miércoles, 14 de mayo de 2025

 



LA SACRALIZACIÓN DEL DERECHO A LA VIDA EN UNA COLOMBIA ATRAVESADA POR LA VIOLENCIA

 

En una sociedad desgarrada por múltiples violencias, como lo es Colombia, el derecho a la vida —ese principio fundante de toda convivencia digna y de toda organización jurídica legítima— ha sido sistemáticamente vulnerado.

 Durante décadas, la violencia revolucionaria, el narcotráfico, el paramilitarismo y el terrorismo de Estado han convertido la vida humana, especialmente la de los sectores más vulnerables y contestatarios, en materia desechable , un obstáculo a destruir, en blanco de acciones criminales. En este contexto de barbarie normalizada, urge no solo proteger la vida como derecho constitucional sino también reivindicar su sacralidad como fundamento ético de una sociedad verdaderamente democrática y humanista.

Colombia ha vivido una historia prolongada de conflicto armado interno, pero lo que inicialmente se presentó como una lucha por la justicia social pronto se fue degradando en una espiral de violencias cruzadas donde todos los actores —estatales e insurgentes, legales e ilegales— han cometido crímenes atroces. Esta larga noche de violencia ha golpeado con especial crudeza a las comunidades rurales, indígenas, afrodescendientes y campesinas; ha exterminado a generaciones de líderes sociales, defensores de derechos humanos, comunicadores comunitarios, sindicalistas y ambientalistas; ha dejado cicatrices imborrables en los cuerpos y las memorias de los sobrevivientes. En medio de este panorama, el derecho a la vida no ha sido solo violado, ha sido despreciado, relativizado y sacrificado en nombre de ideologías, intereses económicos y lógicas de poder.

Resulta entonces urgente colocar la vida en el centro del debate político, ético y jurídico. Pero no como un concepto abstracto o formalista, sino como una experiencia concreta, encarnada en los cuerpos que habitan los territorios, en las resistencias que florecen en medio del miedo, en las luchas silenciosas de quienes, a pesar de todo, se aferran a la esperanza. Sacralizar la vida no implica una consagración religiosa, sino una toma de posición ética radical que rechace cualquier forma de instrumentalización de la existencia humana. Es asumir que ninguna causa, ningún proyecto político, ningún cálculo de gobernabilidad o control territorial justifica el asesinato, la desaparición, el desplazamiento o la tortura de un ser humano.

La violencia revolucionaria, en sus diferentes expresiones guerrilleras, ha sido una de las más complejas de analizar y de condenar, pues durante décadas estuvo revestida de un lenguaje emancipador que justificaba la lucha armada como único camino ante un Estado autoritario y excluyente. Sin embargo, en la medida en que esa lucha fue transformándose en prácticas de control territorial, extorsión, secuestro, minería ilegal y narcotráfico, el discurso político fue cediendo paso al interés económico y a la lógica del poder por el poder. Las guerrillas, en muchos casos, terminaron replicando las mismas lógicas de opresión que decían combatir. La vida de los pobladores rurales pasó a ser subordinada a la guerra, y quienes se atrevían a disentir eran marcados como enemigos. Líderes comunitarios que no compartían las órdenes del grupo armado, mujeres que defendían su autonomía, jóvenes que soñaban con otro futuro, fueron desaparecidos, asesinados o condenados al exilio.

Por otro lado, el narcotráfico y el paramilitarismo —mutaciones perversas del capitalismo más salvaje— han convertido el control del territorio en una empresa bélica donde la vida humana vale menos que una hectárea sembrada de coca, un cargamento de armas o una ruta de tráfico. Las organizaciones criminales han hecho de la muerte una herramienta sistemática de dominación. Sus métodos, de una brutalidad escalofriante, buscan sembrar el terror para garantizar obediencia y silencio. Los paramilitares, muchas veces en connivencia con sectores del Estado y del empresariado, fueron responsables de verdaderas campañas de exterminio social, especialmente contra líderes campesinos, indígenas, afrodescendientes y defensores de derechos humanos. El desplazamiento forzado, la masacre selectiva, la desaparición sistemática, fueron parte de un proyecto de reconfiguración territorial que no dudó en eliminar al diferente, al incómodo, al que se atrevía a reclamar.

