miércoles, 14 de mayo de 2025


                                                                                                                                 



LA MUERTE DE LA LECTURA PROFUNDA


Entre la modorra lectora y la banalidad digital.
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      Al cierre de la FILBO, a Nathalie y su lectura compulsiva y disciplinada. No todo está perdido. 

En tiempos donde la atención es un bien escaso y la inmediatez lo domina todo, la lectura profunda —esa que exige tiempo, compromiso y pensamiento crítico— parece estar en proceso de extinción. Lo que alguna vez fue una práctica central en la formación intelectual y cultural del sujeto moderno, hoy se ve desplazada por formas de lectura fragmentadas, impulsivas y desprovistas de densidad. La modorra lectora se instala como un síntoma de época: leer se convierte en un acto perezoso, disperso y superficial, más próximo al escaneo que al pensamiento, más ligado a la dopamina de las notificaciones que al esfuerzo de comprensión.

Vivimos un momento histórico donde la mayoría lee, pero pocos realmente comprenden. Abundan los textos cortos, los hilos virales, los resúmenes en vídeo y las píldoras informativas. El algoritmo se ha convertido en curador de lecturas, en detrimento de la selección reflexiva y de la exploración autónoma del saber. Se despliega así una lectura precaria, una lectura de lo mínimo, que huye del conflicto semántico, de la ambigüedad, de la necesidad de releer, de detenerse, de dialogar con el texto. Esta lectura corta y ligera puede ser suficiente para sobrevivir en la economía simbólica de las redes, pero es absolutamente insuficiente para construir pensamiento.

A esta banalización se suma el abandono sistemático de los grandes textos —los filosóficos, los literarios, los científicos— por parte de muchos sistemas educativos. El aula ha dejado de ser el espacio del texto complejo, y la universidad —otrora bastión del estudio riguroso— parece hoy cada vez más sometida a criterios de rendimiento, rapidez y consumo inmediato. Lo que antes era lectura crítica, se transforma ahora en “navegación”; lo que era interpretación, se reemplaza por el “like”; lo que era argumentación, cede ante el meme.

Pero no se trata aquí de un gesto nostálgico. No es la defensa del libro como objeto, sino de la lectura como acto de construcción del pensamiento. La lectura profunda no es simplemente una técnica, es una forma de habitar el mundo. Requiere silencio, tiempo, entrega. Implica enfrentarse a ideas difíciles, a estructuras complejas, a argumentos que desafían nuestras certezas. Leer de forma crítica es aprender a pensar con otros, a disentir, a hilar fino, a identificar el núcleo de lo dicho y lo no dicho. Es, en el fondo, un ejercicio de libertad.

Por eso urge reivindicar la lectura juiciosa, responsable y rigurosa. No como un ritual académico o una práctica elitista, sino como condición fundamental de la formación profesional y cultural. Quien no lee profundamente, no piensa con profundidad. Quien no se sumerge en textos exigentes, queda condenado a la trivialidad del eslogan y a la manipulación de las apariencias.

Leer bien es subversivo. Es resistir la velocidad, desafiar la simplificación, darle tiempo a la complejidad. Es volver a construir vínculos con las palabras, con las ideas, con la historia. Frente a la modorra lectora de nuestra época —esa mezcla de fatiga digital, impaciencia estructural y pereza intelectual—, la lectura crítica se convierte en un acto radical, casi revolucionario. Leer a fondo es, hoy más que nunca, un acto de lucidez. Y quizá, también, de esperanza.

CARLOS MEDINA GALLEGO 
Mayo 11 de 2025

 



LA PRIVATIZACIÓN DE LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA. 
Curules como microempresas al servicio del capital

En las últimas décadas, la democracia representativa —ese sistema mediante el cual la ciudadanía delega en sus representantes el ejercicio de la soberanía— ha experimentado un proceso silencioso pero corrosivo de descomposición: su privatización. 

En nombre de la gobernabilidad, la estabilidad institucional o la eficiencia legislativa, los congresos se han ido convirtiendo en mercados políticos donde el acceso al poder no implica necesariamente una responsabilidad pública, sino una oportunidad de negocios. En este contexto, senadores y representantes a la Cámara ya no actúan como portavoces de los intereses colectivos ni como garantes de los derechos ciudadanos, sino como administradores de curules convertidas en microempresas al servicio de clientelas, intereses privados y pactos corruptos con el capital financiero.

Este fenómeno, que no es exclusivo de una sola nación pero que encuentra particular expresión en democracias frágiles como la colombiana, pone en evidencia una mutación profunda en la naturaleza de la representación política. Ya no se trata de representar ideales, luchas sociales o propuestas de transformación. Se trata, en cambio, de usar la representación como un activo empresarial: una fuente de poder, de renta y de influencia que sirve para reproducir privilegios, blindarse judicialmente y articular redes de intercambio clientelar que benefician a unos pocos a expensas del bien común.

1. Curules como microempresas políticas

En la práctica política cotidiana, una curul en el Congreso funciona como una franquicia personal o familiar. Su propietario —el congresista electo— establece una estructura administrativa y territorial que opera con lógica empresarial: hay inversiones (en campañas políticas), hay retornos (en contratos, puestos, favores y prebendas), hay redes de distribución (los llamados “correligionarios” o “líderes comunales” que aseguran votos), y hay un mercado específico (el electorado cautivo por necesidad o dependencia).

