CARLOS MEDINA GALLEGO
Profesor de la Universidad Nacional de Colombia, adscrito a la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, es miembro del grupo de Investigacion en Seguridad y Defensa y del Centro de Pensamiento y Seguimiento a Proceso de Paz. Especialista en Conflicto Armado.
miércoles, 14 de mayo de 2025
LA SACRALIZACIÓN DEL DERECHO A LA
VIDA EN UNA COLOMBIA ATRAVESADA POR LA VIOLENCIA
En una sociedad desgarrada por
múltiples violencias, como lo es Colombia, el derecho a la vida —ese principio
fundante de toda convivencia digna y de toda organización jurídica legítima— ha
sido sistemáticamente vulnerado.
Durante décadas, la
violencia revolucionaria, el narcotráfico, el paramilitarismo y el terrorismo
de Estado han convertido la vida humana, especialmente la de los sectores más
vulnerables y contestatarios, en materia desechable , un obstáculo a destruir,
en blanco de acciones criminales. En este contexto de barbarie normalizada,
urge no solo proteger la vida como derecho constitucional sino también
reivindicar su sacralidad como fundamento ético de una sociedad verdaderamente
democrática y humanista.
Colombia ha vivido una historia
prolongada de conflicto armado interno, pero lo que inicialmente se presentó
como una lucha por la justicia social pronto se fue degradando en una espiral
de violencias cruzadas donde todos los actores —estatales e insurgentes,
legales e ilegales— han cometido crímenes atroces. Esta larga noche de
violencia ha golpeado con especial crudeza a las comunidades rurales,
indígenas, afrodescendientes y campesinas; ha exterminado a generaciones de
líderes sociales, defensores de derechos humanos, comunicadores comunitarios,
sindicalistas y ambientalistas; ha dejado cicatrices imborrables en los cuerpos
y las memorias de los sobrevivientes. En medio de este panorama, el derecho a
la vida no ha sido solo violado, ha sido despreciado, relativizado y
sacrificado en nombre de ideologías, intereses económicos y lógicas de poder.
Resulta entonces urgente colocar
la vida en el centro del debate político, ético y jurídico. Pero no como un
concepto abstracto o formalista, sino como una experiencia concreta, encarnada
en los cuerpos que habitan los territorios, en las resistencias que florecen en
medio del miedo, en las luchas silenciosas de quienes, a pesar de todo, se
aferran a la esperanza. Sacralizar la vida no implica una consagración
religiosa, sino una toma de posición ética radical que rechace cualquier forma
de instrumentalización de la existencia humana. Es asumir que ninguna causa,
ningún proyecto político, ningún cálculo de gobernabilidad o control
territorial justifica el asesinato, la desaparición, el desplazamiento o la
tortura de un ser humano.
La violencia revolucionaria, en
sus diferentes expresiones guerrilleras, ha sido una de las más complejas de
analizar y de condenar, pues durante décadas estuvo revestida de un lenguaje
emancipador que justificaba la lucha armada como único camino ante un Estado
autoritario y excluyente. Sin embargo, en la medida en que esa lucha fue
transformándose en prácticas de control territorial, extorsión, secuestro,
minería ilegal y narcotráfico, el discurso político fue cediendo paso al
interés económico y a la lógica del poder por el poder. Las guerrillas, en
muchos casos, terminaron replicando las mismas lógicas de opresión que decían
combatir. La vida de los pobladores rurales pasó a ser subordinada a la guerra,
y quienes se atrevían a disentir eran marcados como enemigos. Líderes
comunitarios que no compartían las órdenes del grupo armado, mujeres que
defendían su autonomía, jóvenes que soñaban con otro futuro, fueron
desaparecidos, asesinados o condenados al exilio.
Por otro lado, el narcotráfico y
el paramilitarismo —mutaciones perversas del capitalismo más salvaje— han
convertido el control del territorio en una empresa bélica donde la vida humana
vale menos que una hectárea sembrada de coca, un cargamento de armas o una ruta
de tráfico. Las organizaciones criminales han hecho de la muerte una
herramienta sistemática de dominación. Sus métodos, de una brutalidad
escalofriante, buscan sembrar el terror para garantizar obediencia y silencio.
