"
CONTRA LA GERONTOFOBIA Y EL DESPRECIO A LA VEJEZ".
La
dignidad del tiempo vivido.
A los estudiantes de la UN que nunca van a llegar a viejos...
En un mundo que glorifica la juventud como si fuera un valor en sí mismo y que idolatra la velocidad, la novedad y la eficiencia, enmudecen con frecuencia las voces de quienes han vivido más. Los ancianos y ancianas, portadores de la memoria colectiva, de la experiencia acumulada y de la ternura silenciosa de quien ha visto nacer y caer muchas primaveras, son hoy víctimas de una forma de violencia social sutil pero devastadora: la gerontofobia, ese desprecio solapado, burlesco o impaciente que convierte la vejez en una carga, en un estorbo, en una supuesta inutilidad.
La sociedad contemporánea —cada vez más banal, más hostil y más desmemoriada— parece haber olvidado que sus ancianos fueron los que un día construyeron los cimientos de su presente. Fueron campesinos que araron la tierra, obreros que forjaron ciudades, maestras que enseñaron a leer, madres y padres que renunciaron a sí mismos por el bienestar de sus hijos. Muchos de ellos se levantaron en la madrugada durante décadas para trabajar en empleos mal pagos, soportando injusticias y silencios, para que a las nuevas generaciones no les faltara pan ni dignidad.
Y sin embargo, al llegar la vejez, se encuentran con un mundo que los excluye, que los impacienta, que les niega el derecho a la voz, al deseo, a la participación y muchas veces hasta a la salud. Se convierten en “ ESTORBO” o en “problemas” logísticos que hay que ubicar en algún hogar geriátrico o que deben sobrevivir con pensiones miserables en barrios periféricos sin acceso a servicios dignos. El edadismo (o edadismo estructural) se expresa no solo en burlas o comentarios crueles, sino en políticas públicas indiferentes, en sistemas de salud colapsados que los relegan, en ciudades diseñadas sin tenerlos en cuenta, y en un discurso de una generación de cristal que los borra.
Peor aún, el fenómeno de la gerontofobia se agudiza entre las clases populares, donde la vejez es sinónimo de precariedad extrema. Miles de ancianos y ancianas en los sectores más empobrecidos del país sobreviven como pueden: vendiendo dulces en los semáforos, mendigando en las calles o encerrados en viviendas indignas, esperando que la vida se apague con lentitud. Muchos viven solos, abandonados por familias que también han sido víctimas de la pobreza estructural, de la deshumanización sistémica y de una cultura que ya no sabe cuidar.
Esta crueldad hacia la vejez no es solo un síntoma de descomposición social: es una forma de violencia estructural. Porque ser viejo no es un fallo, ni una carga, ni una enfermedad. Es una fase del ciclo humano que debería estar acompañada por el respeto, la gratitud y la ternura. La vejez, lejos de ser un problema, es una fuente de sabiduría, una reserva ética y espiritual que enriquece a las sociedades que la saben escuchar.
Las personas mayores tienen derechos. La Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, adoptada en 2015, reconoce su derecho a la salud, a la seguridad social, al trabajo, a la educación, a la cultura, a la accesibilidad y a una vida libre de violencia y discriminación. Estos derechos no son una concesión piadosa: son una obligación jurídica y ética que interpela a los Estados y a la sociedad entera.
El cuidado de los adultos mayores no puede limitarse a políticas asistencialistas o a subsidios simbólicos. Requiere una transformación cultural que devuelva a la vejez el lugar que le corresponde: el del respeto, la gratitud y la integración. Implica repensar nuestras ciudades con accesibilidad universal, fortalecer los sistemas de salud geriátrica, garantizar pensiones dignas, crear redes de cuidado comunitario y, sobre todo, sembrar en las nuevas generaciones una ética del respeto intergeneracional.
Hay que educar para la ternura. Hay que enseñar en las escuelas que un
abuelo o una abuela no es solo un cuerpo frágil, sino una vida llena de
batallas, de sacrificios y de amor. Hay que visibilizar y celebrar las
historias de vida de nuestros mayores: los obreros que lucharon por los
derechos laborales, las mujeres que criaron a sus hijos solas, los campesinos
que defendieron su tierra, los ancianos que aún a sus ochenta años participan
de colectivos culturales, barriales o políticos. La vejez es también resistencia,
creatividad, memoria viva.
En muchas culturas ancestrales, los ancianos eran los consejeros, los sabios, los guardianes de la tradición y la palabra. ¿En qué momento nuestra sociedad occidental, obsesionada con el consumo, la juventud y la imagen, decidió ignorarlos, esconderlos o desecharlos? ¿Cómo llegamos a ese punto de degradación moral donde la vejez se convierte en motivo de vergüenza o de burla?
Detrás de cada arruga hay una historia. Detrás de cada paso lento, una batalla ganada. Detrás de cada mirada cansada, un amor que sostuvo generaciones. No hay nada más injusto que negar a quienes nos dieron la vida, nos educaron, nos alimentaron y nos protegieron el derecho a envejecer con dignidad.
Y es que envejecer dignamente no significa solo tener una pensión o un techo: significa sentirse útil, escuchado, amado. Significa tener acceso a salud mental, a cultura, a recreación, a compañía. Significa no ser abandonado en los hospitales ni arrinconado en una habitación sin luz. Significa no tener miedo de ser una “carga”.
La responsabilidad de cambiar esta realidad es colectiva. Los gobiernos deben asumir su deber con firmeza: legislar y ejecutar políticas públicas integrales que protejan a los adultos mayores y les reconozcan como sujetos plenos de derechos. Las instituciones educativas deben promover el respeto intergeneracional como un valor fundamental. Los medios de comunicación deben abandonar la representación burlesca o lastimera de la vejez y mostrarla en toda su complejidad y dignidad. Y cada familia, cada comunidad, cada ciudadano tiene el deber ético de cuidar, escuchar y valorar a sus mayores.
Cuidar a los viejos es cuidar nuestra humanidad. Es reconciliarnos con nuestro pasado y proyectar un futuro menos egoísta. Porque todos, si la vida lo permite, llegaremos ahí: a esa etapa donde lo vivido importa más que lo que falta por vivir. Y entonces, cuando nos toque, esperaremos —como hoy lo hacen ellos, nosotros...— que alguien nos mire con ternura y nos diga: “Gracias por todo lo que hiciste. Aquí estamos para cuidarte”.
La vejez no es el final: es el legado. Y una sociedad que no honra a sus
viejos es una sociedad que ha perdido el alma.
Es una sociedad desalmada...
Carlos Medina GALLEGO
Historiador y Analista Político
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