Esta estructura reproduce una relación perversa entre el representante y sus representados: no se trata de una representación basada en derechos, sino en favores. El político no legisla para transformar realidades estructurales, sino para conservar el flujo de recursos que garantizan su permanencia en el poder. Los presupuestos públicos se convierten en moneda de cambio para pagar lealtades, y los proyectos legislativos son negociados bajo la mesa en función de intereses particulares, no del bienestar general.

El clientelismo, en este sentido, no es un fenómeno marginal o folclórico; es la piedra angular del funcionamiento del aparato representativo en su versión privatizada. Las curules ya no son espacios para el debate ideológico ni para la deliberación pública. Son activos que se gestionan, se negocian y se heredan, muchas veces dentro de clanes familiares o casas políticas que actúan como dinastías parlamentarias.

2. Corrupción y captura del Estado

Uno de los efectos más evidentes de esta privatización de la democracia es la corrupción sistemática del Estado. Los congresistas, una vez elegidos, establecen alianzas con empresas privadas que financian sus campañas, y que luego exigen el retorno de su inversión en forma de contratos, beneficios tributarios, licitaciones amañadas o leyes a la medida. Se produce así un círculo vicioso de captura institucional, donde el legislador ya no responde a sus votantes, sino a sus financiadores.

Esta dinámica se ve reforzada por el sistema electoral mismo, que en muchos países —incluido Colombia— exige campañas costosas y dificulta la participación de movimientos ciudadanos sin grandes recursos. Las listas abiertas, la falta de control al financiamiento privado, la débil rendición de cuentas y la impunidad de los congresistas procesados por corrupción son síntomas de un sistema que permite que el poder legislativo se convierta en un instrumento de acumulación privada.

El Estado, en consecuencia, deja de ser un garante de derechos universales para convertirse en un botín que se reparte entre quienes controlan las llaves del presupuesto y del aparato legislativo. El diseño de políticas públicas, la planeación del gasto y la regulación de sectores estratégicos se realiza en función de intereses privados, y no del interés público. Esto explica por qué en sectores como la salud, la educación, el trabajo o el medio ambiente, las reformas estructurales nunca avanzan: porque afectan los privilegios de quienes tienen capturado al Estado desde las curules parlamentarias.

3. Alianzas con el capital financiero y el sector empresarial

Un aspecto clave de esta privatización de la democracia representativa es la connivencia de los congresistas con el capital financiero y empresarial. Bancos, aseguradoras, multinacionales extractivas, fondos de inversión y gremios económicos actúan como verdaderos lobbies permanentes dentro del Congreso. A través de fundaciones, “tanques de pensamiento”, asesorías técnicas o simplemente donaciones camufladas, estas entidades orientan el sentido de las reformas, redactan artículos de ley, vetan propuestas que amenazan sus intereses y premian con cargos o contratos a quienes legislan a su favor.

Esto ha llevado a que muchas decisiones legislativas se tomen en función de los balances de riesgo que hacen las calificadoras de crédito o de las exigencias de los tratados de libre comercio, y no de las urgencias sociales del país. Los representantes del pueblo votan en contra de aumentos al salario mínimo, de subsidios a la educación pública o de impuestos a las grandes fortunas, mientras promueven exenciones a zonas francas, beneficios tributarios a grandes empresas y flexibilización laboral para atraer inversión extranjera.

Este proceso reproduce una democracia de élites, donde los sectores populares, indígenas, campesinos, trabajadores informales o juventudes precarizadas no tienen una voz efectiva en las decisiones que afectan su vida cotidiana. Las mayorías sociales son convertidas en minorías políticas, y sus necesidades son subordinadas a los caprichos del mercado y del capital especulativo.

4. El olvido de la ciudadanía y el vaciamiento democrático

Lo más grave de este proceso de privatización es que vacía de contenido el principio mismo de la democracia representativa. En teoría, los congresistas son mandatarios del pueblo, elegidos para legislar en su nombre y defender sus derechos. En la práctica, muchos se comportan como accionistas de una empresa que busca maximizar beneficios privados, minimizar riesgos legales y asegurar su perpetuación en el poder.

El pueblo se convierte así en una referencia abstracta, una retórica de campaña que desaparece una vez pasadas las elecciones. No hay mecanismos efectivos de revocatoria del mandato, ni herramientas ciudadanas robustas de control político. La desconexión entre ciudadanía y representantes genera apatía, abstención, desconfianza y cinismo frente al sistema democrático. El ciudadano siente que votar no sirve, porque “todos son iguales”, y ese sentimiento, aunque peligroso, tiene fundamentos reales: la representación ha dejado de ser pública para convertirse en un negocio privado.

Este fenómeno afecta especialmente a las poblaciones históricamente excluidas, que no encuentran en el Congreso una defensa de sus causas, sino una reproducción del clasismo, el racismo y el machismo estructural. La representación política no solo ha sido privatizada, sino también colonizada por élites que no conocen ni les interesa el mundo popular, y que ven en la política una carrera de ascenso social, no un compromiso ético con la transformación de la sociedad.

5.  La necesidad de desprivatizar la representación

Frente a esta realidad, se impone la necesidad de desprivatizar la democracia representativa. Esto no significa volver al modelo idealista de representación romántica, sino reconstruir desde abajo una política que recupere el vínculo entre representantes y ciudadanía, entre instituciones y territorio, entre democracia formal y justicia social.

Para ello, es imprescindible fortalecer los mecanismos de control ciudadano, impulsar la financiación pública de campañas, limitar el poder del lobby empresarial, transparentar el ejercicio legislativo, permitir la revocatoria efectiva de congresistas corruptos y garantizar una verdadera paridad en la representación de sectores sociales.

