martes, 26 de agosto de 2025

 



LA PRESENCIA MILITAR de EE. UU. EN EL CARIBE FRENTE A VENEZUELA

Génesis, riesgos y reacciones ante el fantasma de una INTERVENCIÓN 

La acumulación de medios navales estadounidenses en el sur del Caribe, a escasas millas del litoral venezolano, reabre un expediente histórico que América Latina conoce bien: el de la coerción militar como instrumento de política exterior.

 Aunque Washington encuadra el despliegue en la lógica de las “operaciones antinarcóticos” y la presión contra redes criminales y autoridades venezolanas acusadas de connivencia con estas, la proximidad física de destructores con capacidad de misiles guiados, el aumento de la retórica coercitiva y los ejercicios con aliados regionales elevan el umbral de riesgo de incidentes, errores de cálculo y escaladas.

 Más allá de coyunturas, lo que está en juego es el principio de no uso de la fuerza, la arquitectura de seguridad interamericana, el equilibrio energético y humanitario regional y, en última instancia, la autoridad del derecho internacional. 

En este ensayo se reconstruye el trasfondo histórico e institucional de la presencia naval de EE. UU. en el Caribe, se examinan sus motivaciones contemporáneas y se evalúan las consecuencias y reacciones —diplomáticas, políticas, militares y populares— que acarrearía una intervención sobre Venezuela.

 EL RESURGIR DE LA IV FLOTA: genealogía de una presencia

El Caribe ha sido, desde el siglo XIX, el “mare nostrum” de la proyección estadounidense. La secuencia de intervenciones es conocida —Cuba, República Dominicana, Haití, Granada—, con el clímax tardío de la invasión a Granada (1983), coordinada con socios caribeños bajo el paraguas de “restaurar el orden” y “proteger vidas”, y el antecedente de la intervención en la República Dominicana (1965), formalmente avalada por la OEA en contexto de Guerra Fría. Estos episodios asentaron un patrón: despliegues rápidos, objetivos político-estratégicos amplios, costos civiles disputados y profundas huellas en la memoria regional. 

Tras la postguerra fría, el vector marítimo cobró nuevo impulso con la reactivación, en 2008, de la IV Flota —la componente naval del Comando Sur (SOUTHCOM)— con responsabilidad sobre el Caribe y las aguas que rodean Centro y Suramérica. Oficialmente orientada a asistencia humanitaria, ejercicios y apoyo antinarcóticos, su relanzamiento provocó recelos en múltiples capitales latinoamericanas, que lo leyeron como retorno de una herramienta de presión estratégica sobre gobiernos "díscolos" o progresistas. 

En abril de 2020, SOUTHCOM anunció “operaciones antinarcóticos reforzadas” en el Caribe y el Pacífico oriental, expandiendo patrullajes, vigilancia y apoyo a interdicciones —un marco operativo que, de hecho, ha servido para justificar sucesivas oleadas de presencia naval en torno a Venezuela. 

El punto de inflexión más reciente se produjo en agosto de 2025, cuando el gobierno estadounidense ordenó el despliegue de tres destructores con sistema Aegis hacia el arco caribeño frente a Venezuela, formalmente para “golpear” cadenas del narcotráfico atribuidas a redes vinculadas al poder venezolano. La medida coincidió con la duplicación de la recompensa por la captura de Nicolás Maduro y la designación de organizaciones criminales regionales como “terroristas”, elevando el tono de confrontación y la posibilidad —aunque no declarada— de operaciones de fuerza. Caracas respondió con una movilización de milicias y denunció una amenaza contra la paz regional. 

MARCO JURÍDICO y GOBERNANZA HEMISFÉRICA: de la Carta de la ONU a la Carta de la OEA

El derecho internacional contemporáneo establece límites nítidos: el artículo 2(4) de la Carta de la ONU prohíbe “la amenaza o el uso de la fuerza” contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, salvo en caso de legítima defensa o con autorización del Consejo de Seguridad. La Carta de la OEA duplica esa norma a escala regional, obligando a los Estados a no recurrir a la fuerza y a privilegiar el arreglo pacífico de controversias. Una intervención “preventiva”, una operación de “cambio de régimen” o un bloqueo naval no selectivo colisionarían frontalmente con ese andamiaje normativo. Además, el expediente venezolano en el Consejo de Seguridad ha mostrado parálisis: cuando Washington buscó resoluciones condenatorias o que habilitaran medidas, la dinámica de vetos y abstenciones —con Rusia y China como actores clave— bloqueó salidas coercitivas multilaterales, lo que hace verosímil que cualquier intento de internacionalizar una intervención fracase en Nueva York. 

MOTIVACIONES CONTEMPORÁNEAS: crimen transnacional, política doméstica y geoeconomía

Tres vectores explican la intensificación reciente de la presencia naval:

1. Narrativa antinarcóticos. Desde 2020, el Comando Sur enmarca su postura en la “disrupción” de flujos ilícitos, elevando la cooperación con guardacostas y marinas del Caribe. Sin embargo, reportajes y causas judiciales han revelado operaciones encubiertas de agencias estadounidenses en territorio venezolano (o en su perímetro) que han tensionado los límites de jurisdicción y el respeto a la soberanía, alimentando percepciones regionales de extraterritorialidad selectiva. 

2. Política estadounidense y “securitización” de Venezuela. La decisión de subir recompensas contra autoridades venezolanas y de clasificar a ciertas bandas regionales como “terroristas” proyecta un marco que facilita el empleo de instrumentos militares en un entorno ambiguo entre crimen organizado y hostilidad estatal. Este repertorio discursivo endurece la postura y reduce los incentivos a soluciones negociadas, particularmente en ciclos electorales estadounidenses donde “dureza” frente a actores “hostiles” rinde políticamente. 

3. Geoeconomía del petróleo y el Caribe oriental. La disputa Guyana-Venezuela por el Esequibo ha introducido a un aliado emergente de EE. UU. —Guyana, con reservas petroleras costa afuera masivas— en el cálculo estratégico. Washington ha estrechado la cooperación de seguridad y ejercicios con Georgetown, mientras Brasil, actor bisagra del Cono Norte amazónico, reforzó su frontera para evitar desbordes. El tablero combina energía, derecho del mar y disuasión regional. 

