y asesinatos. Colombia ostenta el triste
récord de ser uno de los países con más líderes sociales asesinados en el
mundo. Cada nombre, cada rostro, cada historia truncada, debería ser un grito
que interpele la conciencia nacional.
Sacralizar el derecho a la vida
en Colombia implica, entonces, desmontar todas las formas de justificación de
la muerte. Implica cuestionar profundamente tanto el discurso de la seguridad
que legitima la represión estatal, como el discurso revolucionario que
romantiza la violencia insurgente, como la lógica mafiosa que convierte el
asesinato en estrategia empresarial. Significa asumir que ninguna ideología,
religión, partido político o modelo económico puede estar por encima de la vida
humana. La vida no es negociable. No es intercambiable. No es utilitaria. Es un
fin en sí misma.
Dignificar la vida, además, es
reconocer que esta no es solo la respiración biológica. Es la posibilidad de
una existencia plena, con derechos garantizados, con acceso a la salud, a la
educación, a la cultura, al goce del territorio. Es asegurar que nadie tenga
que vivir con miedo. Es garantizar que las niñas y los niños puedan crecer sin
ver la muerte como una presencia cotidiana. Es construir condiciones para que
las comunidades decidan su futuro sin la amenaza de las armas. Dignificar la
vida es darle sentido y cuidado, es apostar por la ternura como estrategia
política y por la solidaridad como principio de justicia.
Esa sacralización de la vida debe
traducirse en políticas públicas integrales de protección a los líderes
sociales y defensores de derechos humanos, pero también en una transformación
cultural profunda. No basta con normas y protocolos. Se necesita una pedagogía
para la paz que forme nuevas generaciones en el respeto, la empatía y la
resolución no violenta de los conflictos. Se necesita una justicia restaurativa
que repare, que escuche, que reconozca el dolor de las víctimas y asuma la
verdad como camino de sanación. Se necesita un Estado que deje de ser parte del
problema y asuma plenamente su deber de proteger, no de perseguir.
Y sobre todo, se necesita una
sociedad civil que no se acostumbre, que no normalice el horror, que no guarde
silencio cómplice. La defensa de la vida no es tarea solo de las víctimas. Es
responsabilidad colectiva. Es un imperativo ético que debe movilizar a los
intelectuales, a los artistas, a los educadores, a los jueces, a los servidores
públicos, a las iglesias, a los empresarios con conciencia. Es una causa que
interpela a todos, porque en el fondo, se trata de decidir qué clase de país
queremos ser: uno donde la muerte manda, o uno donde la vida florece.
Al cerrar este llamado, que no
pretende ser una conclusión sino una apertura, queremos alzar la voz por la
vida desde una perspectiva profundamente humanista. Esa que reconoce en cada
ser humano una dignidad inalienable. Esa que entiende que la paz no es solo la
ausencia de guerra, sino la presencia activa de justicia, de equidad, de
respeto mutuo. Esa que sabe que el futuro no se construye sobre cadáveres ni
sobre silencios forzados, sino sobre la memoria, la resistencia y el amor. Que
este sea, entonces, un clamor colectivo: protejer la vida, cuídarla,
celébrarla, sálvarla. Porque toda vida vale, y porque sin ella, nada tiene
sentido.
CARLOS MEDINA
GALLEGO
Mayo 17 de
2025
No hay comentarios:
Publicar un comentario