Además, es necesario avanzar hacia formas más directas, participativas y comunitarias de democracia, donde los ciudadanos puedan incidir en las decisiones públicas sin tener que delegar todo el poder en representantes. Las consultas populares, las asambleas territoriales, los cabildos abiertos, los presupuestos participativos y la deliberación ciudadana deben dejar de ser excepcionales y convertirse en prácticas cotidianas de una democracia plural y radicalmente democrática.

En última instancia, la representación no puede ser un privilegio ni un negocio. Es un mandato ético, una responsabilidad pública y un compromiso con la transformación social. Recuperar ese sentido es una tarea urgente si queremos evitar que la democracia se convierta en una fachada vacía, administrada por empresarios del poder y enemigos del pueblo.

Hay que emancipar el voto ciudadano de las empresas privadas electorales hacia nuevos liderazgos sociales ética y políticamente amigos de los cambios y las transformaciones que siembra la semilla de la justicia social. 

CARLOS MEDINA GALLEGO 
Mayo 13 de 2025 


 



LA SACRALIZACIÓN DEL DERECHO A LA VIDA EN UNA COLOMBIA ATRAVESADA POR LA VIOLENCIA

 

En una sociedad desgarrada por múltiples violencias, como lo es Colombia, el derecho a la vida —ese principio fundante de toda convivencia digna y de toda organización jurídica legítima— ha sido sistemáticamente vulnerado.

 Durante décadas, la violencia revolucionaria, el narcotráfico, el paramilitarismo y el terrorismo de Estado han convertido la vida humana, especialmente la de los sectores más vulnerables y contestatarios, en materia desechable , un obstáculo a destruir, en blanco de acciones criminales. En este contexto de barbarie normalizada, urge no solo proteger la vida como derecho constitucional sino también reivindicar su sacralidad como fundamento ético de una sociedad verdaderamente democrática y humanista.

Colombia ha vivido una historia prolongada de conflicto armado interno, pero lo que inicialmente se presentó como una lucha por la justicia social pronto se fue degradando en una espiral de violencias cruzadas donde todos los actores —estatales e insurgentes, legales e ilegales— han cometido crímenes atroces. Esta larga noche de violencia ha golpeado con especial crudeza a las comunidades rurales, indígenas, afrodescendientes y campesinas; ha exterminado a generaciones de líderes sociales, defensores de derechos humanos, comunicadores comunitarios, sindicalistas y ambientalistas; ha dejado cicatrices imborrables en los cuerpos y las memorias de los sobrevivientes. En medio de este panorama, el derecho a la vida no ha sido solo violado, ha sido despreciado, relativizado y sacrificado en nombre de ideologías, intereses económicos y lógicas de poder.

Resulta entonces urgente colocar la vida en el centro del debate político, ético y jurídico. Pero no como un concepto abstracto o formalista, sino como una experiencia concreta, encarnada en los cuerpos que habitan los territorios, en las resistencias que florecen en medio del miedo, en las luchas silenciosas de quienes, a pesar de todo, se aferran a la esperanza. Sacralizar la vida no implica una consagración religiosa, sino una toma de posición ética radical que rechace cualquier forma de instrumentalización de la existencia humana. Es asumir que ninguna causa, ningún proyecto político, ningún cálculo de gobernabilidad o control territorial justifica el asesinato, la desaparición, el desplazamiento o la tortura de un ser humano.

La violencia revolucionaria, en sus diferentes expresiones guerrilleras, ha sido una de las más complejas de analizar y de condenar, pues durante décadas estuvo revestida de un lenguaje emancipador que justificaba la lucha armada como único camino ante un Estado autoritario y excluyente. Sin embargo, en la medida en que esa lucha fue transformándose en prácticas de control territorial, extorsión, secuestro, minería ilegal y narcotráfico, el discurso político fue cediendo paso al interés económico y a la lógica del poder por el poder. Las guerrillas, en muchos casos, terminaron replicando las mismas lógicas de opresión que decían combatir. La vida de los pobladores rurales pasó a ser subordinada a la guerra, y quienes se atrevían a disentir eran marcados como enemigos. Líderes comunitarios que no compartían las órdenes del grupo armado, mujeres que defendían su autonomía, jóvenes que soñaban con otro futuro, fueron desaparecidos, asesinados o condenados al exilio.

Por otro lado, el narcotráfico y el paramilitarismo —mutaciones perversas del capitalismo más salvaje— han convertido el control del territorio en una empresa bélica donde la vida humana vale menos que una hectárea sembrada de coca, un cargamento de armas o una ruta de tráfico. Las organizaciones criminales han hecho de la muerte una herramienta sistemática de dominación. Sus métodos, de una brutalidad escalofriante, buscan sembrar el terror para garantizar obediencia y silencio. Los paramilitares, muchas veces en connivencia con sectores del Estado y del empresariado, fueron responsables de verdaderas campañas de exterminio social, especialmente contra líderes campesinos, indígenas, afrodescendientes y defensores de derechos humanos. El desplazamiento forzado, la masacre selectiva, la desaparición sistemática, fueron parte de un proyecto de reconfiguración territorial que no dudó en eliminar al diferente, al incómodo, al que se atrevía a reclamar.

