CUANDO LA
LEY NO BASTA.
El secuestro normativo en las democracias capturadas
CARLOS MEDINA GALLEGO
Historiador -Analista Político
En las sociedades contemporáneas, especialmente en aquellas que se reivindican como democracias constitucionales, la ley suele presentarse como el pilar del orden social y la garantía fundamental de los derechos ciudadanos. Sin embargo, en la práctica, muchas leyes terminan por ser instrumentos inútiles para la defensa de la dignidad humana y, en no pocos casos, se convierten en verdaderos obstáculos para la justicia social. Este fenómeno se agudiza cuando los poderes del Estado están secuestrados por intereses corporativos, financieros o partidistas, como sucede de manera grotesca en Colombia.
La ley, en estos contextos, deja de ser una herramienta para expandir derechos y se convierte en un arma para restringirlos, manipularlos o incluso revocarlos. Lejos de ser una garantía, la ley se transforma en un escenario de disputa entre poderes que no representan a los pueblos, sino a élites económicas que se reciclan en el poder legislativo, judicial y en los organismos de control. En estas condiciones, la legalidad no es sinónimo de legitimidad ni de justicia.
1. La ley como herramienta de restricción y regresión
Una de las mayores paradojas del Estado de derecho es que puede operar, bajo la apariencia de legalidad, como un régimen que cancela derechos en lugar de garantizarlos. Esto se debe, en gran medida, a que la ley no es un producto neutral. Su contenido, su interpretación y su aplicación están atravesadas por relaciones de poder. Quien tiene el poder de legislar también tiene el poder de imponer una visión del mundo, de blindar privilegios, de construir inmunidades y de perpetuar desigualdades.
En Colombia, esta realidad ha quedado al desnudo en múltiples ocasiones. Cada vez que se ha conquistado un gobierno con una vocación progresista o una sensibilidad social mínima, los sectores tradicionales del poder, con mayoría parlamentaria, han operado como muralla. Reforman, revierten, obstaculizan, reglamentan con perversidad. No les interesa el bien común ni la justicia distributiva, sino mantener intactas las estructuras de dominación que han hecho de la política una empresa lucrativa. No legislan para servir al pueblo sino para blindar sus negocios.
Basta observar cómo, en los últimos años, los intentos de transformar el sistema de salud, el régimen pensional o las condiciones laborales han sido saboteados sin ningún rubor por una oposición que no ofrece alternativas, sino vetos. Es el caso patético de Colombia, donde el Congreso se ha vuelto un cementerio de reformas sociales y un campo de batalla donde la mayoría opositora actúa como cancerbero de los intereses empresariales, financieros y transnacionales.
2.L La fragilidad de las leyes en democracias polarizadas
En una sociedad políticamente polarizada, donde las instituciones se encuentran divididas en torno a intereses particulares, la ley pierde toda pretensión de universalidad y estabilidad. Ni siquiera las constituciones están a salvo. El ejemplo del gobierno de Álvaro Uribe Vélez es emblemático. En su mandato, la Constitución de 1991 fue objeto de una reforma exprés para permitir la reelección presidencial inmediata, torciendo no solo el espíritu de la Carta, sino también los principios básicos de la alternancia democrática.
Esa modificación fue defendida desde la legalidad, pero su legitimidad
fue ampliamente cuestionada. Y no era para menos: evidenció que la ley puede
ser usada para personalizar el poder, acomodar las normas al interés del
caudillo de turno y abrir las puertas al autoritarismo. Fue la antesala del
actual estado de captura institucional en que se encuentra buena parte del
Estado colombiano, donde los intereses partidistas secuestran las cortes, los
organismos de control y el propio aparato legislativo.
En este panorama, la ley se vuelve un terreno movedizo. Lo que hoy se proclama como derecho, mañana puede ser derogado; lo que se gana en una legislatura se pierde en la siguiente; y lo que se pacta en un proceso democrático puede ser desconocido por los tecnócratas de la “seguridad jurídica” al servicio del capital.
3. El mito de la independencia de poderes
Se nos ha hecho creer que la separación de poderes garantiza el
equilibrio y el control mutuo entre las ramas del poder público. Pero esta
separación formal no garantiza, por sí misma, una verdadera defensa de los
intereses populares. Cuando los tres poderes están colonizados por las mismas
élites, su independencia se vuelve un mito útil para justificar la parálisis,
la connivencia o el sabotaje institucional.
