jueves, 19 de junio de 2025

 



CONTRA EL PATERNALISMO COMUNITARIO

Por una autogestión democrática en territorios adversos

 

En vastas regiones de América Latina, y particularmente en contextos como el colombiano, las comunidades enfrentan una doble condena: la violencia persistente que fractura el tejido social y la indiferencia o negligencia histórica del Estado. Ante esa realidad, muchas comunidades han optado por un camino empinado pero digno: la construcción de autonomía, autogestión e independencia en medio de territorios donde la institucionalidad brilla por su ausencia y la guerra —ya sea criminal, revolucionaria o paramilitar— marca la cotidianidad.

 

Sin embargo, persiste también otro fenómeno menos visible, pero igualmente destructivo: el comunitarismo paternalista. Se trata de comunidades que, atrapadas en una lógica asistencialista, han renunciado a sus capacidades de agencia y organización, convirtiéndose en solicitantes permanentes de favores estatales o de organizaciones externas. En vez de levantar la voz desde su propia fuerza, se postran ante el poder, demandando lo que no construyen ni se atreven a imaginar. Es una dependencia crónica que neutraliza las posibilidades de transformación estructural y perpetúa relaciones coloniales, incluso dentro del propio país.

 

Este artículo busca hacer una crítica profunda a esa postura mendicante, pero al mismo tiempo, exaltar con firmeza a las comunidades que han decidido romper esas cadenas y construir desde abajo, desde el barro y la esperanza, procesos de vida y justicia social. Porque sí existen —aunque no sean protagonistas en los titulares— comunidades que no esperan al Estado, sino que lo enfrentan desde la ética del cuidado, el trabajo colectivo y la decisión política de no ser esclavos de la caridad ni víctimas perpetuas del abandono.

 

1. El mito del Estado benefactor: una trampa paralizante

 

Durante décadas, el discurso dominante ha promovido una imagen del Estado como un ente todopoderoso, obligado a suplir todas las necesidades de la población. En teoría, esta visión responde a un modelo de justicia distributiva en el que el Estado, como garante de derechos, debe intervenir activamente en los territorios más vulnerables. Pero la práctica ha sido otra. Allí donde más se requiere la presencia estatal, ha habido omisión, negligencia o corrupción.

 

Ante esa ausencia, muchas comunidades han desarrollado una relación tóxica con el Estado: lo acusan —con razón— de su olvido, pero al mismo tiempo lo idealizan como el único capaz de resolver sus problemas. Esto alimenta una cultura de la espera, de la queja permanente, de la solicitud infinita de ayudas que rara vez llegan y que, cuando lo hacen, son paliativos sin transformación estructural.

 

Ese modelo paternalista, además, ha sido aprovechado por élites políticas, ONGs, iglesias y partidos que entienden que una comunidad que vive mendigando es más fácil de manipular. La dependencia se convierte en una herramienta de control social y político. Así, se bloquea toda posibilidad de construir una ciudadanía activa, crítica y transformadora.

 

2. Comunidades de pie: cuando la dignidad se organiza

 

Pero no todo es inercia ni resignación. En muchos rincones de Colombia —como en el Pacífico, la Orinoquía, el Catatumbo o el suroccidente del país— han emergido comunidades que se niegan a vivir como víctimas eternas. Son pueblos indígenas, afrodescendientes, campesinos, barrios populares, procesos juveniles o colectivos de mujeres que han comprendido que la justicia social no se mendiga: se construye.

 

Estas comunidades no esperan al Estado para tener agua potable, educación o salud. Las gestionan. No esperan subsidios para alimentar a sus hijos. Producen, cooperan, truecan. No esperan ser reconocidas por leyes escritas desde arriba. Reclaman sus derechos con el cuerpo y la palabra. No le entregan su destino a caudillos o partidos. Deciden en asamblea, deliberan, se autogobiernan. Son ejemplos vivos de democracia radical.