¿QUÉ SIGNIFICARÍA UNA INTERVENCIÓN MILITAR? Riesgos, externalidades y efectos de demostración

Una operación militar abierta —desde un bloqueo “selectivo” hasta ataques quirúrgicos o una zona marítima de exclusión— tendría efectos negativos de amplio espectro:

a) Erosión de normas y precedentes peligrosos. Normalizar intervenciones sin mandato del Consejo de Seguridad o fuera de legítima defensa degradaría el principio cardinal de no uso de la fuerza, alentando a potencias rivales a actuar bajo justificaciones igualmente elásticas en sus áreas de influencia. La consecuencia sistémica sería un “efecto de contagio” normativo que encarece la preservación de la paz. 

b) Riesgo de escalada con actores extrahemisféricos. Moscú ha exhibido, en momentos de tensión, capacidad de señalización estratégica en Venezuela, como el envío de bombarderos estratégicos Tu-160 en 2018; Teherán, por su parte, ha tejido con Caracas puentes logísticos (combustibles, equipamiento) y cooperación en sistemas no tripulados. En un escenario de intervención, esos vínculos podrían traducirse en asistencia material, ejercicios de presencia o ciberoperaciones de apoyo, ampliando el teatro de conflicto. 

c) Inestabilidad marítima y accidentes. La proximidad de unidades navales con reglas de enfrentamiento tensas y la existencia de medios aéreos no tripulados elevan el riesgo de incidentes cinéticos o de navegación que desaten confrontaciones no deseadas. La lógica de “interdicción” en espacios de tránsito de terceros Estados caribeños expondría a la región a controversias por detenciones, inspecciones y decomisos, con potencial de internacionalizar disputas bilaterales. (Marco operativo de SOUTHCOM y reportes recientes ilustran ese clima de fricción). 

d) Crisis humanitaria y desplazamientos. Venezuela ya ha experimentado un éxodo masivo en la última década; una intervención precipitaría nuevas olas hacia Colombia, Brasil y las islas caribeñas, tensionando sistemas de salud, educación y empleo locales, y exacerbando discursos xenófobos y securitarios.

e) Shock energético y sanciones cruzadas. Aunque la capacidad exportadora venezolana es limitada por daños acumulados y sanciones, la coerción militar en torno a su litoral y zonas de explotación fuera de costa (propias y en disputa) elevaría primas de riesgo, alteraría rutas y seguros y podría detonar represalias en mercados donde convergen barriles sancionados (venezolanos, iraníes, rusos), con impactos en precios y en la logística del “dark fleet”. (Al menos desde 2019 se ha documentado una densa red de evasión de sanciones que conecta estos mercados). 

f) Golpe a la arquitectura regional de “zona de paz”. La Proclama de la CELAC que consagra a América Latina y el Caribe como “zona de paz” encarna un consenso mínimo contra la militarización de controversias políticas internas. Una intervención en Venezuela vaciaría de contenido ese principio y fracturaría aún más la convergencia regional. 

¿CÓMO REACCIONARÍA EL ENTORNO?. Diplomacia, política, militares y pueblos

1) Diplomacia multilateral. En el Consejo de Seguridad, es previsible un bloqueo de iniciativas que pretendan legitimar la intervención: Moscú y Pekín han frenado resoluciones deseadas por Washington en el expediente venezolano. Sin mandato del Consejo, la operación carecería de amparo en derecho internacional general. En la OEA, el cuadro sería de polarización: gobiernos alineados con Washington apostarían por resoluciones políticas de condena al “régimen” y apoyo a medidas “de presión”, pero sin consenso para una acción colectiva de fuerza; CELAC y ALBA, por su parte, activarían cumbres de emergencia y pronunciamientos por la paz, con Cuba, Bolivia, Nicaragua y países caribeños defendiendo el principio de no intervención. 

2) Política regional y doméstica. Brasil —actor pivote y vecino mayor— ya ha demostrado en crisis recientes una preferencia por la contención: reforzó su frontera norte durante la escalada Guyana-Venezuela y llamó a la “moderación”, lo que sugiere que, ante una intervención, aumentaría despliegues defensivos para evitar desbordamientos, al tiempo que impulsaría foros de mediación (UNASUR/CELAC ad hoc o iniciativas con CARICOM). México probablemente reafirmaría su doctrina Estrada de no intervención, resistiendo el arrastre a esquemas “antiterroristas” regionales aplicados a conflictos domésticos extranjeros. 

3) Posturas de aliados extrarregionales. La Unión Europea —dividida entre sanciones y canales de diálogo— tendería a pedir desescalada y elecciones creíbles; Rusia y China intensificarían su respaldo político a Caracas y podrían exhibir banderas (presencia naval o aérea simbólica, apoyo técnico, propaganda), elevando el costo geopolítico para Washington.

4) Reacciones militares inmediatas. Caracas activaría capacidades asimétricas: defensa costera, guerra electrónica, drones y lanchas rápidas; forzaría la dispersión de activos y la movilización de milicias territoriales. En el plano declarativo, ya ha anunciando la activación de millones de milicianos, aunque estimaciones independientes advierten que la cifra operativa real sería muy inferior; más importante que el número, no obstante, es el efecto de anclaje territorial, disuasión social y costo político de cualquier operación. Países vecinos reforzarían perímetros (Brasil, Colombia, Guyana) y los aliados caribeños de Washington articularían apoyos logísticos (espacios aéreos, puertos) sujetos a sus propios equilibrios internos. 

5) Movilización popular y sociedad civil. En Venezuela, la intervención reconfiguraría el campo político: sectores críticos al gobierno podrían cerrar filas en torno al rechazo a la injerencia, combinando patriotismo defensivo con demandas de garantías humanitarias; simultáneamente, se registrarían protestas contra ambas partes en disputa por el riesgo a la población civil. En América Latina, redes sociales, sindicatos, movimientos estudiantiles y organizaciones de derechos humanos reactivarían repertorios antimilitaristas que han sido constantes desde los 60, con marchas, boicots simbólicos y campañas de denuncia. En la diáspora venezolana, la fractura reproduciría el clivaje intervención/no intervención, con impactos en las políticas migratorias de países receptores.

6) Economía política local y regional. Una intervención aceleraría el retraimiento de inversiones en sectores energéticos y logísticos, afectaría los corredores de exportación/importación y dispararía el costo de seguros marítimos en el arco ABC (Aruba-Bonaire-Curaçao) y el oriente caribeño. La coordinación con Guyana —cementada en ejercicios y cooperación con SOUTHCOM— tensionaría además las conversaciones sobre el Esequibo, al superponer una lógica de balance militar a una controversia sujeta al arreglo judicial en la CIJ, con Brasil jugando de amortiguador. 

CONTRADICCIONES ESTRATÉGICAS 

Una intervención, incluso limitada, condensaría varias contradicciones:

Antinarcóticos vs. estatalidad. Tratar a un Estado como teatro de “guerra contra carteles” diluye límites entre policía y guerra, compromete a terceros Estados soberanos y multiplica externalidades criminales (desplazamientos de rutas, mayor violencia en periferias), como han mostrado décadas de “mano dura” en la región. 