Los paramilitares, muchas veces en connivencia con sectores del Estado y del
empresariado, fueron responsables de verdaderas campañas de exterminio social,
especialmente contra líderes campesinos, indígenas, afrodescendientes y
defensores de derechos humanos. El desplazamiento forzado, la masacre
selectiva, la desaparición sistemática, fueron parte de un proyecto de
reconfiguración territorial que no dudó en eliminar al diferente, al incómodo,
al que se atrevía a reclamar.
Pero quizás una de las formas más
insidiosas y menos reconocidas de violencia ha sido la ejercida por el propio
Estado. Cuando las instituciones que deberían garantizar los derechos
fundamentales se convierten en agentes de persecución, represión y muerte, se
configura una forma particular de terrorismo de Estado. En Colombia, múltiples
sentencias judiciales, informes de organismos internacionales y testimonios de
víctimas han documentado ejecuciones extrajudiciales (los mal llamados “falsos
positivos”), persecuciones judiciales arbitrarias, espionaje ilegal,
desapariciones forzadas y uso desproporcionado de la fuerza pública contra
manifestantes. En estos casos, la vida pierde su valor no solo en el campo de
batalla, sino también en las calles, los barrios y los despachos del poder. La
estigmatización de la protesta, el silenciamiento de los medios alternativos,
la criminalización de la defensa de los derechos humanos, son expresiones de
una violencia institucional que no dispara siempre balas, pero sí destruye
biografías, sueños y tejidos sociales.
En medio de este escenario de
múltiples violencias, los más golpeados han sido precisamente quienes más han
luchado por la vida. Los liderazgos naturales de las comunidades —maestras,
enfermeros rurales, sabedores ancestrales, comunicadoras populares— han sido
blanco sistemático de las violencias porque encarnan proyectos de dignidad,
autonomía y paz territorial. Son ellas y ellos quienes defienden los ríos, las
montañas, los saberes, la cultura, los derechos colectivos. Son ellos ellas
quienes alzan la voz cuando todo conspira para el silencio. Y por eso mismo,
son objeto de amenazas, atentados y asesinatos. Colombia ostenta el triste
récord de ser uno de los países con más líderes sociales asesinados en el
mundo. Cada nombre, cada rostro, cada historia truncada, debería ser un grito
que interpele la conciencia nacional.
Sacralizar el derecho a la vida
en Colombia implica, entonces, desmontar todas las formas de justificación de
la muerte. Implica cuestionar profundamente tanto el discurso de la seguridad
que legitima la represión estatal, como el discurso revolucionario que
romantiza la violencia insurgente, como la lógica mafiosa que convierte el
asesinato en estrategia empresarial. Significa asumir que ninguna ideología,
religión, partido político o modelo económico puede estar por encima de la vida
humana. La vida no es negociable. No es intercambiable. No es utilitaria. Es un
fin en sí misma.
Dignificar la vida, además, es
reconocer que esta no es solo la respiración biológica. Es la posibilidad de
una existencia plena, con derechos garantizados, con acceso a la salud, a la
educación, a la cultura, al goce del territorio. Es asegurar que nadie tenga
que vivir con miedo. Es garantizar que las niñas y los niños puedan crecer sin
ver la muerte como una presencia cotidiana. Es construir condiciones para que
las comunidades decidan su futuro sin la amenaza de las armas. Dignificar la
vida es darle sentido y cuidado, es apostar por la ternura como estrategia
política y por la solidaridad como principio de justicia.
Esa sacralización de la vida debe
traducirse en políticas públicas integrales de protección a los líderes
sociales y defensores de derechos humanos, pero también en una transformación
cultural profunda. No basta con normas y protocolos. Se necesita una pedagogía
para la paz que forme nuevas generaciones en el respeto, la empatía y la
resolución no violenta de los conflictos. Se necesita una justicia restaurativa
que repare, que escuche, que reconozca el dolor de las víctimas y asuma la
verdad como camino de sanación. Se necesita un Estado que deje de ser parte del
problema y asuma plenamente su deber de proteger, no de perseguir.