 

Un caso paradigmático son las Zonas de Reserva Campesina, espacios autogestionados que reivindican el control territorial comunitario sobre el uso de la tierra. En muchas de ellas, los habitantes han construido escuelas, centros de salud, sistemas de justicia comunitaria y economías propias. Otro ejemplo son los Consejos Comunitarios afrodescendientes, que gestionan sus territorios con visión ancestral y sostenible. También se encuentran las iniciativas de educación popular autónoma como las Escuelas de Paz, que surgen como respuesta a la guerra y la exclusión.

 

3. El valor de la autonomía: más allá de la autosuficiencia

 

Hablar de autonomía no es romantizar el aislamiento. No se trata de crear comunidades cerradas, sino de procesos colectivos que recuperan el control sobre sus decisiones fundamentales: qué producir, cómo educar, cómo curar, cómo vivir. Es una apuesta por la soberanía popular desde abajo, no como consigna, sino como práctica cotidiana.

 

La autonomía no significa negar al Estado, sino dejar de depender de él como único proveedor. Implica más bien interpelarlo, exigirle desde la fuerza construida, no desde la carencia. Una comunidad autónoma no renuncia a sus derechos: los defiende con hechos. Y cuando negocia con el Estado, lo hace desde la dignidad, no desde la súplica.

 

Además, la autonomía no es autosuficiencia individualista, sino construcción colectiva. Se sustenta en el trabajo común, en la redistribución interna, en la solidaridad concreta. No hay autonomía sin tejido comunitario, sin confianza mutua, sin organización.

 

4. Territorios adversos: democracia desde el riesgo

 

Estos procesos no se dan en contextos fáciles. Muchas de estas comunidades construyen su dignidad en medio de la violencia de grupos armados, el narcotráfico, la minería extractiva, la militarización o el desplazamiento. No tienen garantías, ni acuerdos de ningún tipo, ni pactos firmados. Pero aún así resisten. Y en esa resistencia florecen alternativas democráticas de un valor incalculable.

 

En territorios donde ser líder comunitario es casi una sentencia de muerte, donde defender la tierra puede costar la vida, organizarse no es un lujo ideológico sino un acto de sobrevivencia. Por eso, estas comunidades no son solo autónomas: son heroicas. Su ejemplo es más potente que cualquier discurso institucional. Son prueba viviente de que es posible otra manera de habitar el país.

 

5. Contra el paternalismo: pedagogía de la emancipación

 

Superar el paternalismo implica una profunda transformación cultural. Significa desmontar el discurso del “pobrecito” y sustituirlo por una narrativa de dignidad. Significa dejar de ver a las comunidades como destinatarias pasivas y reconocerlas como sujetos políticos. Significa reemplazar la lógica del favor por la lógica del derecho.

 

Esto no se hace solo con discursos. Requiere pedagogía. Necesitamos formar sujetos comunitarios que piensen con cabeza propia, que conozcan sus derechos, que se organicen, que no se dejen comprar por promesas electorales ni por limosnas institucionales. Una pedagogía para la emancipación no reproduce la dependencia, sino que siembra la autoconfianza colectiva.

 

6. Comunidades que construyen país

 

El futuro de Colombia no está en manos de tecnócratas ni de burócratas. Está en esas comunidades que, día tras día, levantan territorios con dignidad, con autonomía, con justicia social. Son ellas las que están reconstruyendo el país real mientras otros lo debaten en los salones del poder.

 

Necesitamos mirar allí, apoyar allí, aprender allí. Porque no hay transformación verdadera sin pueblos organizados. No hay justicia sin autogestión. No hay democracia sin autonomía. Las comunidades que dejan de mendigar y comienzan a construir no solo dignifican su existencia: nos muestran el camino a todos.

 

Es tiempo de dejar atrás la dependencia y el paternalismo. Es tiempo de levantar comunidades autónomas que, sin renunciar a sus derechos, asuman el reto de ser gestoras de su presente y constructoras de su futuro. Porque solo así la justicia dejará de ser un sueño y se convertirá en territorio.

 

CARLOS MEDINA GALLEGO 

MAYO 27 DE 2025. 

 

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