Democracia y selectividad. El expediente de Venezuela en instancias multilaterales, incluidas elecciones disputadas y crisis de legitimidad, coexiste con la renuencia de actores globales a validar salidas armadas; forzar la vía militar confirmaría la crítica de “doble rasero” y dificultaría, no facilitaría, transiciones electorales verificables. 

Contención vs. escalada extrahemisférica. La historia reciente muestra que rivales de EE. UU. aprovechan estos escenarios para proyectar poder a bajo costo (visitas de bombarderos, asistencia tecnológica, envíos de combustible), complejizando la ecuación de “intervención corta y quirúrgica”. 

DISUASIÓN SIN INTERVENCIÓN y DIPLOMACIA CON DIENTES...

Frente a la lógica de la fuerza, existen opciones con menor probabilidad de desbordamiento: un paquete diplomático de múltiples sedes (OEA, CELAC, CARICOM, Vaticano y facilitadores regionales) que combine garantías de no intervención con hojas de ruta electorales verificables, alivios condicionados y mecanismos humanitarios robustos; una cooperación antinarcóticos verificable (con supervisión multilateral y respeto estricto a jurisdicciones) que reduzca incentivos a la extraterritorialidad; y un esquema de seguridad cooperativa amazónica-caribeña, con Brasil y potencias caribeñas como pivotes, que ancle la “zona de paz” en capacidades reales de prevención de crisis. Tales instrumentos son difíciles y lentos, pero menos costosos que las guerras que intentan evitar. 

IDEAS FUERZA A MANERA DE CIERRE 

La presencia naval estadounidense frente a Venezuela no es un rayo en cielo sereno: es la última fotografía de una película de larga data en la que el Caribe funciona como interfaz de poder militar, intereses económicos y disputas normativas. 

La reactivación de la IV Flota, las operaciones antinarcóticos reforzadas y el reciente envío de destructores componen la gramática de una presión que, si cruza el umbral de la intervención, abrirá una caja de Pandora: erosión del derecho internacional, fractura de la arquitectura latinoamericana de paz, escalada con actores extrahemisféricos, desestabilización humanitaria y energética, y una ola de reacciones diplomáticas, políticas, militares y populares que multiplicarán los costos más allá del teatro venezolano. No hay ingenuidad posible frente a la realidad del crimen transnacional ni a la crisis venezolana; pero tampoco hay salida sostenible que ignore el núcleo duro del orden legal internacional y la memoria histórica de la región. Disuadir sin intervenir, negociar con garantías y bajar el volumen militar en el Caribe no son gestos de debilidad: son, en el siglo XXI, el único realismo que evita convertir al vecindario en un laboratorio más de catástrofes anunciadas. 

CARLOS MEDINA GALLEGO 
Historiador- Analista Político 

Notas sobre fuentes clave: Se han citado documentos oficiales (Cartas de la ONU y OEA; historia y postura de la IV Flota y SOUTHCOM), reportes periodísticos de alta credibilidad sobre los despliegues navales y las respuestas venezolanas recientes, y antecedentes regionales (Guyana-Esequibo, reforzamiento fronterizo de Brasil). Estas referencias sostienen las afirmaciones medulares sobre legalidad, hechos recientes y patrones históricos. 


 




NARCOTRÁFICO y “JUNTA DE DUBÁI” 

ANATOMÍA DE UNA HIPÓTESIS, SUS ACTORES y LAS SALIDAS PARA COMBATIRLA 

A Marcela Heredia de TELESUR en respuesta a una pregunta que se quedó en el aire

En la última década el narcotráfico que parte de los Andes y cruza el Atlántico dejó atrás la imagen de carteles piramidales y pasó a operar como un ecosistema transnacional con nodos financieros y logísticos en ciudades-puerto, zonas francas y paraisos  regulatorios. 

En ese mapa, Dubái emergió como un centro privilegiado de lavado, reexportación y coordinación entre redes latinoamericanas, europeas y balcánicas. 

En Colombia, el término “Junta de Dubái” se instaló en 2024-2025 como etiqueta política y mediática para describir —según el gobierno— una cúpula narcocriminal con base en Emiratos Árabes Unidos (EAU) capaz de ordenar asesinatos y coordinar rutas globales; una tesis que, sin embargo, no ha sido demostrada judicial ni policialmente como estructura unificada. El propio director de la Policía Colombiana ha señalado que “no hay certeza de que exista” una junta como tal; lo que sí existe, y está documentado, es una concentración de capos, lavadores y facilitadores que han residido o hecho negocios desde Dubái, en interacción con eslabones del tráfico en Colombia, el Cono Sur y Europa. 

Este ensayo reconstruye contexto histórico, perfila actores señalados como parte de esa presunta “junta”, contrasta hechos versus conjeturas y propone estrategias concretas —legales, financieras y territoriales— para enfrentar esta globalización del crimen que hoy tiene en Dubái un punto de encuentro, aunque no necesariamente una “mesa directiva” jerárquica.

DE LA “JUNT DIRECTIVA” BOGOTANA A LA ETIQUETA “JUNTA DE DUBÁI”

Colombia conoció, al menos desde los noventa, la figura de “Junta Directiva del narcotráfico”: una cofradía de perfil empresarial —“de bajo ruido” frente a Medellín, Cali o Norte del Valle— que compraba, procesaba y exportaba cocaína, blanqueando ganancias en Bogotá (divisas, finca raíz, fútbol, sanandresitos) y conectando laboratorios del Llano con socios internacionales. Nombres como Luis Caicedo (“don Lucho”), Juan Francisco Caicedo (“el Ingeniero”), Julio Lozano Pirateque (“Patricia”), Daniel “el Loco” Barrera y Óscar Pachón (“Puntilla”) formaron parte de esa constelación; varios terminaron extraditados, negociaron con la justicia estadounidense y reconfiguraron negocios años después.

 Investigaciones periodísticas mostraron ya en 2022 documentos de residencia en Dubái de alguno de esos exmiembros y el interés de esa cofradía por usar EAU como plataforma de lavado y de conexión con el Clan del Golfo y redes marroquí-neerlandesas. 

En 2025, la Presidencia de Colombia rebautizó ese fenómeno fragmentario como “la nueva junta del narcotráfico” o “Junta de Dubái”, atribuyéndole la capacidad de ordenar magnicidios y atentados —entre ellos, el asesinato del fiscal paraguayo Marcelo Pecci y ataques a dirigentes en Colombia— y señalando como pivotes a un esmeraldero colombiano residente en Dubái (Julio Lozano Pirateque) y a capos uruguayos, albaneses y españoles. No obstante, la Fiscalía no ha abierto una investigación específica sobre una “junta” unificada y fuentes policiales han insistido en que la hipótesis, en su forma más maximalista, no está probada. 