Y sobre todo, se necesita una
sociedad civil que no se acostumbre, que no normalice el horror, que no guarde
silencio cómplice. La defensa de la vida no es tarea solo de las víctimas. Es
responsabilidad colectiva. Es un imperativo ético que debe movilizar a los
intelectuales, a los artistas, a los educadores, a los jueces, a los servidores
públicos, a las iglesias, a los empresarios con conciencia. Es una causa que
interpela a todos, porque en el fondo, se trata de decidir qué clase de país
queremos ser: uno donde la muerte manda, o uno donde la vida florece.
Al cerrar este llamado, que no
pretende ser una conclusión sino una apertura, queremos alzar la voz por la
vida desde una perspectiva profundamente humanista. Esa que reconoce en cada
ser humano una dignidad inalienable. Esa que entiende que la paz no es solo la
ausencia de guerra, sino la presencia activa de justicia, de equidad, de
respeto mutuo. Esa que sabe que el futuro no se construye sobre cadáveres ni
sobre silencios forzados, sino sobre la memoria, la resistencia y el amor. Que
este sea, entonces, un clamor colectivo: protejer la vida, cuídarla,
celébrarla, sálvarla. Porque toda vida vale, y porque sin ella, nada tiene
sentido.
CARLOS MEDINA
GALLEGO
Mayo 17 de
2025
domingo, 11 de mayo de 2025
UNA REFORMA LABORAL DEMOCRÁTICA Y GARANTISTA EN COLOMBIA
- Principios rectores de la reforma laboral democrática
- El trabajo es un derecho humano, no una mercancía.
- Ningún trabajador debe carecer de protección social.
- Las formas de contratación deben garantizar derechos, no evadirlos.
- La justicia laboral debe ser accesible, pronta y efectiva.
- La voz de los trabajadores debe ser escuchada y respetada.
LA GENERACIÓN DE CRISTAL:
Una juventud frágil e hipersensible
Vivimos una época donde la sensibilidad ha sido elevada a dogma y la fragilidad emocional se ha convertido en una señal de identidad generacional. La llamada generación de cristal –jóvenes universitarios que se reconocen más por sus diagnósticos de ansiedad y depresión que por sus ideas o acciones transformadoras– ha convertido la debilidad en virtud, la susceptibilidad en argumento moral, y el victimismo en herramienta de poder. Esta generación no solo habita un mundo hipermediado por pantallas, algoritmos y eco-cámaras emocionales, sino que se auto erige como vanguardia moral mientras desprecia con soberbia a quienes les han legado la posibilidad misma de existir, pensar y estudiar.
En el ámbito universitario esta crisis alcanza niveles alarmantes. Se ha roto, sin pudor ni memoria, el hilo intergeneracional. Profesores con décadas de estudio y experiencia, que han formado generaciones enteras y han construido pensamiento crítico, son ahora tildados de “boomers” obsoletos por jóvenes que creen que leer dos hilos de Twitter equivale a un curso de epistemología. Se ha perdido el respeto por la autoridad intelectual, por la palabra reflexiva, por la experiencia. Hoy se venera el narcisismo disfrazado de trauma, la inmadurez maquillada de rebeldía emocional, y se exige “espacios seguros” no para aprender sino para no ser confrontados por ideas que les resulten incómodas.
Lo más paradójico es que esta generación que exige reconocimiento, inclusión, respeto y validación emocional, es la misma que excluye, cancela, silencia y ridiculiza al adulto mayor, al docente exigente, al pensamiento riguroso. Han convertido el aula en un confesionario terapéutico donde el dolor personal reemplaza el argumento, y la incomodidad subjetiva se equipara a la violencia estructural. La educación ya no es una experiencia transformadora ni un desafío intelectual: es un campo minado de sensibilidades frágiles que paralizan el pensamiento.