Pero quizás una de las formas más insidiosas y menos reconocidas de violencia ha sido la ejercida por el propio Estado. Cuando las instituciones que deberían garantizar los derechos fundamentales se convierten en agentes de persecución, represión y muerte, se configura una forma particular de terrorismo de Estado. En Colombia, múltiples sentencias judiciales, informes de organismos internacionales y testimonios de víctimas han documentado ejecuciones extrajudiciales (los mal llamados “falsos positivos”), persecuciones judiciales arbitrarias, espionaje ilegal, desapariciones forzadas y uso desproporcionado de la fuerza pública contra manifestantes. En estos casos, la vida pierde su valor no solo en el campo de batalla, sino también en las calles, los barrios y los despachos del poder. La estigmatización de la protesta, el silenciamiento de los medios alternativos, la criminalización de la defensa de los derechos humanos, son expresiones de una violencia institucional que no dispara siempre balas, pero sí destruye biografías, sueños y tejidos sociales.

En medio de este escenario de múltiples violencias, los más golpeados han sido precisamente quienes más han luchado por la vida. Los liderazgos naturales de las comunidades —maestras, enfermeros rurales, sabedores ancestrales, comunicadoras populares— han sido blanco sistemático de las violencias porque encarnan proyectos de dignidad, autonomía y paz territorial. Son ellas y ellos quienes defienden los ríos, las montañas, los saberes, la cultura, los derechos colectivos. Son ellos ellas quienes alzan la voz cuando todo conspira para el silencio. Y por eso mismo, son objeto de amenazas, atentados y asesinatos. Colombia ostenta el triste récord de ser uno de los países con más líderes sociales asesinados en el mundo. Cada nombre, cada rostro, cada historia truncada, debería ser un grito que interpele la conciencia nacional.

Sacralizar el derecho a la vida en Colombia implica, entonces, desmontar todas las formas de justificación de la muerte. Implica cuestionar profundamente tanto el discurso de la seguridad que legitima la represión estatal, como el discurso revolucionario que romantiza la violencia insurgente, como la lógica mafiosa que convierte el asesinato en estrategia empresarial. Significa asumir que ninguna ideología, religión, partido político o modelo económico puede estar por encima de la vida humana. La vida no es negociable. No es intercambiable. No es utilitaria. Es un fin en sí misma.

 

Dignificar la vida, además, es reconocer que esta no es solo la respiración biológica. Es la posibilidad de una existencia plena, con derechos garantizados, con acceso a la salud, a la educación, a la cultura, al goce del territorio. Es asegurar que nadie tenga que vivir con miedo. Es garantizar que las niñas y los niños puedan crecer sin ver la muerte como una presencia cotidiana. Es construir condiciones para que las comunidades decidan su futuro sin la amenaza de las armas. Dignificar la vida es darle sentido y cuidado, es apostar por la ternura como estrategia política y por la solidaridad como principio de justicia.

Esa sacralización de la vida debe traducirse en políticas públicas integrales de protección a los líderes sociales y defensores de derechos humanos, pero también en una transformación cultural profunda. No basta con normas y protocolos. Se necesita una pedagogía para la paz que forme nuevas generaciones en el respeto, la empatía y la resolución no violenta de los conflictos. Se necesita una justicia restaurativa que repare, que escuche, que reconozca el dolor de las víctimas y asuma la verdad como camino de sanación. Se necesita un Estado que deje de ser parte del problema y asuma plenamente su deber de proteger, no de perseguir.

Y sobre todo, se necesita una sociedad civil que no se acostumbre, que no normalice el horror, que no guarde silencio cómplice. La defensa de la vida no es tarea solo de las víctimas. Es responsabilidad colectiva. Es un imperativo ético que debe movilizar a los intelectuales, a los artistas, a los educadores, a los jueces, a los servidores públicos, a las iglesias, a los empresarios con conciencia. Es una causa que interpela a todos, porque en el fondo, se trata de decidir qué clase de país queremos ser: uno donde la muerte manda, o uno donde la vida florece.

Al cerrar este llamado, que no pretende ser una conclusión sino una apertura, queremos alzar la voz por la vida desde una perspectiva profundamente humanista. Esa que reconoce en cada ser humano una dignidad inalienable. Esa que entiende que la paz no es solo la ausencia de guerra, sino la presencia activa de justicia, de equidad, de respeto mutuo. Esa que sabe que el futuro no se construye sobre cadáveres ni sobre silencios forzados, sino sobre la memoria, la resistencia y el amor. Que este sea, entonces, un clamor colectivo: protejer la vida, cuídarla, celébrarla, sálvarla. Porque toda vida vale, y porque sin ella, nada tiene sentido.

 

CARLOS MEDINA GALLEGO 

Mayo 17 de 2025 

 

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