Conclusión intermedia: más que un “cartel” clásico, Dubái condensa una constelación de redes que convergen (comparten rutas, lavadores, brokers logísticos y abogados), pero que no necesariamente obedecen a una jerarquía colegiada. La discusión pública, sin embargo, es útil porque visibiliza el rol de EAU como hub de economía ilícita —en particular del oro y de servicios corporativos— y obliga a mejorar cooperación judicial y financiera. 

¿QUIÉNES SON LOS ACTORES QUE SE ASOCIAN A DUBÁI?

1) Julio Lozano Pirateque (“Patricia”) — el esmeraldero con historial de narcotráfico y lavado

Fuentes judiciales y periodísticas coinciden en que Lozano se entregó a la DEA en 2010, cumplió pena en EE. UU. por narcotráfico y lavado y regresó a Colombia en 2016; desde entonces habría fijado residencia en Dubái, con vínculos al negocio de las esmeraldas, empresas registradas en EAU y viejas alianzas con “el Loco” Barrera y “don Lucho”. Además, su nombre ha aparecido en indagaciones sobre lavado en fútbol e incluso como financiador del laboratorio hallado en 2020 en la finca del exembajador Fernando Sanclemente (hechos bajo investigación). En 2024-2025 fue señalado por el Gobierno como cabeza o articulador de la presunta “junta”. Nada de esto equivale a una condena vigente por los hechos recientes; sí muestra una trayectoria y capacidad de enlace con EAU. 

2) Sebastián Marset — el “primer cartel uruguayo” y su salto a Medio Oriente

Sebastián Marset es hoy fugitivo y está en la lista de los más buscados por la DEA. Investigaciones lo vinculan a más de 16 toneladas de cocaína incautadas en Europa y a redes con proyección en Paraguay, Bolivia y el Atlántico europeo. Autoridades y prensa lo ubican como actor relevante en el circuito que usa nodos como Dubái para lavado y coordinación; en Colombia fue mencionado por la Presidencia como parte del entramado de la “junta”. 

3) Dritan Gjika — el vector balcánico (albanés) en contacto con EAU

La conexión balcánica se expresa en redes albanesas que operan en Ecuador y enlazan salidas de cocaína hacia Antwerp/Rotterdam. Dritan Gjika fue acusado en Ecuador de liderar una organización con lavado a través de empresas radicadas en España y EAU; su arresto en Abu Dabi en 2025 evidenció la cooperación con Emiratos y la importancia de ese nodo para servicios financieros y corporativos. 

4) Alejandro Salgado Vega (“El Tigre”) — el vector ibérico con negocios desde Dubái

La Audiencia Nacional española imputó en 2025 a Alejandro Salgado Vega como cerebro de una trama que habría operado desde Dubái, vinculada a grandes incautaciones en Algeciras y al uso de importadoras como fachadas. La causa también destapó connivencias policiales en España, mostrando cómo profesionales y funcionarios facilitan el comercio ilícito. 

5) OTRAS REDES QUE ILUSTRAN EL ROL DE DUBÁI COMO NODO DE OPERACIONES 

Fuera del eje colombo-andino, el cartel irlandés de los Kinahan ha consolidado su base en Dubái desde hace años. La extradición (2025) a Irlanda de Sean McGovern, figura de esa organización, demostró que el EAU empieza a cooperar con Europa en casos de crimen organizado. También en 2024-2025 se registraron arrestos y extradiciones de narcos y facilitadores desde Dubái (caso Quincy Promes, vinculado a contrabando de cocaína, extraditado a Países Bajos). Estos eventos no prueban la existencia de una “junta”, pero sí acotan el margen de impunidad del hub. 

¿QUÉ HACE “ ATRACTIVA ” A DUBÁI PARA EL CRIMEN ORGANIZADO ?

Economía abierta (puertos, reexportaciones, zonas francas), ecosistema corporativo ágil (apertura de compañías, fideicomisos), gran mercado de oro (con espacios opacos en trazabilidad) y sistemas informales de transferencia (hawala) han hecho de Dubái un atractor para el contrabando de oro, las falsificaciones y el lavado de drogas. Aunque el FATF retiró a EAU de la “lista gris” en 2024 luego de reformas AML/CFT, persisten vulnerabilidades que requieren enjambre regulatorio y cooperación internacional constante. 

Más que una “mesa” con actas, lo que se observa —al unir piezas de causas penales, reportes de inteligencia y periodismo investigativo— es una arquitectura funcional con fines pragmáticos:

1. Coordinación logística de rutas desde Colombia y el Cono Sur hacia Europa (Antwerp, Rotterdam, Algeciras) y Medio Oriente (reexportaciones hacia Asia/África), aprovechando puertos, aeropuertos y zona franca de Dubái. Casos en Bélgica y Países Bajos muestran el peso de hub-puertos como Antwerp en redes que conectan con proveedores sudamericanos. 

2. Lavado y “servicios”: colocación y estratificación de ganancias mediante BMPE, empresas en EAU/España, oro y bienes de lujo; existen sentencias recientes en EE. UU. contra lavadores colombo-caribeños por usar banca corresponsal y BMPE. 

3. Tercerización de la violencia en Colombia: sicariato selectivo para controlar minería de esmeraldas, corredores y extorsión, con salarios y órdenes que no necesariamente se firman en Dubái, pero para los que el hub provee refugio financiero y capas de intermediación. En 2024-2025 diversos homicidios en el circuito esmeraldero de Bogotá-Boyacá reactivaron hipótesis sobre viejas vendettas y nuevos árbitros del negocio. 

4. Captura y cooptación institucional: expedientes en España revelan alianzas con policías y funcionarios; en Colombia se han denunciado interferencias en procesos y fugas de información. Esta corrupción de cuello blanco es crucial para entender la resiliencia del sistema. 

HECHOS, HIPÓTESIS y PRUDENCIA ANALÍTICA 

El presidente Gustavo Petro ha sostenido que esa “junta” opera desde EAU, con capos de varios países y capacidad de ordenar asesinatos y atentados de alto impacto. El País y otros medios recogieron nombres (Lozano, Marset, Gjika, Salgado), así como las reuniones de emisarios estatales con Lozano en Dubái. En paralelo, La Silla Vacía registró que la Dirección de la Policía no tiene certeza sobre la existencia orgánica de esa “junta”. La ambivalencia obliga a separar tres niveles: i) hechos probados (historial de condenas, capturas, extradiciones, decomisos); ii) indicios sólidos (residencias, empresas, vínculos funcionales); iii) acusaciones políticas que requieren corroboración judicial. Una política criminal seria debe apoyarse en (i) y (ii), sin inflar (iii). 