Pero quizás una de las formas más insidiosas y menos reconocidas de violencia ha sido la ejercida por el propio Estado. Cuando las instituciones que deberían garantizar los derechos fundamentales se convierten en agentes de persecución, represión y muerte, se configura una forma particular de terrorismo de Estado. En Colombia, múltiples sentencias judiciales, informes de organismos internacionales y testimonios de víctimas han documentado ejecuciones extrajudiciales (los mal llamados “falsos positivos”), persecuciones judiciales arbitrarias, espionaje ilegal, desapariciones forzadas y uso desproporcionado de la fuerza pública contra manifestantes. En estos casos, la vida pierde su valor no solo en el campo de batalla, sino también en las calles, los barrios y los despachos del poder. La estigmatización de la protesta, el silenciamiento de los medios alternativos, la criminalización de la defensa de los derechos humanos, son expresiones de una violencia institucional que no dispara siempre balas, pero sí destruye biografías, sueños y tejidos sociales.

En medio de este escenario de múltiples violencias, los más golpeados han sido precisamente quienes más han luchado por la vida. Los liderazgos naturales de las comunidades —maestras, enfermeros rurales, sabedores ancestrales, comunicadoras populares— han sido blanco sistemático de las violencias porque encarnan proyectos de dignidad, autonomía y paz territorial. Son ellas y ellos quienes defienden los ríos, las montañas, los saberes, la cultura, los derechos colectivos. Son ellos ellas quienes alzan la voz cuando todo conspira para el silencio. Y por eso mismo, son objeto de amenazas, atentados y asesinatos. Colombia ostenta el triste récord de ser uno de los países con más líderes sociales asesinados en el mundo. Cada nombre, cada rostro, cada historia truncada, debería ser un grito que interpele la conciencia nacional.

Sacralizar el derecho a la vida en Colombia implica, entonces, desmontar todas las formas de justificación de la muerte. Implica cuestionar profundamente tanto el discurso de la seguridad que legitima la represión estatal, como el discurso revolucionario que romantiza la violencia insurgente, como la lógica mafiosa que convierte el asesinato en estrategia empresarial. Significa asumir que ninguna ideología, religión, partido político o modelo económico puede estar por encima de la vida humana. La vida no es negociable. No es intercambiable. No es utilitaria. Es un fin en sí misma.

 

Dignificar la vida, además, es reconocer que esta no es solo la respiración biológica. Es la posibilidad de una existencia plena, con derechos garantizados, con acceso a la salud, a la educación, a la cultura, al goce del territorio. Es asegurar que nadie tenga que vivir con miedo. Es garantizar que las niñas y los niños puedan crecer sin ver la muerte como una presencia cotidiana. Es construir condiciones para que las comunidades decidan su futuro sin la amenaza de las armas. Dignificar la vida es darle sentido y cuidado, es apostar por la ternura como estrategia política y por la solidaridad como principio de justicia.

Esa sacralización de la vida debe traducirse en políticas públicas integrales de protección a los líderes sociales y defensores de derechos humanos, pero también en una transformación cultural profunda. No basta con normas y protocolos. Se necesita una pedagogía para la paz que forme nuevas generaciones en el respeto, la empatía y la resolución no violenta de los conflictos. Se necesita una justicia restaurativa que repare, que escuche, que reconozca el dolor de las víctimas y asuma la verdad como camino de sanación. Se necesita un Estado que deje de ser parte del problema y asuma plenamente su deber de proteger, no de perseguir.

Y sobre todo, se necesita una sociedad civil que no se acostumbre, que no normalice el horror, que no guarde silencio cómplice. La defensa de la vida no es tarea solo de las víctimas. Es responsabilidad colectiva. Es un imperativo ético que debe movilizar a los intelectuales, a los artistas, a los educadores, a los jueces, a los servidores públicos, a las iglesias, a los empresarios con conciencia. Es una causa que interpela a todos, porque en el fondo, se trata de decidir qué clase de país queremos ser: uno donde la muerte manda, o uno donde la vida florece.

Al cerrar este llamado, que no pretende ser una conclusión sino una apertura, queremos alzar la voz por la vida desde una perspectiva profundamente humanista. Esa que reconoce en cada ser humano una dignidad inalienable. Esa que entiende que la paz no es solo la ausencia de guerra, sino la presencia activa de justicia, de equidad, de respeto mutuo. Esa que sabe que el futuro no se construye sobre cadáveres ni sobre silencios forzados, sino sobre la memoria, la resistencia y el amor. Que este sea, entonces, un clamor colectivo: protejer la vida, cuídarla, celébrarla, sálvarla. Porque toda vida vale, y porque sin ella, nada tiene sentido.

 

CARLOS MEDINA GALLEGO 

Mayo 17 de 2025 

 

domingo, 11 de mayo de 2025

 


UNA REFORMA LABORAL DEMOCRÁTICA Y GARANTISTA EN COLOMBIA


 Una Propuesta para Dignificar el Trabajo en Tiempos de Informalidad y Desigualdad


Colombia enfrenta una de las crisis más profundas en su historia laboral. A pesar de contar con un marco normativo que reconoce el derecho al trabajo como un derecho fundamental (artículo 25 de la Constitución Política), la realidad cotidiana de millones de trabajadores está marcada por la precariedad, la informalidad, la tercerización y la flexibilización de las condiciones laborales. En este contexto, se vuelve urgente y necesaria una reforma laboral democrática que no solo garantice el empleo digno, sino que reconozca los derechos laborales complementarios como la seguridad social, la estabilidad, la sindicalización y la participación colectiva.