Mientras las generaciones anteriores aprendían del dolor, esta lo convierte en identidad. Mientras los viejos respetaban a los sabios, los jóvenes actuales se burlan de ellos. Mientras los abuelos luchaban por un mundo más justo desde el trabajo, la resistencia o la reflexión, esta generación exige cambios inmediatos sin esfuerzo, sin contradicción y sin capacidad de escucha. Viven convencidos de estar reinventando el mundo, cuando en realidad lo único que reinventan es el narcisismo emocional.
Pero no todo es culpa suya. Son hijos de una sociedad que convirtió la comodidad en meta, el bienestar emocional en derecho absoluto, y la educación en servicio al cliente. Han sido criados en un entorno donde el conflicto se evita, la frustración se elimina, y toda crítica es vista como ataque. Han sido formados por adultos que confundieron el amor con la sobreprotección y la crianza con la complacencia. El resultado es una juventud hipersensible pero sin espesor, digitalmente conectada pero existencialmente sola, titulada pero intelectualmente vacía.
Este ensayo no es una negación de los problemas reales de salud mental –que existen y deben ser tratados con rigor y empatía– sino una crítica feroz a su uso como escudo ideológico y arma de censura. Tampoco es una defensa romántica del pasado, sino un llamado a recuperar el respeto por la sabiduría, la experiencia y el pensamiento fuerte. Porque si los jóvenes siguen creyendo que la fragilidad es poder, que el adulto mayor es basura, y que toda incomodidad es una agresión, no solo habremos perdido el diálogo intergeneracional: habremos perdido también la posibilidad de construir una sociedad madura, crítica y verdaderamente libre.
Hubo un tiempo en que la juventud universitaria representaba la esperanza. En las aulas, los estudiantes debatían sobre el porvenir de la humanidad, soñaban con justicia, paz y dignidad para los pueblos. Se organizaban, protestaban, pensaban, escribían, se comprometían hasta la muerte. Eran, a su manera, la encarnación del anhelo colectivo de un mundo más humano. Hoy, en cambio, asistimos al espectáculo de una generación decadente de una que ha abandonado esa utopía para habitar la mezquindad del resentimiento, la censura y la guerra simbólica entre edades, géneros e ideas.
La generaciones que soñaron la utopía de la felicidad humana y a la que muchos entregaron su vida levantaron la consigna de " pan, justicia y Libertad", está generación quebradiza de cristal, tiene como consigna, "droga-trago, sexo e internet". Sería injusto si no dijera que existe en esa misma generación un grupo significativo de hombres y mujeres que le apuestan al conocimiento y la investigación rigurosa, que estudian con disciplina y devoción y que se forman como profesionales de altas calidades. Ese grupo lo hace en silencio a la sombra del desorden de universidad que hay.
Esa nueva camada universitaria de la generación de cristal, no busca construir, sino acusar. No dialoga, cancela. No aprende, impone. No cuestiona estructuras de poder, sino que ha creado las suyas propias: discursos autoritarios disfrazados de progresismo, de pensamiento "bonito", donde cualquier disidencia —especialmente si viene de un hombre, adulto, heterosexual o docente— se interpreta como violencia. Se ha sustituido la pedagogía del pensamiento crítico por la del temor: maestros silenciados, profesores caminando sobre cristales, sometidos a inspección permanente, no por la calidad de su enseñanza, sino por su nivel de alineación con las ideologías del momento.
El resultado es una cultura universitaria distorsionada, dominada por una moralina inquisitorial que exige sumisión bajo amenaza de escarnio, cancelación o denuncia. La palabra "patriarcado" se usa como garrote, "violencia de género" como tribunal sin garantías, y la "diversidad" como uniforme obligatorio. En este clima, lo masculino, lo heterosexual, lo tradicional, lo adulto —todo aquello que no se pliegue al nuevo credo— se vuelve sospechoso, culpable por defecto.