¿Puede hablarse entonces de un verdadero Estado de derecho cuando este funciona como dique de contención para los procesos de transformación social? ¿Puede una democracia tener futuro si la institucionalidad está secuestrada por las élites que dicen representar a la nación, pero solo defienden sus propios privilegios?
4. Las leyes como freno a la transformación
Una ley que no se cumple es, en el mejor de los casos, letra muerta. Pero una ley que se cumple solo para proteger los intereses de las élites es una herramienta de dominación. En Colombia abundan ejemplos de leyes que jamás han sido implementadas de manera efectiva. Se legisla para aparentar, para satisfacer exigencias internacionales, para exhibirse como democracia “madura” en foros multilaterales. Pero en la práctica, muchas normas no son más que fachadas.
El Estatuto del Trabajo, previsto en la Constitución de 1991, lleva más de tres décadas sin expedirse. Las leyes de tierras, de víctimas, de restitución, de participación, de vivienda digna, han sido fragmentadas, saboteadas o simplemente ignoradas. Cuando un gobierno progresista intenta darles vida y operatividad, choca con el aparato institucional que las congela. La ley se vuelve un candado que impide la acción gubernamental, no un puente hacia la justicia.
Lo irónico es que cuando se trata de legislar para el capital, para los bancos, para los grandes inversionistas, las leyes avanzan a toda velocidad. Se aprueban en tiempo récord, se blindan jurídicamente y se imponen con todo el peso del aparato coercitivo del Estado. Ahí sí no hay bloqueos, ni objeciones, ni salvamentos de voto. Es el doble rasero de la legalidad neoliberal: lenta y torpe para los derechos sociales, ágil y efectiva para el interés privado.
5. Una democracia popular o el fracaso institucional
Ante este panorama, la única salida realista y esperanzadora es la construcción de una democracia popular que rebase la democracia puramente procedimental. Una democracia en la que el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial trabajen desde su autonomía institucional pero en convergencia con los intereses ciudadanos. No para blindar privilegios, sino para expandir derechos. No para castigar la diferencia, sino para garantizar la equidad. No para contener el cambio, sino para hacerlo viable.
Pero una democracia popular exige una transformación estructural del Estado. No basta con elegir a un presidente progresista si el Congreso sigue dominado por fuerzas reaccionarias, si las cortes están cooptadas por las clientelas partidistas, y si los organismos de control funcionan como instrumentos de venganza política. En esas condiciones, ningún proyecto de transformación puede prosperar, por más legítimo que sea.
Cuando un gobierno no tiene Estado, está condenado a la frustración. Sus iniciativas, por bien intencionadas que sean, serán bloqueadas, distorsionadas o anuladas por una institucionalidad que opera como trinchera del privilegio. La historia de Colombia reciente es una prueba de ello. Las reformas sociales propuestas en los últimos años han sido devoradas por una maquinaria parlamentaria y judicial diseñada para la inmovilidad.
6. Más allá de la ley, la movilización consciente
La conclusión es dura pero necesaria: la ley, por sí sola, no garantiza derechos. En sociedades polarizadas, capturadas por intereses corporativos y mediadas por una institucionalidad servil a las élites, la ley puede ser un obstáculo más que un instrumento. Por eso, es indispensable construir poder popular desde abajo, fortalecer la conciencia ciudadana, movilizarse en defensa de los derechos conquistados y presionar la reconfiguración democrática del Estado.
No se trata de renunciar al orden jurídico, sino de disputarlo. No se trata de despreciar la ley, sino de exigir que responda al interés general y no al interés de unos pocos. La democracia no puede ser una puesta en escena institucional: debe ser una práctica viva de participación, vigilancia y transformación.
Solo cuando el pueblo sea sujeto activo y vigilante del poder, y cuando
las leyes respondan a su voluntad y no a la de los mercados, la democracia
dejará de ser una farsa decorativa para convertirse en una herramienta de
justicia, equidad y dignidad. De lo contrario, seguiremos repitiendo la
historia de gobiernos bienintencionados derrotados por Estados cínicamente
diseñados para que nada cambie.
JUNIO 6 DE 2025.
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