CONTRA EL
PATERNALISMO COMUNITARIO
Por una
autogestión democrática en territorios adversos
En vastas regiones de América Latina, y particularmente en contextos como
el colombiano, las comunidades enfrentan una doble condena: la violencia persistente
que fractura el tejido social y la indiferencia o negligencia histórica del
Estado. Ante esa realidad, muchas comunidades han optado por un camino empinado
pero digno: la construcción de autonomía, autogestión e independencia en medio
de territorios donde la institucionalidad brilla por su ausencia y la guerra
—ya sea criminal, revolucionaria o paramilitar— marca la cotidianidad.
Sin embargo, persiste también otro fenómeno menos visible, pero
igualmente destructivo: el comunitarismo paternalista. Se trata de comunidades
que, atrapadas en una lógica asistencialista, han renunciado a sus capacidades
de agencia y organización, convirtiéndose en solicitantes permanentes de
favores estatales o de organizaciones externas. En vez de levantar la voz desde
su propia fuerza, se postran ante el poder, demandando lo que no construyen ni
se atreven a imaginar. Es una dependencia crónica que neutraliza las
posibilidades de transformación estructural y perpetúa relaciones coloniales,
incluso dentro del propio país.
Este artículo busca hacer una crítica profunda a esa postura mendicante,
pero al mismo tiempo, exaltar con firmeza a las comunidades que han decidido
romper esas cadenas y construir desde abajo, desde el barro y la esperanza,
procesos de vida y justicia social. Porque sí existen —aunque no sean
protagonistas en los titulares— comunidades que no esperan al Estado, sino que
lo enfrentan desde la ética del cuidado, el trabajo colectivo y la decisión
política de no ser esclavos de la caridad ni víctimas perpetuas del abandono.
1. El mito del Estado benefactor: una trampa paralizante
Durante décadas, el discurso dominante ha promovido una imagen del Estado
como un ente todopoderoso, obligado a suplir todas las necesidades de la
población. En teoría, esta visión responde a un modelo de justicia distributiva
en el que el Estado, como garante de derechos, debe intervenir activamente en
los territorios más vulnerables. Pero la práctica ha sido otra. Allí donde más
se requiere la presencia estatal, ha habido omisión, negligencia o corrupción.
Ante esa ausencia, muchas comunidades han desarrollado una relación
tóxica con el Estado: lo acusan —con razón— de su olvido, pero al mismo tiempo
lo idealizan como el único capaz de resolver sus problemas. Esto alimenta una
cultura de la espera, de la queja permanente, de la solicitud infinita de
ayudas que rara vez llegan y que, cuando lo hacen, son paliativos sin
transformación estructural.
Ese modelo paternalista, además, ha sido aprovechado por élites
políticas, ONGs, iglesias y partidos que entienden que una comunidad que vive
mendigando es más fácil de manipular. La dependencia se convierte en una
herramienta de control social y político. Así, se bloquea toda posibilidad de
construir una ciudadanía activa, crítica y transformadora.
2. Comunidades de pie: cuando la dignidad se organiza
Pero no todo es inercia ni resignación. En muchos rincones de Colombia
—como en el Pacífico, la Orinoquía, el Catatumbo o el suroccidente del país—
han emergido comunidades que se niegan a vivir como víctimas eternas. Son
pueblos indígenas, afrodescendientes, campesinos, barrios populares, procesos
juveniles o colectivos de mujeres que han comprendido que la justicia social no
se mendiga: se construye.
Estas comunidades no esperan al Estado para tener agua potable, educación
o salud. Las gestionan. No esperan subsidios para alimentar a sus hijos.
Producen, cooperan, truecan. No esperan ser reconocidas por leyes escritas
desde arriba. Reclaman sus derechos con el cuerpo y la palabra. No le entregan
su destino a caudillos o partidos. Deciden en asamblea, deliberan, se
autogobiernan. Son ejemplos vivos de democracia radical.