La ideología de género, en su versión más radical, se ha transformado en una coartada para negar la diferencia sin diálogo. Se patologiza al varón, se culpabiliza al heterosexual, se criminaliza al docente si no adapta sus contenidos a los nuevos catecismos. Se repite, con una vehemencia alarmante, que el lenguaje es violencia, que el silencio es complicidad, que el amor romántico es opresión. Y mientras tanto, los problemas reales —la desigualdad, la miseria, la guerra, la injusticia global— se vuelven irrelevantes frente a la microdiscusión identitaria del día.
Pero quizás el mayor drama no es solo el extravío moral e intelectual de esta generación, sino la claudicación del mundo adulto, que ha cedido sin resistencia. Muchas universidades han renunciado a su papel formador y han optado por ser administradoras de consensos adolescentes por cuestionadas e ilegítimas constituyentes universitarias. Lo de la universidad Nacional a este respecto es vergonzoso. Directivas que prefieren ser aceptadas antes que desafiadas, condescendientes antes que autoridad, "inclusivas" antes que libres. El resultado: un ecosistema de autocensura, ignorancia premiada y mediocridad celebrada, construido colectivamente, dónde la normalidad académica se ha hecho amormalidad, porque siempre hay un pretextos para quejarse y reducir la jornada a nada.
Este no es un alegato contra la juventud, sino una crítica a una forma de nihilismo cultural disfrazado de progreso. Es un llamado a recuperar la valentía de pensar más allá de los dogmas de turno. A no temerle al disenso, al debate, a la diferencia verdadera. A defender el valor de la universidad como espacio de formación y no de adoctrinamiento.
Porque si no se recupera la utopía de la felicidad humana, si no se rescata la figura del maestro respetado, del hombre sensible y pensante, del diálogo intergeneracional honesto y libre, lo que quedará no será una revolución, sino una ruina. Una generación alienada por el odio, incapaz de amar la libertad, de construir comunidad o de imaginar un futuro que no sea el de su propia exclusión. Una generación, en definitiva, perdida.
jueves, 17 de abril de 2025
LA MISERABLEZA DE LOS CONGRESISTAS COLOMBIANOS FRENTE A UNA REFORMA LABORAL Y PENSIONAL, DIGNA Y JUSTA.
Para mamá TILA URIBE, con todo mi afecto.
En Colombia, hablar de una reforma pensional es tocar una de las fibras más sensibles del contrato social: la vejez. Sin embargo, esa sensibilidad no parece conmover a quienes ocupan curules en el Congreso de la República. La actitud de una parte considerable de los congresistas frente a la reforma pensional ha sido una muestra cruda de indiferencia, de cálculo electoral y de servilismo frente a los intereses de los fondos privados, que por décadas han hecho del ahorro de los trabajadores un lucrativo negocio financiero.
Resulta paradójico, e incluso insultante, que mientras los legisladores gozan de regímenes especiales de pensión con privilegios desproporcionados, miles de ancianos en Colombia sobreviven en condiciones de pobreza, sin acceso a una mesada que les garantice una vejez digna. La mayoría de los adultos mayores en el país no alcanza a cotizar lo suficiente para pensionarse. Muchos mueren sin recibir un solo peso de lo que durante años aportaron al sistema.
La actitud de estos congresistas miserables —no en lo económico, pues gozan de abultados ingresos— sino en lo ético, consiste en mantener un modelo que excluye, que castiga la informalidad sin combatirla, que privatiza el derecho y lo transforma en mercancía. Lo hacen no solo por negligencia, sino también porque muchos están directa o indirectamente atados a intereses financieros y corporativos que lucran con el ahorro de millones de trabajadores a través de los fondos privados de pensiones.
Es urgente una reforma que coloque el eje en la justicia social y no en la rentabilidad. Una reforma que garantice una mesada pensional digna para los ancianos, ajustada a una canasta familiar real y justa, que contemple los gastos esenciales de alimentación, vivienda, salud y servicios públicos. La dignidad en la vejez no puede seguir dependiendo del azar del mercado ni de la especulación financiera.