ESTRATEGIAS PARA COMBATIR EL FENÓMENO 

1) Cooperación judicial con EAU y estandarización de instrumentos

El caso Sean McGovern (Kinahan) mostró que sí es posible extraditar desde EAU cuando hay voluntad política y paquetes jurídico-diplomáticos bien hilados. Colombia y socios europeos deberían consolidar tratados de extradición y asistencia legal mutua (MLA) con EAU, protocolos de evidencia digital y equipos conjuntos de investigación (JIT) con Europol/Eurojust. Lecciones aprendidas de Irlanda y Países Bajos —cuya fiscalía coordinó la extradición de Quincy Promes— pueden adaptarse a la realidad hispanoamericana. 

Medida complementaria: intercambiar en tiempo real listas de personas expuestas a riesgos (PER), beneficiarios finales (UBO) y alertas de registradores mercantiles de EAU sobre cambios societarios que delaten “empresas carrusel”.

2) Inteligencia financiera sobre el oro y el comercio exterior

El oro es el gran solvente del crimen en EAU. Es imperativo que Colombia y la región impulsen: (a) trazabilidad obligatoria del oro que se refina y comercializa en Dubái (cadena de custodia, due diligence extendida); (b) listas negras de refinerías/comercializadoras de alto riesgo; (c) acuerdos con el Dubai Multi Commodities Centre para auditar proveedores; (d) cooperación Unidad de Información y Análisis Financiero (UIAF)–Financial Intelligence Unit de EAU para detectar mulas de oro y subfacturación. La evidencia académica señala que Dubái es nodo global del oro informal y lavado, por lo que el crimen de cocaína “se desagua” en ese metal. 

3) Atacar el “Black Market Peso Exchange” ( Cambio de pesos en el mercado negro) de nueva generación

Las sentencias recientes en EE. UU. por BMPE muestran que el viejo mecanismo se ha sofisticado con banca corresponsal y fintechs. Colombia debe fortalecer tipologías y cooperación fiscal para desmantelar corredores de cambio que casan dólares de droga con importadores locales (textil, calzado, electrónica), incluidos los que compran en zonas francas de Dubái. Es clave perseguir a los contrabandistas que funcionan como “puente” entre cocaína y comercio exterior. 

4) Puertos: contenedores, riesgo y rutas

Anverso/Rotterdam/Algeciras siguen siendo cuellos de botella donde convergen redes sudamericanas y balcánicas. La cooperación EAU–UE debe incluir perfiles de riesgo compartidos, inspección no intrusiva basada en inteligencia, sellos electrónicos y programas OEA para operadores logísticos. La captura en Dubái de actores vinculados al “circuito de Antwerp” indica que los hubs “se hablan” y puede romperse la cadena si se trabaja por eslabones, no por país aislado. 

5) Profesionalización de la prueba y enfoque en “facilitadores”

Más que cazar capos vistosos, hay que judicializar abogados, contadores, notarios, agentes inmobiliarios y traders que viabilizan estructuras. La causa española que imputa a Salgado Vega y destapa corrupción policial enseña que la “arquitectura gris” es el verdadero cuello de botella: sin facilitadores no hay lavado sostenible. Colombia debe tipificar con penas efectivas la administración fraudulenta de estructuras societarias para delitos transnacionales y ampliar decomiso sin condena con estándares probatorios robustos. 

6) Blindaje institucional y control interno

La historia de la vieja “Junta Directiva” mostró filtraciones y cooptación. La contraloría interna de Policía/Fuerzas Armadas y unidades anticorrupción con rotación real de mandos en puertos, aeropuertos y zonas especiales es tan importante como el esfuerzo internacional. En Colombia, sanear el circuito esmeraldero —con beneficiarios reales, control aduanero y comercio formal— reduciría rentas criminales locales que luego se blanquean en EAU. 

7) Política de drogas con prioridades realistas

Mientras Europa mantenga alta demanda y Sudamérica sobreoferta (y ahora también cocaína fumable en crecimiento), las redes “a lo Dubái” seguirán reinventándose. La salida no es solo represiva: Colombia y la UE deben alinear políticas de reducción de la demanda, salud pública, regulación inteligente de insumos y desarrollo en zonas cocaleras. La diplomacia penal debe concentrarse en impacto (lavado, puertos, facilitadores) más que en narrativas.

IDEAS FUERZA A MANERA DE CIERRE 

1. Dubái es un hub real del crimen financiero y logístico global —con oro, zonas francas y servicios corporativos como ejes—, y parte de las redes colombianas y balcánicas efectivamente han usado EAU para vivir, coordinar y lavar. Eso está documentado en piezas judiciales, periodísticas y académicas. 

2. La “Junta de Dubái” como órgano colegiado que dicta órdenes centralizadas sigue siendo, hoy, una hipótesis política con nombres propios y hechos que ameritan investigación, pero sin prueba pública concluyente de unidad orgánica. Conviene hablar de “constelación” y “nodo”, no de cartel-mesa. 

3. En lugar de la caza del “gran villano” mediático, la estrategia debe cerrar el grifo financiero y logístico: tratados de extradición y MLA con EAU, auditoría del oro, BMPE de nueva generación, rutas portuarias europeas, y facilitadores como objetivo penal prioritario. Los precedentes de extradición desde EAU (McGovern, Promes) y las capturas en Dubái vinculadas a Antwerp muestran que sí se puede si se arma el rompecabezas transnacional. 

4. Finalmente, Colombia debe sanear su economía ilegal interna (esmeraldas, contrabando, puertos secos, fútbol) para que el lavado tenga menos combustible: sin riqueza ilícita que subir, el hub no atrae. La discusión sobre la “Junta de Dubái” —aun cuando exagere la unidad de lo que son redes acopladas— ha servido para mover engranajes diplomáticos, financieros y policiales. Lo urgente es sostener ese impulso con técnica, evidencia y cooperación más que con eslóganes.