Un caso paradigmático son las Zonas de Reserva Campesina, espacios
autogestionados que reivindican el control territorial comunitario sobre el uso
de la tierra. En muchas de ellas, los habitantes han construido escuelas,
centros de salud, sistemas de justicia comunitaria y economías propias. Otro
ejemplo son los Consejos Comunitarios afrodescendientes, que gestionan sus
territorios con visión ancestral y sostenible. También se encuentran las
iniciativas de educación popular autónoma como las Escuelas de Paz, que surgen
como respuesta a la guerra y la exclusión.
3. El valor de la autonomía: más allá de la autosuficiencia
Hablar de autonomía no es romantizar el aislamiento. No se trata de crear
comunidades cerradas, sino de procesos colectivos que recuperan el control
sobre sus decisiones fundamentales: qué producir, cómo educar, cómo curar, cómo
vivir. Es una apuesta por la soberanía popular desde abajo, no como consigna,
sino como práctica cotidiana.
La autonomía no significa negar al Estado, sino dejar de depender de él
como único proveedor. Implica más bien interpelarlo, exigirle desde la fuerza
construida, no desde la carencia. Una comunidad autónoma no renuncia a sus
derechos: los defiende con hechos. Y cuando negocia con el Estado, lo hace
desde la dignidad, no desde la súplica.
Además, la autonomía no es autosuficiencia individualista, sino
construcción colectiva. Se sustenta en el trabajo común, en la redistribución
interna, en la solidaridad concreta. No hay autonomía sin tejido comunitario,
sin confianza mutua, sin organización.
4. Territorios adversos: democracia desde el riesgo
Estos procesos no se dan en contextos fáciles. Muchas de estas
comunidades construyen su dignidad en medio de la violencia de grupos armados,
el narcotráfico, la minería extractiva, la militarización o el desplazamiento.
No tienen garantías, ni acuerdos de ningún tipo, ni pactos firmados. Pero aún
así resisten. Y en esa resistencia florecen alternativas democráticas de un
valor incalculable.
En territorios donde ser líder comunitario es casi una sentencia de
muerte, donde defender la tierra puede costar la vida, organizarse no es un
lujo ideológico sino un acto de sobrevivencia. Por eso, estas comunidades no
son solo autónomas: son heroicas. Su ejemplo es más potente que cualquier
discurso institucional. Son prueba viviente de que es posible otra manera de
habitar el país.
5. Contra el paternalismo: pedagogía de la emancipación
Superar el paternalismo implica una profunda transformación cultural.
Significa desmontar el discurso del “pobrecito” y sustituirlo por una narrativa
de dignidad. Significa dejar de ver a las comunidades como destinatarias
pasivas y reconocerlas como sujetos políticos. Significa reemplazar la lógica
del favor por la lógica del derecho.
Esto no se hace solo con discursos. Requiere pedagogía. Necesitamos
formar sujetos comunitarios que piensen con cabeza propia, que conozcan sus
derechos, que se organicen, que no se dejen comprar por promesas electorales ni
por limosnas institucionales. Una pedagogía para la emancipación no reproduce
la dependencia, sino que siembra la autoconfianza colectiva.
6. Comunidades que construyen país
El futuro de Colombia no está en manos de tecnócratas ni de burócratas.
Está en esas comunidades que, día tras día, levantan territorios con dignidad,
con autonomía, con justicia social. Son ellas las que están reconstruyendo el
país real mientras otros lo debaten en los salones del poder.
Necesitamos mirar allí, apoyar allí, aprender allí. Porque no hay
transformación verdadera sin pueblos organizados. No hay justicia sin
autogestión. No hay democracia sin autonomía. Las comunidades que dejan de
mendigar y comienzan a construir no solo dignifican su existencia: nos muestran
el camino a todos.
Es tiempo de dejar atrás la dependencia y el paternalismo. Es tiempo de
levantar comunidades autónomas que, sin renunciar a sus derechos, asuman el
reto de ser gestoras de su presente y constructoras de su futuro. Porque solo
así la justicia dejará de ser un sueño y se convertirá en territorio.
CARLOS MEDINA GALLEGO
MAYO 27 DE 2025.
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