La pensión no debe ser vista como un subsidio, ni como una carga fiscal, sino como el resultado legítimo de una vida de trabajo. Y esa pensión, en una sociedad democrática, debe estar anclada a un modelo de seguridad social público, eficiente y solidario, donde el Estado garantice cobertura y sostenibilidad sin entregar los recursos de los trabajadores al capital financiero, que especula con ellos y los aleja del propósito para el cual fueron creados.
Además, debe existir una prohibición expresa del uso indebido de los recursos pensionales para fines distintos a los del bienestar de los cotizantes. No más puentes entre los fondos privados y campañas políticas. No más puertas giratorias entre los organismos de control, los bancos y los despachos legislativos.
Los congresistas deben entender que el pueblo colombiano no soporta más este modelo dual e injusto: uno para los ricos y otro para los pobres. La reforma pensional debe ser una herramienta de redistribución y justicia, no un negocio. Lo contrario es perpetuar el desprecio por los ancianos y seguir cavando la fosa del Estado social de derecho.
La vejez no puede seguir siendo una condena. Merece respeto, cuidados, garantías, y sobre todo, una pensión justa que le devuelva a la vida su dignidad en los últimos años. El Congreso está ante una prueba histórica. Y si vuelve a fallar, no será por ignorancia: será por miseria moral.
Convocar una consulta popular para decidir reformas estructurales como la pensional y la laboral no es un acto de democracia directa ni un gesto de participación ciudadana auténtica. Es, en realidad, una confesión vergonzosa de la incapacidad del Congreso para legislar en favor de los intereses del pueblo. Este recurso, que se presenta como un mecanismo de legitimidad, encubre una realidad aún más cruda: el Congreso colombiano está capturado —si se quiere, secuestrado— por los intereses del capital financiero, los fondos privados, las élites empresariales y las lógicas de privatización que se han instaurado como doctrina dominante en el aparato estatal.
Durante décadas, las reformas laborales y pensionales han sido diseñadas no para ampliar derechos, sino para restringirlos. Se ha creado un modelo profundamente regresivo, donde el trabajo se precariza y la vejez se castiga. En lugar de consolidar una seguridad social solidaria, se impone un régimen de acumulación para los fondos privados y las aseguradoras, que negocian con los recursos de los trabajadores y pensionados como si fueran mercancías.
Resulta entonces indignante que, en lugar de asumir su responsabilidad legislativa, el gobierno tenga que delegar la resolución de estos temas vitales en una consulta popular. No porque la consulta no tenga valor democrático, sino porque aquí se usa como una coartada: una manera de evadir el debate estructural que compromete a los sectores que financian campañas y controlan decisiones. Este Congreso no representa al pueblo: representa a las AFP, a los gremios, a los grandes empleadores y al capital financiero, que han hecho del Estado una maquinaria al servicio de la rentabilidad privada.
La clase política que ocupa el Congreso no actúa como legisladora en sentido democrático. Actúa como operadora política del desconocimiento sistemático de los derechos sociales de los más pobres. Cada vez que se discute una reforma, su orientación es clara: recortes, flexibilización, ampliación de la edad de pensión, eliminación de garantías laborales, individualización del riesgo. Se habla de sostenibilidad fiscal, pero nunca de sostenibilidad humana. Se protege al mercado, pero se desprotege al ciudadano, al trabajador, al anciano.
La solución no puede ser trasladar esta responsabilidad al pueblo bajo la forma de una consulta, cuando no se ha garantizado ni la pedagogía política necesaria ni la transparencia institucional que haría de ese proceso un verdadero ejercicio de soberanía popular. Mientras tanto, los ancianos siguen muriendo sin pensión, los trabajadores informales siguen creciendo en número, y los derechos sociales se siguen desmontando bajo el eufemismo de “modernización”.
Lo verdaderamente democrático sería desmontar el secuestro institucional, recuperar la ética pública, desmercantilizar la política y garantizar que las reformas se hagan en favor del bien del trabajador y la vejez y no del capital privado.
CMG - DIA
16 DE ABRIL DE 2025
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