Fuentes clave citadas:
— El Colombiano (historia y reconfiguración de la “Junta Directiva” y vínculos con Dubái). 
— El País (Colombia) sobre la “nueva junta” y actores mencionados por el Gobierno. 
— La Silla Vacía, declaración del director de la Policía (“no hay certeza” de la junta). 
— DEA (Marset en lista de los más buscados; vínculos con grandes decomisos en Europa). 
— OCCRP/Insight Crime (arresto de D. Gjika en EAU; red albanesa Ecuador–EAU–UE). 
— AP/NL Times (extradición desde Dubái de actores de alto perfil; cooperación EAU-UE). 
— Guardian/Irish media (extradición de Sean McGovern, Kinahan). 
— TraCCC–GMU / FATF (Dubái como hub de oro; salida de EAU de la “lista gris”).

 




LA POLITIZACIÓN DE LA JUSTICIA EN COLOMBIA:
Cobardía, corrupción y desigualdad en el caso de Álvaro Uribe Vélez

El sistema de justicia en Colombia ha sido, desde sus orígenes republicanos, un espacio atravesado por tensiones entre la autonomía judicial, las presiones políticas y los intereses económicos de las élites.

 La Constitución de 1991 prometió un poder judicial fuerte, independiente y garante de los derechos ciudadanos. Sin embargo, la práctica ha demostrado lo contrario: una justicia que oscila entre la arrogancia frente a los débiles y la docilidad frente a los poderosos. En este marco, el caso de Álvaro Uribe Vélez se ha convertido en un símbolo de la politización judicial, de la cobardía institucional y de la corrupción moral de los altos tribunales, incapaces de mantener coherencia en sus decisiones.

Mientras los jueces de menor jerarquía imponen severidad desproporcionada a ciudadanos comunes por faltas menores, la cúpula judicial se muestra tímida, complaciente e incluso servil ante los líderes políticos que han detentado el poder. El doble rasero, que se ha vuelto norma en la administración de justicia, evidencia un fenómeno de captura institucional: magistrados que interpretan las leyes no con base en la Constitución, sino conforme a las correlaciones de poder político y mediático.

Este ensayo analiza críticamente ese proceso, abordando el contexto histórico de la politización judicial, la trayectoria del caso Uribe, y la manera en que se sancionan con rigor desmedido infracciones menores mientras se protege a quienes concentran el poder político y económico. Finalmente, se plantea que la justicia colombiana ha devenido en un aparato cobarde y corrupto, cuya degradación erosiona los fundamentos democráticos y profundiza la desigualdad.

LA JUSTICIA COLOMBIANA: entre autonomía formal y dependencia real

Aunque la Constitución de 1991 fortaleció la arquitectura judicial con instituciones como la Corte Constitucional, la Fiscalía General y el Consejo Superior de la Judicatura, en la práctica la justicia se convirtió en campo de disputa entre élites políticas.

El bipartidismo histórico ya había condicionado la independencia judicial durante el siglo XX. La Corte Suprema de Justicia, tras la violencia de los años cincuenta, fue cooptada por el pacto de alternancia entre liberales y conservadores. En los años setenta y ochenta, la infiltración del narcotráfico evidenció el fracaso de la justicia para enfrentar con autonomía las estructuras mafiosas que habían penetrado al Estado. La masacre de la Corte en 1985 —durante la toma y retoma del Palacio de Justicia— marcó no solo una tragedia humana sino la subordinación definitiva de la justicia a la lógica de la seguridad nacional.

Desde entonces, la justicia ha operado como un poder formalmente autónomo pero materialmente condicionado: presiones de los gobiernos, intereses del Congreso en la elección de magistrados, y campañas mediáticas de desprestigio contra jueces incómodos. En ese marco, la independencia judicial se convirtió en un mito institucional, enmascarado tras discursos de legalidad pero sometido a la obediencia tácita frente a los poderosos.

EL CASO ÁLVARO URIBE VÉLEZ: Impunidad, complacencia y Cobardía 

La figura de Álvaro Uribe Vélez sintetiza la tensión entre justicia y poder en Colombia. Expresidente, senador, jefe político del uribismo y líder moral de la derecha, Uribe ha sido objeto de múltiples investigaciones judiciales por su presunta responsabilidad en violaciones de derechos humanos, vínculos con paramilitares y manipulación de testigos. Sin embargo, ninguna ha prosperado de manera efectiva.

El proceso más emblemático inició en 2018, cuando la Corte Suprema de Justicia abrió investigación por presunta manipulación de testigos. El expediente señalaba que Uribe habría intentado incidir en declaraciones de exparamilitares para desviar las investigaciones en su contra. En agosto de 2020, la Corte ordenó su detención domiciliaria, decisión que generó un terremoto político. Sin embargo, en 2021, la Fiscalía General —ya bajo el control del gobierno de Iván Duque, delfín político de Uribe— solicitó la preclusión del caso, argumentando insuficiencia probatoria.

La conducta de los magistrados y fiscales en este proceso ha evidenciado la desigualdad del sistema. Mientras un ciudadano común enfrentaría cárcel preventiva por delitos menores, el expresidente contó con garantías excepcionales: acceso privilegiado a los medios, apoyo de sectores empresariales, presión política sobre jueces y fiscales, e incluso modificaciones procesales que trasladaron el expediente de la Corte Suprema a la Fiscalía.

El contraste es brutal: campesinos acusados de hurtar comida o jóvenes detenidos por portar pequeñas dosis de marihuana enfrentan sanciones desproporcionadas, mientras un expresidente con graves señalamientos por crímenes de lesa humanidad logra evadir una condena efectiva. La justicia colombiana, en este caso, se arrodilló ante el poder político, mostrando una cobardía que bordea la complicidad.

Es esa la razón por la cuál la sentencia impuesta por la Jueza SANDRA HEREDIA a Álvaro Uribe Vélez, fue ponderada en tan alta estima porque le devolvió a las víctimas la confianza en la institución Judicial ahora opacada por el decisión del magistrado Leonel Rogeles Moreno, del Tribunal Superior de Bogotá que ordenó la libertad del condenado Álvaro Uribe Vélez que contaba con el beneficio de casa por cárcel. 

UNA JUSTICIA ARRODILLADA CON LOS PODEROSOS, ARROGANTE CON LOS DEBILES.

La desigualdad judicial no es solo un problema abstracto; se materializa en el trato diferenciado entre ciudadanos comunes y élites. Casos abundan:

Pequeños hurtos: jóvenes detenidos por robar un celular o una bicicleta reciben condenas efectivas de prisión, sin considerar contextos de pobreza y exclusión.

Protestas sociales: manifestantes del Paro Nacional 2021 fueron judicializados bajo cargos de terrorismo y concierto para delinquir, mientras que agentes estatales responsables de ejecuciones extrajudiciales enfrentan procesos lentos y dilatados.

Campesinos cocaleros: judicializados por cultivar hoja de coca, mientras grandes empresarios vinculados al narcotráfico gozan de protección política.