 La precarización laboral en Colombia

Colombia tiene una de las tasas de informalidad más altas de América Latina. Según cifras del DANE (2024), más del 57% de los ocupados lo hacen en condiciones de informalidad, sin acceso a seguridad social, prestaciones ni protección sindical. A esto se suma la proliferación de figuras como las órdenes de prestación de servicios (OPS), utilizadas de manera irregular por entidades públicas y privadas para eludir vínculos laborales formales. Estas figuras transforman al trabajador en un proveedor sin derechos laborales, aunque cumpla funciones permanentes y subordinadas.

La reforma laboral que necesita el país no puede limitarse a modificaciones técnicas. Debe ser una transformación estructural que reconozca la centralidad del trabajo como factor de desarrollo humano, cohesión social y redistribución de la riqueza.

Elementos fundamentales de una reforma laboral democrática

1. Reconocimiento pleno del trabajo como derecho humano y no solo como factor productivo
La reforma debe partir del principio de que el trabajo es esencial para la dignidad humana. Por tanto, el Estado debe garantizar no solo el acceso al empleo, sino su estabilidad, su formalidad y su valor social, rompiendo con la lógica neoliberal que lo ha reducido a mercancía.

2. Formalización laboral y eliminación progresiva de figuras de precarización
Debe establecerse una estrategia nacional de formalización del trabajo que elimine gradualmente las OPS en funciones permanentes, regule el trabajo por plataformas digitales, y exija a las empresas tercerizadoras el cumplimiento pleno de los derechos laborales para sus empleados.

3. Estabilidad y protección contra el despido arbitrario
Se debe restringir el despido sin justa causa, obligando a las empresas a demostrar razones válidas y proporcionales. Además, deben establecerse mecanismos de reinstalación preferente o compensación justa.

4. Reducción de la jornada laboral y distribución equitativa del tiempo de trabajo
Reducir la jornada a 40 horas semanales sin disminución salarial favorecería la calidad de vida y generaría incentivos para la contratación de más personas. Esta medida debe ir acompañada de políticas de conciliación de la vida laboral y familiar.

5. Fortalecimiento del sindicalismo y la negociación colectiva
La reforma debe asegurar la libertad sindical, fomentar la negociación colectiva por rama o sector, y crear incentivos para que las empresas respeten la organización de los trabajadores. Las prácticas antisindicales deben ser penalizadas con rigor.

6. Trabajo decente para jóvenes, mujeres y población rural
Grupos históricamente excluidos como las mujeres, los jóvenes, la población campesina y las comunidades afro e indígenas deben ser prioridad. Programas de empleo público, incentivos a la contratación y fomento del trabajo cooperativo son fundamentales para cerrar brechas estructurales.

7. Regulación del trabajo digital y por plataformas
La reforma debe tipificar el vínculo laboral entre trabajadores de aplicaciones y empresas digitales, garantizando salario mínimo, afiliación a seguridad social y condiciones dignas. La economía digital no puede estar por fuera de la legalidad laboral.

8. Universalización de la protección social
Debe crearse un sistema de seguridad social que proteja también a trabajadores informales y por cuenta propia, mediante modelos contributivos adaptados y mecanismos de subsidio para los más vulnerables.

9. Participación de los trabajadores en la reforma
Una reforma democrática implica consulta previa, activa y vinculante con sindicatos, asociaciones de trabajadores informales, cooperativas laborales y organizaciones sociales.

10. Inspección laboral fortalecida
Para garantizar el cumplimiento de estas normas, se necesita una inspección del trabajo independiente, con más recursos, cobertura territorial amplia y capacidad sancionatoria.

Una reforma laboral democrática y garantista es hoy no solo un anhelo, sino una necesidad histórica. No es posible construir un país más justo si la mayoría de su población trabajadora está atrapada en la informalidad, la precariedad y la vulnerabilidad. Reformar el trabajo es reformar la vida. Por ello, el Estado colombiano debe asumir el compromiso político, jurídico y ético de avanzar hacia un nuevo modelo laboral que dignifique a quienes con su esfuerzo cotidiano sostienen la economía, la sociedad y la esperanza.

  • Principios rectores de la reforma laboral democrática
  • El trabajo es un derecho humano, no una mercancía.
  • Ningún trabajador debe carecer de protección social.
  • Las formas de contratación deben garantizar derechos, no evadirlos.
  • La justicia laboral debe ser accesible, pronta y efectiva.
  • La voz de los trabajadores debe ser escuchada y respetada.



 

LA GENERACIÓN DE CRISTAL: 

Una  juventud frágil e hipersensible

Vivimos una época donde la sensibilidad ha sido elevada a dogma y la fragilidad emocional se ha convertido en una señal de identidad generacional. La llamada generación de cristal –jóvenes universitarios que se reconocen más por sus diagnósticos de ansiedad y depresión que por sus ideas o acciones transformadoras– ha convertido la debilidad en virtud, la susceptibilidad en argumento moral, y el victimismo en herramienta de poder. Esta generación no solo habita un mundo hipermediado por pantallas, algoritmos y eco-cámaras emocionales, sino que se auto erige como vanguardia moral mientras desprecia con soberbia a quienes les han legado la posibilidad misma de existir, pensar y estudiar.

En el ámbito universitario esta crisis alcanza niveles alarmantes. Se ha roto, sin pudor ni memoria, el hilo intergeneracional. Profesores con décadas de estudio y experiencia, que han formado generaciones enteras y han construido pensamiento crítico, son ahora tildados de “boomers” obsoletos por jóvenes que creen que leer dos hilos de Twitter equivale a un curso de epistemología. Se ha perdido el respeto por la autoridad intelectual, por la palabra reflexiva, por la experiencia. Hoy se venera el narcisismo disfrazado de trauma, la inmadurez maquillada de rebeldía emocional, y se exige “espacios seguros” no para aprender sino para no ser confrontados por ideas que les resulten incómodas.

Lo más paradójico es que esta generación que exige reconocimiento, inclusión, respeto y validación emocional, es la misma que excluye, cancela, silencia y ridiculiza al adulto mayor, al docente exigente, al pensamiento riguroso. Han convertido el aula en un confesionario terapéutico donde el dolor personal reemplaza el argumento, y la incomodidad subjetiva se equipara a la violencia estructural. La educación ya no es una experiencia transformadora ni un desafío intelectual: es un campo minado de sensibilidades frágiles que paralizan el pensamiento.

Mientras las generaciones anteriores aprendían del dolor, esta lo convierte en identidad. Mientras los viejos respetaban a los sabios, los jóvenes actuales se burlan de ellos. Mientras los abuelos luchaban por un mundo más justo desde el trabajo, la resistencia o la reflexión, esta generación exige cambios inmediatos sin esfuerzo, sin contradicción y sin capacidad de escucha. Viven convencidos de estar reinventando el mundo, cuando en realidad lo único que reinventan es el narcisismo emocional.

Pero no todo es culpa suya. Son hijos de una sociedad que convirtió la comodidad en meta, el bienestar emocional en derecho absoluto, y la educación en servicio al cliente. Han sido criados en un entorno donde el conflicto se evita, la frustración se elimina, y toda crítica es vista como ataque. Han sido formados por adultos que confundieron el amor con la sobreprotección y la crianza con la complacencia. El resultado es una juventud hipersensible pero sin espesor, digitalmente conectada pero existencialmente sola, titulada pero intelectualmente vacía.

Este ensayo no es una negación de los problemas reales de salud mental –que existen y deben ser tratados con rigor y empatía– sino una crítica feroz a su uso como escudo ideológico y arma de censura. Tampoco es una defensa romántica del pasado, sino un llamado a recuperar el respeto por la sabiduría, la experiencia y el pensamiento fuerte. Porque si los jóvenes siguen creyendo que la fragilidad es poder, que el adulto mayor es basura, y que toda incomodidad es una agresión, no solo habremos perdido el diálogo intergeneracional: habremos perdido también la posibilidad de construir una sociedad madura, crítica y verdaderamente libre.

Hubo un tiempo en que la juventud universitaria representaba la esperanza. En las aulas, los estudiantes debatían sobre el porvenir de la humanidad, soñaban con justicia, paz y dignidad para los pueblos. Se organizaban, protestaban, pensaban, escribían, se comprometían hasta la muerte. Eran, a su manera, la encarnación del anhelo colectivo de un mundo más humano. Hoy, en cambio, asistimos al espectáculo de una generación decadente de una que ha abandonado esa utopía para habitar la mezquindad del resentimiento, la censura y la guerra simbólica entre edades, géneros e ideas.

La generaciones que soñaron la utopía de la felicidad humana y a la que muchos entregaron su vida levantaron la consigna de " pan, justicia y Libertad", está generación quebradiza de cristal, tiene como consigna, "droga-trago, sexo e internet". Sería injusto si no dijera que existe en esa misma generación un grupo significativo de hombres y mujeres que le apuestan al conocimiento y la investigación rigurosa, que estudian con disciplina y devoción y que se forman como profesionales de altas calidades. Ese grupo lo hace en silencio a la sombra del desorden de universidad que hay.

Esa nueva camada universitaria de la generación de cristal,  no busca construir, sino acusar. No dialoga, cancela. No aprende, impone. No cuestiona estructuras de poder, sino que ha creado las suyas propias: discursos autoritarios disfrazados de progresismo, de pensamiento "bonito", donde cualquier disidencia —especialmente si viene de un hombre, adulto, heterosexual o docente— se interpreta como violencia. Se ha sustituido la pedagogía del pensamiento crítico por la del temor: maestros silenciados, profesores caminando sobre cristales, sometidos a inspección permanente, no por la calidad de su enseñanza, sino por su nivel de alineación con las ideologías del momento.

El resultado es una cultura universitaria distorsionada, dominada por una moralina inquisitorial que exige sumisión bajo amenaza de escarnio, cancelación o denuncia. La palabra "patriarcado" se usa como garrote, "violencia de género" como tribunal sin garantías, y la "diversidad" como uniforme obligatorio. En este clima, lo masculino, lo heterosexual, lo tradicional, lo adulto —todo aquello que no se pliegue al nuevo credo— se vuelve sospechoso, culpable por defecto.

La ideología de género, en su versión más radical, se ha transformado en una coartada para negar la diferencia sin diálogo. Se patologiza al varón, se culpabiliza al heterosexual, se criminaliza al docente si no adapta sus contenidos a los nuevos catecismos. Se repite, con una vehemencia alarmante, que el lenguaje es violencia, que el silencio es complicidad, que el amor romántico es opresión. Y mientras tanto, los problemas reales —la desigualdad, la miseria, la guerra, la injusticia global— se vuelven irrelevantes frente a la microdiscusión identitaria del día.

Pero quizás el mayor drama no es solo el extravío moral e intelectual de esta generación, sino la claudicación del mundo adulto, que ha cedido sin resistencia. Muchas universidades han renunciado a su papel formador y han optado por ser administradoras de consensos adolescentes por cuestionadas e ilegítimas constituyentes universitarias. Lo de la universidad Nacional a este respecto es vergonzoso.  Directivas que prefieren ser aceptadas antes que desafiadas, condescendientes  antes que autoridad, "inclusivas" antes que libres. El resultado: un ecosistema de autocensura, ignorancia premiada y mediocridad celebrada, construido colectivamente, dónde la normalidad académica se ha hecho amormalidad, porque siempre hay un pretextos para quejarse y reducir la jornada a nada.