En todos estos casos, la justicia actúa con severidad, demostrando su “autoridad” frente a los débiles. Sin embargo, cuando se trata de los poderosos, esa misma justicia se convierte en un escenario de dilaciones, nulidades, recusaciones y pactos de impunidad. Se trata de un patrón histórico: arrodillados frente a los fuertes, arrogantes frente a los vulnerables.

MAGISTRADOS: ENTRE ARROGANCIA y COBARDÍA 

El papel de los magistrados de las altas cortes merece un análisis particular. Estos, llamados a ser guardianes de la Constitución, han mostrado un comportamiento errático. Mientras en ocasiones adoptan posturas valient00wz,s dees —como la sentencia de la Corte Constitucional que reconoció la tutela como mecanismo universal de protección de derechos—, en otros casos se someten a los intereses de las élites políticas.

La elección de magistrados por cooptación, pactos políticos en el Congreso y cuotas burocráticas ha minado la credibilidad de las cortes. No son raros los episodios de corrupción: el “cartel de la toga” (2017) evidenció cómo magistrados de la Corte Suprema recibían sobornos para manipular fallos judiciales.

En el caso Uribe, esta falta de independencia se expresó en la incapacidad de sostener con firmeza la detención domiciliaria y en la rapidez con que la Fiscalía, respaldada por sectores judiciales complacientes, logró encaminar la preclusión. Mientras tanto, los mismos magistrados que mostraron “prudencia” con el expresidente no dudaron en respaldar medidas extremas contra jóvenes judicializados por protestar.

LA JUSTICIA COMO INSTRUMENTO DE CONTROL POLÍTICO 

La politización de la justicia no es una anomalía aislada, sino un mecanismo estructural. La justicia en Colombia ha sido utilizada para disciplinar a la oposición política y proteger a quienes están en el poder.

A líderes sociales y defensores de derechos humanos se les judicializa por supuestos nexos con grupos armados, criminalizando la protesta.

A los opositores políticos se les abre procesos interminables, mientras a expresidentes se les archivan expedientes con celeridad.

El derecho penal se aplica como herramienta de control social más que como instrumento de justicia imparcial.

Este uso político de la justicia profundiza la desconfianza ciudadana y refuerza la percepción de que la ley no es igual para todos. La justicia deja de ser garante de derechos para convertirse en un aparato de dominación.

EROSIÓN DE LA JUSTICIA  y LEGITIMIDAD PERDIDA 

La falta de respeto de los magistrados por las decisiones de los jueces de menor jerarquía, la selectividad en la aplicación de la ley y la cobardía frente a los poderosos generan efectos devastadores:

1. Deslegitimación institucional: la ciudadanía percibe que la justicia es corrupta, lo que alimenta la desconfianza hacia el Estado.

2. Profundización de la desigualdad: quienes no tienen poder político ni recursos económicos son castigados con rigor, mientras las élites permanecen intocables.

3. Debilitamiento democrático: sin un poder judicial independiente, la democracia se vacía de contenido, reducida a un formalismo que encubre la dominación de las élites.

4. Cultura de impunidad: la falta de sanción a los poderosos refuerza la idea de que en Colombia delinquir sí paga, siempre que se tenga poder suficiente para manipular la justicia.

IDEAS FUERZA PARA CERRAR 

El caso de Álvaro Uribe Vélez no es solo un expediente judicial; es un espejo de la degradación de la justicia colombiana. La politización de los tribunales, la cobardía de los magistrados frente a los poderosos y la arrogancia frente a los débiles configuran un sistema judicial corrupto y deslegitimado.

Mientras los ciudadanos comunes enfrentan sanciones severas por delitos menores, los grandes responsables de crímenes de Estado, corrupción y vínculos con el paramilitarismo gozan de privilegios y protección institucional. La justicia colombiana, en lugar de ser garante de derechos, se ha convertido en un mecanismo de dominación política y económica.

En últimas, la justicia en Colombia es reflejo de una democracia capturada por las élites. Sin independencia judicial, no hay igualdad ante la ley ni posibilidad real de construir un Estado de derecho. Recuperar la dignidad de la justicia exige despolitizar la elección de magistrados, garantizar transparencia en los procesos y sancionar con la misma severidad a poderosos y a ciudadanos comunes. Mientras ello no ocurra, el país seguirá atrapado en un círculo de cobardía institucional, corrupción judicial e impunidad estructural.

CARLOS MEDINA GALLEGO 
Historiador- Analista Político

 




ELECCIONES EN BOLIVIA: LA FRACTURA DEL MAS y LAS LECCIONES PARA LA IZQUIERDA PROGRESISTA 

Las elecciones en Bolivia de 2025 (y el proceso que las antecedió desde 2019) constituyen uno de los episodios más significativos para analizar los dilemas de la izquierda latinoamericana contemporánea. El Movimiento al Socialismo (MAS), que durante casi dos décadas fue hegemónico y supo articular a sectores indígenas, populares, sindicales y progresistas, entró en un ciclo de divisiones internas que terminó afectando no solo su capacidad de gobierno, sino la propia credibilidad de un proyecto que había sido referencia regional.

El análisis de estas elecciones exige comprender la trayectoria histórica del MAS, los factores que llevaron a su fragmentación, las dinámicas del enfrentamiento entre Evo Morales y Luis Arce, y las consecuencias políticas y sociales de un proceso electoral marcado por la polarización interna más que por un enfrentamiento tradicional entre izquierda y derecha. El balance ofrece lecciones cruciales para la izquierda progresista de América Latina, en particular en lo que respecta a la renovación de liderazgos, la gestión de la democracia interna y la articulación con movimientos sociales.

EL MAS EN PERSPECTIVA HISTÓRICA 

El MAS surgió a finales de los años noventa como un movimiento político que aglutinó sindicatos cocaleros, organizaciones campesinas e indígenas, y sectores populares urbanos excluidos del neoliberalismo boliviano. Bajo el liderazgo de Evo Morales, llegó al poder en 2006 con una narrativa centrada en la soberanía nacional, la defensa de los recursos naturales y el reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos políticos.

Durante más de una década, el MAS fue capaz de mantener una hegemonía basada en tres pilares:

1. Redistribución económica y estabilidad macro: El boom de los precios de las materias primas permitió financiar políticas sociales que redujeron la pobreza y ampliaron la clase media.

2. Construcción de un Estado plurinacional: La Constitución de 2009 reconoció formalmente la diversidad étnica y cultural de Bolivia, transformando la estructura institucional.

3. Liderazgo carismático de Evo Morales: Su figura condensaba el imaginario de un indígena en el poder por primera vez en la historia del país.

Sin embargo, esta hegemonía también acumuló tensiones: concentración de poder en torno a Evo, subordinación de movimientos sociales al aparato estatal, y conflictos entre desarrollo extractivista y demandas indígenas-ambientales.

El PUNTO DE QUIEBRE: 2019 y SUS CONSECUENCIAS 

Las elecciones de 2019 marcaron el inicio de la fractura del MAS. El intento de Morales de buscar una cuarta reelección —tras un referéndum en 2016 que le negó esa posibilidad— minó su legitimidad. Las denuncias de fraude electoral y la crisis política posterior llevaron a su renuncia y a un gobierno transitorio encabezado por Jeanine Áñez, que a su vez radicalizó la confrontación con el MAS.

El retorno del MAS en 2020 con la elección de Luis Arce como presidente parecía una recomposición. Sin embargo, en vez de fortalecer al movimiento, abrió una disputa entre dos legitimidades:

La legitimidad histórica de Evo Morales como líder fundador, exiliado y referente simbólico.

La legitimidad institucional de Luis Arce como presidente en ejercicio, con un discurso más tecnocrático y moderado.

La tensión se agravó con la creación de bloques internos, denuncias cruzadas y una creciente incapacidad de resolver diferencias mediante mecanismos democráticos internos.

ELECCIONES CON UN MAS DIVIDIDO 

El proceso electoral reciente estuvo marcado por la división formal del MAS en dos facciones: el evismo y el arcismo. Cada uno presentó candidaturas y buscó legitimarse como el heredero auténtico del proceso de cambio. Esto tuvo varias consecuencias:

1. Fragmentación del voto popular: La división restó la posibilidad de mantener una mayoría contundente. Sectores indígenas, campesinos y urbanos se dispersaron entre ambas opciones.

2. Debilitamiento del proyecto histórico: La disputa interna opacó el debate programático frente a la derecha, reduciendo el proceso electoral a un conflicto personalista.

3. Desgaste institucional: Los tribunales electorales, el parlamento y la propia gestión del gobierno quedaron atrapados en la disputa entre facciones.

El resultado electoral mostró que, aunque el MAS sigue siendo una fuerza importante, perdió la capacidad de presentarse como un bloque cohesionado. La derecha y las fuerzas conservadoras, aunque debilitadas, aprovecharon la división para reposicionarse en regiones clave, como Santa Cruz.

ANÁLISIS CRÍTICO DE LA FRACTURA 

El caso boliviano ilustra varias tensiones que atraviesan a la izquierda latinoamericana:

1. Caudillismo vs. democracia interna

La dificultad del MAS para generar liderazgos colectivos y renovar cuadros políticos refleja un problema estructural de los movimientos progresistas. El personalismo de Evo Morales, si bien fue un factor de cohesión, se transformó en un obstáculo cuando se negó a dar paso a nuevas generaciones.

2. Estado vs. movimientos sociales

El proceso de “estatización” de los movimientos sociales, que en sus inicios fueron la base del MAS, derivó en una pérdida de autonomía y capacidad crítica. Una vez dividida la cúpula, las bases quedaron fragmentadas, debilitando la articulación social que dio origen al proyecto.

3. Extractivismo y contradicciones programáticas

Las tensiones entre desarrollo económico vía extractivismo (hidrocarburos, litio, agronegocio) y las demandas indígenas y ambientales nunca se resolvieron. Estas contradicciones reaparecieron en campaña, con cada facción intentando presentarse como la más fiel a la “agenda original del proceso de cambio”.

4. Internacionalismo y aislamiento

Mientras en la década de 2000 existía una oleada progresista regional que fortalecía al MAS, hoy el contexto es más complejo. La fragmentación boliviana reduce la capacidad de articular un frente común en América Latina, debilitando el peso internacional del progresismo.

ENSEÑANZAS PARA LA IZQUIERDA PROGRESISTA

De la experiencia boliviana se desprenden lecciones valiosas para otras izquierdas en América Latina:

a) Renovación de liderazgos

La permanencia indefinida en el poder genera desgaste, incluso en proyectos transformadores. La izquierda debe crear mecanismos institucionales para renovar liderazgos sin que ello implique rupturas traumáticas.

b) Construcción de democracia interna

Los partidos progresistas no pueden depender de un caudillo. Necesitan estructuras democráticas que permitan procesar diferencias y evitar que los conflictos se conviertan en fracturas irreconciliables.

c) Cohesión frente a la derecha

La experiencia muestra que la principal amenaza para los proyectos progresistas no siempre proviene de la derecha externa, sino de la incapacidad de resolver disputas internas. Una izquierda dividida abre la puerta al retorno conservador.

d) Replantear el modelo económico

El extractivismo puede generar recursos de corto plazo, pero también profundiza contradicciones con las comunidades indígenas y los movimientos ambientales. La izquierda debe explorar modelos de transición que equilibren justicia social con sostenibilidad ambiental.

e) Reafirmar la autonomía de movimientos sociales

La cooptación estatal debilita la capacidad de los movimientos para actuar como contrapesos y sostener la vitalidad del proyecto. Una izquierda sólida requiere de organizaciones sociales autónomas que fortalezcan la legitimidad desde abajo.

f) Articulación regional

El debilitamiento del MAS resalta la necesidad de que la izquierda latinoamericana construya redes más allá de liderazgos individuales, articulando agendas comunes frente a un contexto global de crisis climática, migratoria y económica.

IDEAS FUERZA A MANERA DE CIERRE 

Las elecciones bolivianas recientes son una advertencia para las izquierdas progresistas: ningún proyecto, por exitoso que haya sido, está exento de la erosión que provocan el personalismo, la falta de democracia interna y las contradicciones programáticas no resueltas.

El MAS, que fue un símbolo continental, terminó prisionero de una disputa entre liderazgos que priorizaron su supervivencia personal sobre la unidad del proyecto. Esto debilitó la credibilidad del proceso de cambio y abrió espacios para que sectores conservadores recobraran fuerza.

La enseñanza es clara: la izquierda progresista necesita reinventarse constantemente, evitar el encierro en liderazgos eternos y aprender a procesar democráticamente la diversidad de corrientes que la componen. Solo así podrá sostener proyectos de largo plazo capaces de responder a los desafíos de la desigualdad, el autoritarismo y la crisis ambiental que atraviesan la región.

El caso boliviano no debe verse solo como un fracaso parcial, sino como una advertencia y, al mismo tiempo, una oportunidad de aprendizaje para repensar el futuro de la izquierda latinoamericana en clave democrática, plural y renovadora.

CARLOS MEDINA GALLEGO 
Historiador- Analista Político