Este no es un alegato contra la juventud, sino una crítica a una forma de nihilismo cultural disfrazado de progreso. Es un llamado a recuperar la valentía de pensar más allá de los dogmas de turno. A no temerle al disenso, al debate, a la diferencia verdadera. A defender el valor de la universidad como espacio de formación y no de adoctrinamiento.

Porque si no se recupera la utopía de la felicidad humana, si no se rescata la figura del maestro respetado, del hombre sensible y pensante, del diálogo intergeneracional honesto y libre, lo que quedará no será una revolución, sino una ruina. Una generación alienada por el odio, incapaz de amar la libertad, de construir comunidad o de imaginar un futuro que no sea el de su propia exclusión. Una generación, en definitiva, perdida.


jueves, 17 de abril de 2025

 




SUPERAR LA CULTURA DE LA VIOLENCIA EN COLOMBIA:
 Hacia una sociedad del perdón, la reconciliación y la justicia social


Colombia ha sido, por décadas, un país atravesado por una historia dolorosa de conflicto armado, exclusión social, odios acumulados y venganzas heredadas. La violencia se instaló no solo en los territorios, sino también en el lenguaje, en la política, en las relaciones cotidianas y en el inconsciente colectivo. Esta cultura de la violencia ha moldeado la forma de resolver los conflictos, ha debilitado los lazos sociales y ha erosionado los cimientos de una verdadera democracia. Por ello, es urgente y necesario superar esta cultura del odio, la venganza y la muerte, y construir una nueva cultura basada en el perdón, la reconciliación y el amor, como pilares para una sociedad en paz, democrática y justa.

La violencia no se reproduce solo con armas, sino también con discursos que deshumanizan al otro, con estructuras sociales que perpetúan la pobreza y la exclusión, y con una justicia que muchas veces ha sido instrumento de impunidad o de revictimización. El odio como práctica política ha sido funcional para quienes lucran con el conflicto, dividen a la sociedad y se niegan a los cambios profundos que exige el país. La venganza, por su parte, ha sido disfrazada de justicia, cuando en realidad perpetúa los ciclos de violencia y aleja la posibilidad de una verdadera reparación del daño.

Superar esta cultura implica desarmar también el alma. No basta con silenciar los fusiles si no se desmontan los discursos del enemigo interno, del “nosotros contra ellos”, de la sospecha permanente. Es necesario promover una cultura del perdón, no como olvido ni como impunidad, sino como acto consciente de liberación del pasado violento y apertura hacia la convivencia. El perdón en Colombia debe ser una decisión ética y política que se ancle en la verdad, la reparación, y la garantía de no repetición.

La reconciliación es el camino que permite reconstruir la confianza social, sanar las heridas colectivas y restaurar el tejido humano que ha sido roto por el conflicto. No puede ser un pacto superficial, sino un proceso profundo que reconozca las diferencias, repare las injusticias y restituya los derechos. Reconciliarse es también renunciar al privilegio de dominar al otro por la fuerza, es aceptar que la diversidad es riqueza y que el disenso puede ser fecundo cuando se da en el marco del respeto mutuo.

Y sobre todo, Colombia necesita una cultura del amor. Un amor político, entendido como cuidado del otro, como respeto a la vida, como apuesta por el bien común. Amar es indignarse ante el hambre, ante la desigualdad, ante la exclusión; amar es comprometerse con los cambios que permitan a cada ser humano realizar su dignidad. Una sociedad que ama no mata, no odia, no excluye. Una sociedad que ama educa, protege, transforma.

Todo ello debe ir de la mano con la reconstrucción de una democracia real y participativa, no solamente electoral. Una democracia donde las voces silenciadas tengan espacio, donde las regiones históricamente marginadas sean parte activa del destino común, donde la justicia social deje de ser un ideal lejano y se convierta en una política concreta de redistribución del poder, la riqueza y las oportunidades.

Hoy Colombia tiene la oportunidad de dar un paso definitivo hacia la paz y la transformación social. Pero ese paso no lo darán solos los acuerdos firmados, ni las leyes aprobadas. Lo dará cada ciudadano cuando renuncie al odio, cuando reconozca al otro como legítimo, cuando prefiera el diálogo a la imposición, y cuando el amor y la justicia sean los nuevos horizontes éticos de la vida en común. Es

La cultura de la muerte debe ser reemplazada por una cultura de vida. Y esa vida se construye con verdad, con memoria, con justicia, pero también con esperanza, con perdón y con una voluntad colectiva de reconciliación. Porque solo así será posible una Colombia distinta: una nación en paz, democrática, plural, y profundamente humana.

CMG - DIA 
16 DE ABRIL DE 2025

 



LA MISERABLEZA DE  LOS CONGRESISTAS COLOMBIANOS FRENTE A UNA REFORMA LABORAL Y PENSIONAL, DIGNA Y JUSTA.

Para mamá TILA URIBE, con todo mi afecto.

En Colombia, hablar de una reforma pensional es tocar una de las fibras más sensibles del contrato social: la vejez. Sin embargo, esa sensibilidad no parece conmover a quienes ocupan curules en el Congreso de la República. La actitud de una parte considerable de los congresistas frente a la reforma pensional ha sido una muestra cruda de indiferencia, de cálculo electoral y de servilismo frente a los intereses de los fondos privados, que por décadas han hecho del ahorro de los trabajadores un lucrativo negocio financiero.

Resulta paradójico, e incluso insultante, que mientras los legisladores gozan de regímenes especiales de pensión con privilegios desproporcionados, miles de ancianos en Colombia sobreviven en condiciones de pobreza, sin acceso a una mesada que les garantice una vejez digna. La mayoría de los adultos mayores en el país no alcanza a cotizar lo suficiente para pensionarse. Muchos mueren sin recibir un solo peso de lo que durante años aportaron al sistema.

La actitud de estos congresistas miserables —no en lo económico, pues gozan de abultados ingresos— sino en lo ético, consiste en mantener un modelo que excluye, que castiga la informalidad sin combatirla, que privatiza el derecho y lo transforma en mercancía. Lo hacen no solo por negligencia, sino también porque muchos están directa o indirectamente atados a intereses financieros y corporativos que lucran con el ahorro de millones de trabajadores a través de los fondos privados de pensiones.

Es urgente una reforma que coloque el eje en la justicia social y no en la rentabilidad. Una reforma que garantice una mesada pensional digna para los ancianos, ajustada a una canasta familiar real y justa, que contemple los gastos esenciales de alimentación, vivienda, salud y servicios públicos. La dignidad en la vejez no puede seguir dependiendo del azar del mercado ni de la especulación financiera.

La pensión no debe ser vista como un subsidio, ni como una carga fiscal, sino como el resultado legítimo de una vida de trabajo. Y esa pensión, en una sociedad democrática, debe estar anclada a un modelo de seguridad social público, eficiente y solidario, donde el Estado garantice cobertura y sostenibilidad sin entregar los recursos de los trabajadores al capital financiero, que especula con ellos y los aleja del propósito para el cual fueron creados.

Además, debe existir una prohibición expresa del uso indebido de los recursos pensionales para fines distintos a los del bienestar de los cotizantes. No más puentes entre los fondos privados y campañas políticas. No más puertas giratorias entre los organismos de control, los bancos y los despachos legislativos.

Los congresistas deben entender que el pueblo colombiano no soporta más este modelo dual e injusto: uno para los ricos y otro para los pobres. La reforma pensional debe ser una herramienta de redistribución y justicia, no un negocio. Lo contrario es perpetuar el desprecio por los ancianos y seguir cavando la fosa del Estado social de derecho.

La vejez no puede seguir siendo una condena. Merece respeto, cuidados, garantías, y sobre todo, una pensión justa que le devuelva a la vida su dignidad en los últimos años. El Congreso está ante una prueba histórica. Y si vuelve a fallar, no será por ignorancia: será por miseria moral.

Convocar una consulta popular para decidir reformas estructurales como la pensional y la laboral no es un acto de democracia directa ni un gesto de participación ciudadana auténtica. Es, en realidad, una confesión vergonzosa de la incapacidad del Congreso para legislar en favor de los intereses del pueblo. Este recurso, que se presenta como un mecanismo de legitimidad, encubre una realidad aún más cruda: el Congreso colombiano está capturado —si se quiere, secuestrado— por los intereses del capital financiero, los fondos privados, las élites empresariales y las lógicas de privatización que se han instaurado como doctrina dominante en el aparato estatal.

Durante décadas, las reformas laborales y pensionales han sido diseñadas no para ampliar derechos, sino para restringirlos. Se ha creado un modelo profundamente regresivo, donde el trabajo se precariza y la vejez se castiga. En lugar de consolidar una seguridad social solidaria, se impone un régimen de acumulación para los fondos privados y las aseguradoras, que negocian con los recursos de los trabajadores y pensionados como si fueran mercancías.

Resulta entonces indignante que, en lugar de asumir su responsabilidad legislativa, el gobierno tenga que delegar la resolución de estos temas vitales en una consulta popular. No porque la consulta no tenga valor democrático, sino porque aquí se usa como una coartada: una manera de evadir el debate estructural que compromete a los sectores que financian campañas y controlan decisiones. Este Congreso no representa al pueblo: representa a las AFP, a los gremios, a los grandes empleadores y al capital financiero, que han hecho del Estado una maquinaria al servicio de la rentabilidad privada.

La clase política que ocupa el Congreso no actúa como legisladora en sentido democrático. Actúa como operadora política del desconocimiento sistemático de los derechos sociales de los más pobres. Cada vez que se discute una reforma, su orientación es clara: recortes, flexibilización, ampliación de la edad de pensión, eliminación de garantías laborales, individualización del riesgo. Se habla de sostenibilidad fiscal, pero nunca de sostenibilidad humana. Se protege al mercado, pero se desprotege al ciudadano, al trabajador, al anciano.

La solución no puede ser trasladar esta responsabilidad al pueblo bajo la forma de una consulta, cuando no se ha garantizado ni la pedagogía política necesaria ni la transparencia institucional que haría de ese proceso un verdadero ejercicio de soberanía popular. Mientras tanto, los ancianos siguen muriendo sin pensión, los trabajadores informales siguen creciendo en número, y los derechos sociales se siguen desmontando bajo el eufemismo de “modernización”.

Lo verdaderamente democrático sería desmontar el secuestro institucional, recuperar la ética pública, desmercantilizar la política y garantizar que las reformas se hagan en favor del bien del trabajador y la vejez y no del capital privado.

CMG - DIA
16 DE ABRIL DE 2025